Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online
Authors: Patricia Cornwell
Tags: #Policíaco, Thriller
—La escena del crimen nos pertenece a nosotros, Kay —dijo—. Tengo entendido que usted no manejó las cosas así en el pasado; probablemente tampoco en todo el tiempo que hace que está aquí o en alguna otra parte. A eso me refería cuando le mencioné…
—¡Esas son mentiras! —le gritó Marino en la cara.
—Capitán, no se meta en esto —le espetó Bray.
—Usted es la que no debería meterse —le dijo él en voz muy alta.
—Subjefa Bray —intercedí—, la ley de Virginia estipula que el forense es quien debe tomar a su cargo el cuerpo. El cuerpo es mi jurisdicción.
Terminé de tomar fotografías y me topé con la mirada helada de sus ojos desteñidos.
—El cuerpo no debe tocarse, alterarse ni ser objeto de ninguna interferencia. ¿Me ha entendido? —dije.
Me saqué los guantes y los arrojé con furia a la bolsa roja.
—Usted acaba de arrancarle el corazón a esta señora, en lo relativo a pruebas, subjefa Bray.
Cerré mi maletín y le eché llave.
—Usted y el fiscal se van a llevar muy bien en esto —agregó Marino con ira cuando también él se quitó los guantes—. Los casos de este tipo son lo que se llama un almuerzo gratis.
Y señaló con un dedo gordo a la mujer muerta, como si Bray fuera quien la había asesinado.
—¡Usted permitió que él lo hiciera! —le gritó—. ¡Usted y su pequeño poder y sus grandes tetas! ¿A quién se tuvo que coger para llegar adonde está?
Bray palideció.
—¡Marino! —exclamé y lo tomé del brazo.
—Le diré algo.
Marino estaba fuera de control, se soltó de un tirón y comenzó a respirar con fuerza como un oso herido.
—¡La cara destrozada de esta señora no tiene nada que ver con la política ni con frases grandilocuentes dichas por televisión o por radio, hija de mil putas! ¿Qué sentiría si fuera su hermana? ¡Mierda! ¿Qué digo? —Marino levantó sus manos cubiertas de talco—. ¡Si usted no sabe lo que es sentir afecto por otra persona!
—Marino, haz que la escuadra venga aquí enseguida —dije.
—Marino no llamará a nadie. —El tono de Bray tuvo el efecto de una caja metálica que se cierra con estruendo.
—¿Qué va a hacer? ¿Echarme? —siguió desafiándola Marino—. Bueno, adelante, hágalo. Y yo les diré por qué a todos los reporteros, de aquí hasta Islandia.
—Despedirlo sería demasiado bueno para usted —dijo Bray—. Es mejor que siga sufriendo por estar fuera de servicio y sin recibir sueldo. Dios, esto podría continuar durante mucho, mucho tiempo.
Y se fue con la cara encendida, como una reina vengativa que va a ordenar a su ejército que marche sobre nosotros.
—¡Oh, no! —le gritó Marino a voz en cuello—. Usted no entendió nada, preciosa. ¡Creo que olvidé decirle que renuncio!
Tomó su radiotransmisor y despertó a Ham para decirle que el escuadrón debía venir, mientras por mi mente desfilaban fórmulas que era imposible computar.
—Creo que le di una lección, ¿no, Doc? —preguntó Marino, pero yo no lo escuchaba.
La alarma había sonado a las siete y dieciséis y ahora eran apenas las nueve y media. La hora de la muerte era imprecisa y engañosa si no se tomaban en cuenta todas las variables, pero la temperatura corporal de Kim Luong, el livor mortis, el rigor mortis y el estado de su sangre derramada no coincidían con el hecho de que estuviera muerta desde hacía apenas dos horas.
—Tengo la sensación de que este cuarto se achica y me aprisiona, Doc.
—Esta mujer está muerta desde hace por lo menos cuatro o cinco horas —dije.
