Codigo negro (Identidad desconocida) (43 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

Furiosa, solté una bocanada de humo y me puse de pie. Tomé el maletín.

—¿Qué clase de juego es éste? —le pregunté.

Él metió la mano en otro bolsillo y sacó un teléfono celular.

—Pensé que podía necesitar transporte —contestó—. Y no es ningún juego. Vamos.

Oprimió una serie de números en el teléfono y le dijo algo en francés a quienquiera estuviera en el otro extremo de la línea.

—Y, ahora, ¿qué? ¿El Agente de CIPOL vendrá a buscarnos? —dije con rabia.

—Acabo de llamar a un taxi. Tengo entendido que el Agente de CIPOL se jubiló hace unos años.

Caminamos hacia una de las calles laterales más tranquilas y, minutos más tarde, un taxi se detuvo junto a nosotros. Subimos al vehículo y Talley se puso a mirar el maletín que yo tenía sobre las rodillas.

—Sí —fue mi respuesta a su pregunta no dicha.

Cuando llegamos a mi hotel, lo llevé a mi habitación, porque no había ningún otro lugar donde pudiéramos hablar sin correr el riesgo de que nos oyeran. Llamé a la puerta de Marino, pero nadie respondió.

—Tengo que regresar a Virginia.

—Eso es fácil de arreglar —dijo—. Cuando quiera.

Colgó el cartel de «No molestar» en la puerta y colocó la cadena contra ladrones.

—A primera hora de mañana.

Nos instalamos en los sillones que había junto a la ventana, con una mesa entre los dos.

—Doy por sentado que Madame Stvan se abrió con usted —comenzó—. Si quiere saberlo, ésa fue la tarea más difícil. A esta altura la pobre mujer está tan paranoica, y tiene sus motivos, que pensamos que no querría contarle la verdad a nadie. Me alegra que mi corazonada fuera acertada.

—¿Su corazonada? —pregunté.

—Así es. —Sus ojos me sostuvieron la mirada—. Sabía que si alguien podía llegar hasta ella, ese alguien era usted. Su reputación la precede y ella no puede menos que respetarla muchísimo. Pero también ayudó el hecho de que yo supiera algo de usted. —Calló un momento—. Por Lucy.

—¿Usted conoce a mi sobrina? —No le creí.

—Estuvimos en diferentes programas de entrenamientos al mismo tiempo en Glynco —respondió, refiriéndose a la academia nacional en Glynco, Georgia, donde el ATF, la Aduana, el Servicio Secreto, la Patrulla de Fronteras y otros sesenta organismos que tienen que ver con las fuerzas del orden hacían su entrenamiento básico—. En cierta forma yo solía tenerle lástima. Su presencia siempre generaba muchos comentarios acerca de usted, como si ella no tuviera talentos propios.

—Yo apenas puedo hacer una décima parte de lo que es capaz de hacer Lucy —dije.

—La mayoría de la gente no puede igualarla.

—¿Qué tiene todo esto que ver con mi sobrina? —quise saber.

—Creo que ella siente que debe ser ícaro y volar demasiado cerca del sol para ser más que usted. Espero que no lleve ese mito a los extremos y se precipite a tierra.

Ese comentario me llenó de temor. Yo no tenía idea de lo que Lucy estaba haciendo ahora. Talley tenía razón en lo que acababa de decir. Mi sobrina siempre tenía que hacer algo más importante, hacerlo mejor, más rápido y en forma más arriesgada que yo, como si el hecho de competir contra mí le permitiera ganarse un afecto que no creía merecer.

—En los casos de París, el pelo del asesino transferido a las víctimas decididamente no pertenece al hombre no identificado que tengo en la cámara refrigeradora de mi morgue —dije, y le expliqué el resto.

—Pero ese pelo raro, ¿no lo tenía en la ropa? —Talley trataba de entender.

