Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online
Authors: Patricia Cornwell
Tags: #Policíaco, Thriller
—Es posible que haya estado allí desde hace un tiempo y que usted no lo haya advertido —comentó—. No la revisamos cuando su alarma sonó el martes porque era en la zona de la puerta del garaje.
—¿Mi alarma sonó el martes? —pregunté, perpleja—. No lo sabía.
—Yo me voy al auto —le dijo McElwayne a su compañera al salir de la cocina, todavía frotándose las manos—. Enseguida vuelvo.
—Yo trabajaba en el turno diurno —me explicó ella—. Parece que su casera la hizo sonar en forma accidental.
No entendía cómo era posible que Marie hubiera hecho sonar la alarma en el garaje, a menos que por alguna razón hubiera salido por allí y no hubiera prestado atención al «bip» de advertencia por largo rato.
—Estaba bastante alterada —continuó Butler—. Al parecer no pudo recordar el código hasta que llegamos aquí.
—¿A qué hora sucedió esto? —pregunté.
—A eso de las once.
Marino no pudo haber oído el llamado por la radio porque, a las once, estaba en la morgue conmigo. Recordé que, cuando esa noche volví a casa, descubrí que la alarma no estaba activada, y pensé en las toallas sucias y en la suciedad en la alfombra. Me pregunté por qué Marie no me había dejado una nota para avisarme lo que había sucedido.
—No teníamos motivos para chequear esta puerta —agregó Butler—. Así que no podría decirle si esa hendedura estaba o no aquí el martes.
—Aunque no estuviera —dije—, es evidente que alguien trató de entrar en casa en algún momento.
—Unidad tres-veinte —dijo Butler—. Diez-cinco a la seccional, detective especializado en allanamientos.
—Unidad siete-noventa y dos —fue la respuesta.
—¿Puede responder, referencia intento de allanamiento de domicilio? —ella dio mi dirección.
—Diez-cuatro. Me llevará alrededor de quince minutos.
Butler puso el radiotransmisor sobre la mesa de la cocina y observó más la cerradura. Una ráfaga de aire helado arrojó al piso una pila de servilletas de papel y agitó las páginas del periódico.
—En este momento sale de Meadow y Cary —me dijo, como si fuera algo que yo debería saber—. Allí está la seccional.
Cerró la puerta.
—Ellos ya no forman parte de la división detectives —continuó, pendiente de mi reacción—. Así que los trasladaron; ahora forman parte de las operaciones de uniformados. Supongo que esto sucedió hace más o menos un mes —agregó, y yo empecé a sospechar adonde se dirigía la conversación.
—Supongo que los detectives de allanamientos están ahora bajo las órdenes de la subjefa Bray —acoté.
Ella vaciló un momento y después contestó, con una sonrisa irónica.
—¿No lo estamos todos?
—¿Puedo ofrecerle un café? —pregunté.
—Sería agradable, pero no quiero causarle molestias.
Saqué una bolsa de café del freezer. Butler se sentó y se puso a llenar un formulario de denuncia de comisión de delito, mientras yo sacaba jarros, crema y azúcar, y las voces de operadores y policías poblaban el aire con distintos códigos. Sonó el timbre de la puerta de calle y dejé entrar al detective especializado en allanamientos. Yo no lo conocía. Tuve la impresión de no conocer ya a nadie desde que Bray había apartado de sus cargos a personas que se los habían ganado.
—¿Ésta es la puerta en cuestión? —le preguntaba el detective a Butler.
—Sí. Eh, Johnny ¿no tienes una lapicera que escriba mejor que ésta?
En mi cabeza comenzó a instalarse un intenso dolor.
—¿No tienes ninguna que escriba?
Yo no podía creer lo que estaba pasando.
—¿Cuál es su fecha de nacimiento? —me preguntaba McElwayne.
—No son muchas las personas que tienen un sistema de alarma en el garaje —comentó Butler—. En mi opinión, los contactos son más débiles que los de una puerta común y corriente. Metal liviano, una zona realmente grande. Basta con una fuerte ráfaga de viento para…
—Jamás un viento fuerte hizo sonar la alarma de mi garaje —dije.
—Pero si usted es un ladrón y da por sentado que la casa tiene una alarma contra robos —siguió razonando Butler—, tal vez no imagine que la puerta del garaje también la tiene. Y quizás allí adentro hay algo que vale la pena robar.
—¿A plena luz del día? —pregunté.
El detective espolvoreaba la jamba de la puerta mientras más aire helado entraba en la casa.
—Muy bien, veamos, Doc. —McElwayne siguió llenando el formulario de denuncia—. Tengo su dirección particular. Necesito la de su oficina del centro y también los números de teléfono de su casa y del trabajo.
—Realmente no quiero que mi número de teléfono, que no figura en guía, esté en una información de prensa —dije y traté de reprimir la creciente sensación de estar siendo invadida, intencionalmente o no.
—Doctora Scarpetta, ¿tiene registradas sus propias huellas dactilares? —preguntó el detective con el pincel en la mano, mientras el polvo magnético negro me ensuciaba la puerta.
—Sí, para excluirla.