Marino secó su cara sudorosa con una manga y sus ojos seguían vidriosos. No podía quedarse quieto y nerviosamente le pegaba golpecitos al paquete de cigarrillos que tenía en el bolsillo del jean.
—¿Desde la una o las dos de la tarde? Bromeas. ¿Qué hizo él durante todo ese tiempo?
Miraba constantemente hacia la puerta, como si quisiera ver quién sería la siguiente persona en entrar.
—Creo que le estuvo haciendo muchas cosas —respondí.
—Supongo que acabo de cagarme el futuro —conjeturó Marino.
Desde el interior de la tienda se oyeron pasos y el ruido de una camilla. Las voces estaban amortiguadas.
—No creo que ella haya oído tu último comentario diplomático —contesté—. Me parece que lo mejor sería dejar las cosas como están.
—¿Piensas que el tipo se quedó aquí tanto tiempo porque no quería salir a pleno sol, con la ropa cubierta de sangre?
—No creo que ésa haya sido la única razón —dije mientras dos paramédicos con overoles inclinaban la camilla de costado para que pasara por la puerta.
—Aquí hay mucha sangre —les dije—. Den un rodeo por allí.
—Dios —exclamó uno de los hombres.
Tomé las sábanas descartables plegadas que había sobre la camilla y Marino me ayudó a desplegarlas sobre el piso.
—Ustedes dos levántenla unos centímetros para que nosotros podamos deslizarle esta sábana debajo —les pedí—. Así está bien.
Ella estaba tendida de espaldas. Sus ojos ensangrentados nos miraban desde sus órbitas destrozadas. El papel plastificado crujió cuando la cubrí con la otra sábana. La levantamos y la pusimos dentro de una bolsa color rojo oscuro.
—Afuera comienza a helar —comentó uno de los paramédicos.
La mirada de Marino se paseó por la tienda y, después, una vez transpuesta la puerta, por el estacionamiento donde las luces rojas y azules seguían destellando, pero la atención había disminuido notablemente. Los reporteros habían regresado a sus salas de redacción o canales de televisión, y sólo quedaban allí los técnicos de la escena del crimen y un agente uniformado.
—Muy bien, de acuerdo —farfulló Marino—. Yo estoy suspendido, pero ¿ves algún otro detective aquí para terminar con esto? Debería dejar que todo se fuera a la mierda.
Caminamos hacia mi auto y de pronto un viejo Volkswagen azul entró en el estacionamiento. El motor se detuvo en forma tan abrupta que el embrague saltó, la portezuela del conductor se abrió de golpe y una muchacha adolescente de tez pálida y pelo corto y oscuro casi cayó del auto, tan grande era su apuro. Corrió hacia la bolsa que contenía el cuerpo en el momento en que los paramédicos la ponían en la ambulancia. La muchacha corrió hacia ellos como si estuviera dispuesta a derribarlos.
—¡Eh! —le gritó Marino y corrió tras ella.
La muchacha llegó a la parte de atrás de la ambulancia justo cuando la puerta se cerraba. Marino la tomó de un brazo.
—¡Déjenme verla! —gritó ella—. ¡Oh, por favor, suélteme! ¡Quiero verla!
—Eso no es posible —indicó Marino.
Los paramédicos abrieron las puertas y subieron al vehículo.
—¡Déjenme verla!
—Tranquila.
—¡No! ¡No! ¡Por favor, Dios! —La aflicción y la tristeza brotaron de ella como una cascada.
Marino la sostuvo con fuerza de atrás. El motor diesel rugió y no pude oír qué otra cosa le dijo él a ella, pero lo cierto es que la soltó cuando la ambulancia se alejó. La muchacha cayó de rodillas. Se tomó la cabeza con las dos manos y miró hacia ese cielo nocturno nublado, mientras lloraba y pronunciaba a gritos el nombre de la mujer asesinada.
—¡KIM! ¡KIM! ¡KIM!