—En el interior de la ropa. Hipotéticamente, piénselo de esta manera. Digamos que la ropa había sido usada por el asesino y que su cuerpo estaba cubierto de ese pelo denso, largo y fino como el de un bebé. De modo que lo transfiere al interior de su ropa, que él se quita y hace que su víctima se ponga antes de ahogarlo.

—Y la víctima es el tipo del contenedor. Thomas. —Talley hizo una pausa—. ¿Ese pelo cubre por completo el cuerpo del hombre lobo? Entonces es evidente que no se lo afeita.

—No sería fácil afeitarse la totalidad del cuerpo de manera regular. Lo más probable es que sólo se afeite las partes que otras personas podrían ver.

—Y no existe ningún tratamiento eficaz. Ninguna droga ni nada parecido.

—En este momento se utiliza el láser con bastante éxito. Pero es posible que él no lo sepa. O lo más probable es que su familia no le permita mostrarse en un clínica, sobre todo después de que comenzara a matar.

—¿Por qué cree que intercambió la ropa con el hombre que ustedes encontraron en el contenedor? Con Thomas.

—Si alguien piensa escapar en un barco —expliqué—, no querría estar con ropa de marca, suponiendo que su teoría sobre el traspaso de ropa usada sea cierto. También podría ser por inquina, por desprecio. Por tener la última palabra. Podría seguir especulando todo el día, pero nunca hay una fórmula, sólo el daño que queda atrás.

—¿Puedo conseguirle algo? —preguntó.

—Una respuesta —contesté—. ¿Por qué no me dijo que la doctora Stvan fue la única víctima que sobrevivió? Usted y el secretario general estuvieron allí sentados contándome esta historia, cuando todo el tiempo sabían que se referían precisamente a ella.

Talley no dijo nada.

—Tuvieron miedo de que me asustara, ¿no? —conjeturé—. El hombre lobo la ve y trata de matarla, así que cabe la posibilidad de que me vea y trate de matarme a mí también.

—Varias de las personas involucradas dudaban mucho de que usted consintiera en ir a verla si estaba enterada de esa historia.

—Bueno, entonces esas personas no me conocen bien. De hecho, habría sido más probable que fuera si hubiera sabido algo así. Al demonio con eso de lo mucho que cree conocerme y de que es capaz de predecir esto y aquello después de haber estado una o dos veces con Lucy.

—Kay, fue por la insistencia de la doctora Stvan. Ella quería contárselo personalmente por muy buenas razones. Jamás le divulgó a nadie todos los detalles, ni siquiera al detective que es amigo suyo. Él sólo pudo proporcionarnos un bosquejo bastante vago de lo sucedido.

—¿Por qué?

—Una vez más, por las personas que protegen al asesino. La doctora Stvan temía que, si de alguna manera lo averiguaban y pensaban que ella había visto bien al asesino, le harían algo. A ella o a su marido o a sus dos hijos. Estaba convencida de que usted no la traicionaría por contárselo a alguien que pudiera ponerla en una posición vulnerable. Pero, en términos de cuánto le contaba a usted, dijo que quería tomar esa decisión cuando estuviera con usted.

—Por si, después de todo, no confiaba en mí.

—Yo sabía que lo haría.

—Ajá. Entonces, misión cumplida.

—¿Por qué está tan enojada conmigo? —preguntó.

—Porque es muy presumido.

—No es mi intención serlo —dijo—. Sólo quiero que detengamos a este hombre lobo antes de que mate y mutile a alguien más. Quiero saber qué lo motiva.

—El miedo y la evitación —aseguré—. El sufrimiento y la furia por haber sido castigado por algo que no era culpa suya. Tuvo que soportar esa angustia solo. Imagine lo que habrá sido tener suficiente inteligencia para entender todo eso.

—Sin duda, a la que más debe de odiar es a su madre —dijo Talley—. Hasta es posible que la haya culpado.