—Eso pensé. Creo que deberían tenerlas todos los médicos forenses por si llegan a tocar algo que no deben —dijo, sin intención de insultarme pero haciéndolo de todos modos.
—¿Entiende lo que le digo? —Traté de que McElwayne me mirara y me escuchara—.No quiero que esto aparezca en el papel. No quiero que cada periodista de noticias y sólo Dios sabe quién más me llame a casa y conozca mi dirección exacta y mi número de seguridad social, fecha de nacimiento, raza, sexo, dónde nací, estatura, peso, color de ojos, parientes próximos.
—¿Sucedió últimamente algo que debamos saber? —McElwayne siguió interrogándome mientras Butler le entregaba al detective una cinta adhesiva para levantar las huellas.
—El miércoles por la noche me siguió un auto —contesté de mala gana.
Sentí que los dos me miraban.
—Y parece que también siguieron a mi secretaria. Anoche.
McElwayne escribió también todo esto. De nuevo sonó el timbre de la puerta de calle y vi a Marino en el display de vídeo del portero eléctrico que había en la pared, junto a la heladera.
—Será mejor que yo no vea nada de eso en los periódicos —le advertí mientras salía de la cocina.
—No, señora, estará sólo en el informe complementario. Eso no va al canasto de la prensa —dijo la voz de Butler.
—Maldición, haz algo —le dije a Marino al abrir la puerta—. Alguien trata de entrar por la fuerza en mi maldita casa y ahora violarán mi privacidad.
Marino mascaba vigorosamente un chicle y tenía el aspecto de ser el autor de ese delito.
—Sería agradable que me avisaras cuando alguien trata de meterse en tu casa. Yo no debería enterarme por el scanner —dijo, y sus zancadas llenas de furia lo llevaron hacia el sonido de voces.
Yo ya había tenido suficiente y me retiré a mi estudio para llamar a Marie. Un niño pequeño atendió el teléfono y después apareció Marie en línea.
—Acabo de enterarme de que la alarma contra ladrones sonó cuando usted estaba aquí el martes —le dije.
—Lo siento mucho, señora Scarpetta —respondió ella con voz plañidera—. Yo no sabía qué hacer. No hice nada para que sonara. Estaba pasando la aspiradora y de pronto sucedió. Me asusté tanto que no pude recordar el código.
—Lo entiendo, Marie —dije—. A mí también me asusta. Sonó de nuevo esta noche, así que sé perfectamente lo que quiere decir. Pero necesito que me avise cuando pasen cosas así.
—La policía no me creyó. De eso estaba segura. Les dije que yo no había entrado en el garaje y que…
—Está bien —repetí.
—Yo tuve miedo de que usted se enojara conmigo porque la policía… que a lo mejor no querría que yo trabajara más para usted… Sé que debería habérselo contado. Lo haré siempre. Se lo prometo.
—No tiene que tener miedo. La policía no le hará ningún daño en este país, Marie. No es lo mismo que en el país de donde usted viene. Y quiero que tenga mucho cuidado cuando esté en mi casa. Siempre tenga activada la alarma y asegúrese de que siga activada cuando se va. ¿Notó a alguna persona o quizás un automóvil, que por alguna razón le llamó la atención?
—Recuerdo que llovía mucho y hacía frío. No, no vi a nadie.
—Por favor, avíseme si advierte algo —dije.
De alguna manera, la parte complementaria de la denuncia de intento de robo con allanamiento llegó al canasto de prensa a tiempo para el informativo de las seis de la noche del sábado. Los reporteros comenzaron a llamarnos a Rose y a mí a casa con una pregunta tras otra.
Yo no tenía ninguna duda de que Bray estaba detrás de ese pequeño desliz. Para ella era seguramente una diversión en un fin de semana de otro modo frío y aburrido. Por supuesto que no le importaba un cuerno que mi secretaria de sesenta y cuatro años de edad viviera sola en un vecindario sin vigilancia.
Hacia el final de la tarde del domingo, sentada en el living de casa, con fuego encendido en la chimenea, me puse a trabajar en un largamente postergado artículo periodístico que no era precisamente de mi agrado. El mal tiempo continuaba y mi concentración fallaba. A esta altura, supuse que ya Jo había sido admitida en el hospital de la Facultad de Medicina de Virginia y Lucy debía de estar en Washington D.C. Aunque no lo sabía con certeza. Pero de una cosa sí estaba segura: mi sobrina estaba enojada, y cada vez que se enojaba no quería tener nada que ver conmigo. Y esto podía continuar durante meses, incluso un año.
Me había ingeniado para no llamar a mi madre ni a mi hermana Dorothy, una actitud que podría parecer muy fría de mi parte, pero lo cierto era que yo no quería tener que soportar más tensiones. Finalmente me ablandé el domingo por la tarde. Al parecer, Dorothy no estaba en casa. Intenté entonces hablar con mi madre.
—No, Dorothy no está aquí —dijo mi madre—. Está en Richmond, y lo sabrías si alguna vez llamaras por teléfono a tu hermana y a tu madre. Lucy participa de un tiroteo, y tú ni siquiera te molestas en…
—¿Dorothy está en Richmond? —pregunté con incredulidad.