Marino decidió quedarse con Eggleston y Ham mientras ellos conectaban las manchas con cordeles en una escena en la que no era necesario hacerlo. Volví a casa. Los árboles y el césped estaban cubiertos de hielo y pensé que lo último que necesitaba ahora era un corte de luz, que fue precisamente lo que encontré.
Cuando doblé en mi vecindario, todas las casas se encontraban a oscuras, y Rita, la agente de seguridad, tenía el aspecto de asistir a una reunión espiritista en la garita de vigilancia.
—No me digas nada.
Las llamas de las velas fluctuaron detrás del vidrio cuando ella salió y se cerró bien la chaqueta del uniforme.
—No hay luz desde eso de las nueve y media —me explicó y sacudió la cabeza—. Lo único que sí hay siempre en esta ciudad es hielo.
En el barrio reinaba una oscuridad total, como si la guerra continuara, y el cielo estaba tan nublado que ni siquiera se veía un atisbo de la luna. Me costó mucho encontrar el sendero de entrada a casa y estuve a punto de caer al subir los escalones del frente porque estaban cubiertos de hielo. Me aferré de la barandilla y de alguna manera me las ingenié para encontrar la llave adecuada para abrir la puerta. La alarma contra ladrones seguía activada porque estaba alimentada por una batería en caso de apagones, pero eso no duraría más de doce horas y a veces los cortes de suministro eléctrico se prolongaban durante varios días.
Marqué mi código y volví a activar la alarma. Necesitaba ducharme. Ni pensaba salir al garaje para arrojar en el lavarropas la ropa que usé en el operativo, y la sola idea de correr desnuda por mi casa a oscuras me llenó de horror. El silencio era total, salvo por el sonido sordo de la cellisca.
Busqué cuanta vela tenía y las coloqué estratégicamente por toda la casa. Encontré las linternas. Armé un fuego en la chimenea, y el interior de mi casa eran bolsillos de oscuridad con sombra que eran derrotados por varios leños pequeños con leves dedos de fuego. Por lo menos funcionaba el teléfono, pero, desde luego, el contestador automático estaba muerto.
Me resultó imposible quedarme quieta. En mi dormitorio, finalmente me desvestí y me lavé con un paño. Me puse una bata y chinelas, mientras trataba de pensar qué podía hacer para ocupar mi tiempo, porque yo no era una persona capaz de mantener un espacio vacío en mi mente. Fantaseé que había en el contestador un mensaje de Lucy al que yo ahora no tenía acceso. Escribí cartas que terminé haciendo un bollo y arrojando al fuego. Observé cómo el papel se amarronaba en los bordes, se encendía y se ennegrecía. Siguió la cellisca y empezó a hacer cada vez más frío adentro.
Lentamente la temperatura de la casa descendió. Traté de dormir pero no pude caldearme el cuerpo. Mi mente se negaba a dejar de funcionar. Mis pensamientos saltaban de Lucy a Benton a la espantosa escena donde acababa de estar. Vi una persona cuyo cuerpo, que sangraba profusamente, era arrastrado por el piso, y pequeños ojos de búho que buscaban con la mirada carne podrida. No hice más que cambiar de posición y Lucy no me llamó.
El miedo empezó a hacer presa de mí cuando por la ventana miré hacia el jardín oscuro de atrás de la casa. Mi aliento empañó el vidrio y el clic-clic de la cellisca se trocó en el ruido de agujas de tejer cuando me adormilé; era mi madre tejiendo en Miami cuando mi padre agonizaba, tejiendo interminables bufandas para los pobres en algún lugar frío. Ni un solo auto pasó frente a casa. Llamé a Rita a la garita de vigilancia, pero ella no contestó.
La vista se me enturbió cuando traté de volver a dormir un poco a las tres de la mañana. Las ramas de los árboles crujían como disparos de armas de fuego, y a lo lejos se oía un tren junto al río. Su silbato parecía marcar el tono para una percusión de chillidos, sonidos metálicos y ruidos sordos que me hicieron sentir aun más inquieta. Me quedé tendida en la oscuridad, envuelta en un acolchado, y cuando el día asomó por el horizonte, la electricidad volvió. Marino me llamó unos minutos después.