La luz del sol le lustró el pelo como ébano y tiñó sus ojos de dorado. Yo percibí sus sentimientos antes de que él pudiera volver a ocultarlos. Me puse de pie y miré por la ventana porque no quería mirarlo a él.

—Él debe de odiar a todas las mujeres que ve —dijo Talley—. Mujeres que él nunca podrá poseer. Mujeres que gritarían horrorizadas si lo vieran, si le vieran el cuerpo.

—Más que nada, debe odiarse a sí mismo —dije.

—Sé que, en su caso, yo lo haría.

—Usted pagó este viaje, ¿no es así, Jay?

Él se puso de pie y se recostó contra el marco de la ventana.

—No lo hizo ninguna corporación grande que trata de terminar con el cartel Ciento Sesenta y Cinco —proseguí.

Lo miré.

—Usted nos reunió a la doctora Stvan y a mí. Usted nos facilitó todo. Usted lo armó todo y lo pagó todo. —A medida que lo decía me convencía más y mi incredulidad aumentaba—. Pudo hacerlo porque es muy rico. Porque su familia es muy rica. Por eso entró a integrar las fuerzas del orden, ¿verdad? Para alejarse de esa riqueza. Y, de todos modos, actúa como una persona rica y su aspecto es el de una persona rica.

Por un instante, pareció pescado in fraganti.

—A usted no le gusta no ser el que hace las preguntas, ¿verdad? —dije.

—Es verdad que no quería ser como mi padre. Ir a Princeton, casarme con la mujer apropiada de una familia apropiada, tener hijos apropiados, hacer todo lo que fuera apropiado.

Ahora estábamos lado a lado y mirábamos hacia la calle como si algo interesante sucediera en el mundo, del otro lado de nuestra ventana.

—No creo que se haya resistido a su padre —conjeturé—. Creo que se engaña al tratar de hacer lo opuesto. Y, por cierto, al creer que conseguir una insignia, portar un arma y perforarse la oreja es lo opuesto de ir a Harvard y ser millonario.

—¿Por qué me dice todo esto?

Giró para mirarme, y estábamos tan cerca el uno del otro que pude oler su perfume y sentir su aliento.

—Porque no quiero despertar mañana y darme cuenta de que soy parte de una novela que usted ha creado en su mente. No quiero pensar que acabo de violar la ley y todos los juramentos que hice porque usted es un muchacho rico y malcriado que cree que oponerse a sus orígenes es alentar a alguien como yo a hacer algo tan «contestatario» que podría arruinarme la carrera. Lo que queda de mi carrera. Y quizás hacer que termine metida en una maldita prisión francesa.

—Yo iría a visitarla.

—Esto no tiene nada de gracioso.

—No soy un muchacho malcriado, Kay.

Pensé en el cartel de «No molestar» y en la cadenilla puesta en la puerta. Le toqué el cuello y dibujé con el dedo el ángulo de su mandíbula fuerte, demorándome en la comisura de su boca. Hacía más de un año que no sentía la barba de un hombre contra mi piel. Levanté las dos manos y le metí los dedos en su pelo grueso. Estaba caldeado por el sol, y sus ojos estaban en los míos, esperando a ver qué haría yo con él.

Lo atraje hacia mí. Lo besé y lo toqué agresivamente: deslicé mis manos hacia arriba y hacia abajo por su cuerpo firme y perfecto mientras él luchaba con mi ropa.

—Dios, qué hermosa eres —me dijo en la boca—. ¡Me has estado volviendo loco…! —Me arrancó un botón y dobló ganchos—. Tú sentada allí frente al maldito secretario general, mientras yo trataba de no mirar fijo tus pechos.

Los tomó en sus manos. Yo deseaba un amor crudo y sin límites. Quería sentir que mi violencia le hacía el amor a su violencia, porque no quería recordar a Benton, que sabía cómo suavizarme y bruñirme lentamente como una piedra y hacerme navegar por aguas eróticas.