—¿Qué esperabas? Ella es su madre.
—¿Así que también Lucy está en Richmond? —La sola idea se me clavó como un bisturí.
—Por eso su madre fue para allá. Por supuesto que Lucy está en Richmond.
Yo no sabía por qué me sorprendía. Dorothy era una especie de diva narcisista. Cada vez que había un drama, ella tenía que convertirse en el centro. Si eso significaba asumir de pronto el papel de madre para con una hija que no significaba nada para ella, Dorothy lo haría.
—Se fue ayer y no quiso molestarse en preguntarte si podía alojarse en tu casa, puesto que a ti no parece importarte nada tu familia —dijo mi madre.
—Dorothy nunca quiere parar en casa.
A mi hermana le encantaban los bares de los hoteles. En casa, en cambio, no existía ninguna posibilidad de conocer hombres, al menos no alguno que yo estuviera dispuesta a compartir con ella.
—¿Dónde se hospeda? —pregunté—. ¿Lucy está con ella?
—Nadie quiere decírmelo, por todo ese asunto del secreto, y aquí me tienes, su abuela…
No pude soportarlo más.
—Mamá, tengo que cortar.
Prácticamente le colgué y llamé al doctor Graham Worth, jefe del departamento de ortopedia, a su casa.
—Graham, tienes que ayudarme —le dije.
—No me digas que un paciente de mi unidad murió.
—Graham, ya sabes que no te pediría ayuda a menos que se tratara de algo muy importante.
Silencio.
—Tienes una paciente que figura con un alias. Pertenece al ATF y le dispararon en Miami. Tú sabes a quién me refiero.
Él no me contestó.
—Mi sobrina Lucy estuvo involucrada en el mismo tiroteo —proseguí.
—Sí, sé lo del tiroteo —respondió—. Apareció, por cierto, en las noticias de los medios.
—Yo fui la que le pidió al supervisor del ATF que transfiriera a Jo Sanders al hospital de la facultad. Prometí cuidar personalmente de ella, Graham.
—Escucha, Kay —dijo—. Me ordenaron que no permita que entre a verla nadie salvo su familia cercana.
—¿Nadie más? —pregunté, sin poder creerlo—. ¿Ni siquiera mi sobrina?
Él hizo una pausa y después dijo:
—Me duele tener que decirte esto, pero en especial tu sobrina.
—¿Por qué? ¡Eso es ridículo!
—No depende de mí.
Yo no podía imaginar la reacción de Lucy si se le impedía ver a su pareja.
—Tiene una fractura astillada y conminuta del fémur de la pierna izquierda —me explicó—. Tuve que ponerle una placa. Está en tracción y se le administra morfina, Kay. Cada tanto pierde la conciencia. Sólo sus padres la ven. No estoy siquiera seguro de que entienda dónde está o qué le sucedió.
—¿Y qué me puedes decir de la lesión en la cabeza? —pregunté.
—No es más que una herida superficial.
—¿Lucy estuvo allí? ¿Tal vez en la sala de espera? Es posible que su madre esté con ella.
—Estuvo más temprano. Sola —contestó el doctor Worth—. En algún momento de la mañana. Pero dudo mucho que siga allá.
—Dame al menos la oportunidad de hablar con los padres de Jo.
Él no me contestó.
—¿Graham?
Silencio.
—¿Sigues allí?
—Sí.
—Maldición, Graham, las dos se quieren. Es posible que Jo no sepa siquiera si Lucy está viva.
—Jo tiene plena conciencia de que tu sobrina está bien, pero no quiere verla.
Corté la comunicación y me quedé mirando el teléfono. En alguna parte de esa maldita ciudad, mi hermana estaba registrada en un hotel y sabía dónde estaba Lucy. Revisé las páginas amarillas de la guía y llamé a los hoteles más obvios, el Omni y el Jefferson. Pronto descubrí que Dorothy se había registrado en el Berkeley, en la zona histórica de la ciudad conocida como Shockhoe Slip.
No contestó el teléfono de su habitación. En Richmond no había demasiados lugares para beber en un domingo, así que salí deprisa de casa y subí al auto. La línea de edificación estaba cubierta de nubes y dejé que un valet estacionara mi auto frente al Berkeley. No bien entré supe que Dorothy no estaría allí. Ese hotel pequeño y elegante tenía un bar oscuro e íntimo con sillas de cuero de respaldo alto y una clientela silenciosa. El cantinero usaba chaqueta blanca y se mostró muy atento cuando me le acerqué.
—Busco a mi hermana y me preguntaba si anduvo por aquí —dije; se la describí y él sacudió la cabeza.
Salí y crucé la calle empedrada hacia Tobacco Company, un viejo depósito de tabaco que habían convertido en restaurante con un ascensor exterior con paredes de vidrio y bronce que constantemente subía y bajaba a través de un patio interior de plantas lujuriosas y flores exóticas. Adentro, al lado de la puerta de calle, había un piano bar con pista de baile, y vi a Dorothy sentada frente a una mesa, acompañada de cinco hombres. Me acerqué a ellos, claramente con una misión.