—¿A qué hora quieres que te pase a buscar? —preguntó, con la voz ronca por el sueño.
—¿Buscarme para qué? —Con la vista turbia fui a la cocina para prepararme café.
—Para el trabajo.
Yo no tenía idea de a qué se refería.
—¿Miraste por la ventana, Doc? —preguntó Marino—. De ninguna manera irás a alguna parte con ese automóvil nazi que tienes.
—Ya te pedí que no dijeras eso. No tiene nada de gracioso.
Me acerqué a la ventana y abrí las persianas. El mundo parecía de caramelo y el hielo cubría cada arbusto y cada árbol. El césped era una alfombra gruesa y dura. Los carámbanos eran los dientes largos de los aleros y supe que, por un tiempo, mi auto no iría a ninguna parte.
—Ah —exclamé—. Sí, supongo que necesito que me lleves.
La inmensa camioneta de Marino, con sus cadenas, removió los caminos de Richmond durante casi una hora antes de que llegáramos a mi oficina. Allí, no había ningún otro auto en el estacionamiento. Con cuidado caminamos hacia el edificio y en varias ocasiones estuvimos a punto de resbalar porque el suelo estaba cubierto de hielo y éramos los primeros en desafiarlo. Colgué el saco en la silla de mi oficina y los dos nos dirigimos a los vestuarios para cambiarnos de ropa.
El escuadrón de rescate había utilizado una mesa de autopsias portátil para que no tuviéramos que levantar el cuerpo de una camilla. Descorrimos el cierre de la bolsa en medio del vasto silencio de ese teatro de la muerte vacío y abrimos las sábanas ensangrentadas. Bajo el escrutinio de la luz cenital difusa, las heridas de la mujer parecían aun más terribles. Acerqué una lupa con luz fluorescente, posicioné su brazo y espié por la lente.
Agrandada, la piel era un desierto de sangre seca y resquebrajada y cañones de cuchilladas y heridas abiertas. Recogí pelos, decenas de ellos, esos pelos de color rubio claro y tan delgados como los de un bebé. La mayoría medía entre dieciocho y veinte centímetros de largo. Estaban adheridos a su vientre, sus hombros y sus pechos. No encontré ninguno en su cara, y los puse dentro de un sobre de papel para mantenerlos secos.
Las horas eran ladrones que se deslizaban con rapidez robándose la mañana, y por mucho que traté de encontrar una explicación para el hecho de que tanto el suéter tejido como el corpiño hubieran sido desgarrados hasta romper la tela, no encontré ninguna salvo la verdad. El asesino lo había hecho con las manos desnudas.
—Nunca vi algo así —declaré—. Para esto hace falta una fuerza increíble.
—Tal vez el tipo había consumido cocaína o polvo de ángel o algo por el estilo —conjeturó Marino—. Eso explicaría también lo que le hizo a la muchacha. Y también lo de la munición Gold Dot. Me refiero a que quizá trafique con drogas por la calle.
—Creo que ésa es la munición de la que Lucy habló —me pareció recordar—. Si estaba completamente drogado —señalé mientras metía fibras en otro sobre—, entonces me parece bastante poco probable que su pensamiento haya estado tan organizado. El tipo puso en la puerta el cartel de «Cerrado», le echó llave, no salió por la puerta de atrás hasta estar preparado. Y, quizá, después incluso de lavarse.
—No hay pruebas de que lo haya hecho —comentó Marino—. No había nada en el desagüe, la pileta o el inodoro. Ninguna toalla de papel ensangrentada. Nada. Ni siquiera en la puerta que abrió al salir del cuarto de depósito, de modo que lo que pienso es que usó algo, tal vez parte de su ropa, una toalla de papel, quién puede saberlo, para abrir la puerta y no dejar sangre ni huellas en el pomo.