Llevé a Talley al dormitorio, y no fue pareja para mí porque yo tenía experiencia y habilidades que él desconocía por completo. Yo lo controlaba. Yo lo dominaba. Me serví de él hasta que quedamos exhaustos y resbalosos con el sudor. Benton no estaba en esa habitación. Pero si de alguna manera hubiera visto lo que yo acababa de hacer, habría entendido.

La tarde fue transcurriendo y bebimos vino y vimos cómo cambiaban las sombras en el cielo raso cuando el sol se cansó del día. Cuando sonó la campanilla del teléfono, no respondí. Cuando Marino se puso a golpear la puerta y a gritarme, simulé que no estaba en el cuarto. Cuando el teléfono volvió a sonar, sacudí la cabeza.

—Marino, Marino —dije.

—Tu guardaespaldas.

—No estuvo muy eficiente esta vez —admití mientras Talley me besaba con fervor—. Supongo que tendré que despedirlo.

—Ojalá lo hicieras.

—Dime que no he cometido otro delito grave este día.

—Bueno, de eso no estoy muy seguro.

Marino pareció darse por vencido con respecto a mí y, cuando oscureció, Talley y yo nos duchamos juntos. Él me lavó la cabeza e hizo una broma sobre la diferencia de edad entre los dos. Yo dije que deberíamos salir a cenar.

—¿Qué te parece el Café Runtz? —preguntó.

—¿Qué me puedes decir acerca de ese lugar?

—Es lo que los franceses llamarían
chaleureux, ancien et familia!,
acogedor, antiguo y familiar. El Opéra-Comique está justo al lado, así que las paredes están cubiertas de fotografías de cantantes de ópera.

Pensé en Marino. Necesitaba hacerle saber que no estaba perdida en algún lugar de París.

—Es un lindo trayecto para hacerlo a pie —decía Talley—. Nos llevaría sólo quince minutos. Veinte como máximo.

—Primero necesito encontrar a Marino. Seguro que está en el bar.

—¿Quieres que lo busque y te lo mande arriba?

—Estoy segura de que te lo agradecería muchísimo —dije, en son de broma.

Marino me encontró a mí antes de que Talley lo localizara a él. Estaba todavía secándome el pelo cuando se apareció en la puerta de mi habitación, y la expresión de su cara me dijo que sabía por qué no había podido ponerse en contacto conmigo.

—¿Dónde demonios estuviste metida? —preguntó al entrar.

—En el Institut Médico-Legal.

—¿Todo el día?

—No, no todo el día —respondí.

Miró la cama. Talley y yo habíamos vuelto a tenderla, pero no tenía el mismo aspecto con que las mucamas la habían dejado por la mañana.

—Voy a salir a… —empecé a decir.

—Con él —me interrumpió Marino y levantó la voz—. Yo sabía que esto pasaría. No puedo creer que hayas caído en eso. Por Dios. Creí que estabas por encima de…

—Marino, esto no es asunto tuyo —dije con tono cansado.

Él bloqueó la puerta, con las manos en las caderas como una institutriz severa. Su aspecto era tan ridículo que tuve que echarme a reír.

—¿Qué te pasa? —exclamó—. ¡De pronto no haces más que mirar el informe de la autopsia de Benton y al minuto siguiente andas con un play-boy, un mocoso engreído e insufrible! ¡Ni siquiera esperaste veinticuatro horas, Doc! ¿Cómo pudiste hacerle eso a Benton?

—Marino, por el amor de Dios, no levantes tanto la voz. Ya ha habido suficientes gritos en esta habitación.

—¿Cómo pudiste? —Me miró con asco, como si yo fuera una prostituta—. Recibiste esa carta y nos invitaste a Lucy y a mí a tu casa, y después, anoche, te encontré aquí llorando. ¿Y qué? ¿Nada de eso sucedió? ¿Empiezas de nuevo como si nada hubiera ocurrido? ¿Y nada menos que con un punk mujeriego?

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