Codigo negro (Identidad desconocida) (44 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

—Por favor, sal de aquí. —Ya había tenido suficiente.

—Nada de eso. —Se puso a caminar y a sacudir un dedo hacia mí—. No, no pienso irme a ninguna parte. Si quieres acostarte con ese chico lindo, puedes hacerlo delante de mí. ¿Adivinas por qué? Porque no permitiré que suceda. Alguien tiene que hacer las cosas bien aquí, y parece que seré yo.

Y siguió paseándose por el cuarto, más lívido con cada palabra que pronunciaba.

—No se trata de que permitas o no que pase algo. —Mi furia crecía—. ¿Quién demonios te crees que eres, Marino? No te metas en mi vida.

—Bueno, pobre Benton. Una suerte que esté muerto, ¿no? Esto demuestra lo mucho que lo amabas.

Dejó de pasearse y me apuntó con un dedo.

—¡Te creía diferente! ¿Qué hacías cuando Benton no miraba? ¡Eso es lo que quiero saber! ¡Y pensar que todo este tiempo te tuve lástima!

—¡Sal de mi cuarto ya! —Mi autocontrol cedió—. ¡Maldito hijo de puta celoso! ¿Cómo te atreves a hablar siquiera de mi relación con Benton? ¿Qué es lo que sabes? Nada, Marino. Él está muerto, Marino. Está muerto desde hace más de un año, Marino. ¡Y yo no estoy muerta y tampoco tú lo estás!

—Bueno, en este momento desearía que lo estuvieras.

—Hablas como Lucy cuando tenía diez años.

Salió enojadísimo y dio un portazo tan fuerte que los cuadros se movieron en la pared y la araña se sacudió. Tomé el teléfono y llamé al mostrador del frente.

—¿En el lobby hay un hombre llamado Jay Talley? —pregunté—. ¿Alto, morocho, joven, que viste jeans y campera de cuero beige?

—Sí, lo veo, señora.

Segundos después, Talley estaba al teléfono.

—Marino acaba de irse de aquí hecho una furia —dije—. No dejes que te vea, Jay. Está completamente loco.

—De hecho, en este momento sale del ascensor. Y, tienes razón. Parece un poco loco. Tengo que cortar.

Salí corriendo del cuarto. Atravesé el pasillo lo más rápido que pude y bajé por los escalones alfombrados sin prestar atención a las miradas de extrañeza de personas civilizadas y bien vestidas que caminaban con ritmo pausado y no se metían en peleas a puñetazos en el Grand Hotel de París. Reduje la marcha cuando llegué al lobby; estaba sin aliento y me quemaban los pulmones y, horrorizada, vi que Marino atacaba a Talley a puñetazos mientras dos botones y un valet trataban de intervenir. Un hombre del mostrador discaba frenéticamente un teléfono, probablemente para llamar a la policía.

—¡Marino, no! —grité con autoridad mientras corría hacia él—. ¡Marino, no! —Lo aferré de un brazo.

Tenía los ojos vidriosos, sudaba profusamente y, gracias a Dios, no tenía un arma, porque quizá la habría usado en ese momento. Seguí sosteniéndolo por el brazo mientras Talley hablaba en francés, gesticulaba y les aseguraba a todos que no había problema, que no llamaran a la policía. Llevé a Marino de la mano por el lobby como una madre a punto de disciplinar a un muchachito muy malo. Cuando lo escolté pasamos frente a valets y autos caros y salimos a la vereda, donde me detuve.

—¿Tienes idea de lo que estás haciendo? —le pregunté.

Él se secó la cara con el dorso de la mano. Respiraba tan fuerte que resollaba. Pensé que iba a tener un ataque cardíaco.

—Marino —lo llamé y le sacudí el brazo—. Escúchame. Lo que acabas de hacer es desmedido. Talley no te hizo nada. Yo no te hice nada.

—A lo mejor lo hice para defender a Benton, porque él no está aquí para hacerlo —dijo Marino con una voz chata y cansada.

—No. Le estabas tirando trompadas a Carrie Grethen, a Joyce. Es a ellas a quienes deseas moler a golpes, mutilar, matar.

Hizo varias inspiraciones profundas con aspecto de derrota.

—¿Crees que no sé lo que estás haciendo? —continué con una voz intensa y, al mismo tiempo, serena.

Las personas eran sombras que pasaban rápido frente a nosotros por la vereda. Las luces brotaban de brasseries y cafés que tenían una noche agitada, pues sus mesas en la vereda estaban todas ocupadas.

—Tienes que desquitarte con alguien —proseguí—. Es así como funciona. ¿Y a quién tienes para hacerlo? Carrie y Joyce están muertas.

—Tú y Lucy al menos mataron a esas hijas de puta. Les dispararon y las hicieron pulverizarse en el aire. —Marino comenzó a sollozar.

—Vamos —dije.

Lo tomé del brazo y echamos a andar.

—Yo no tuve nada que ver con su muerte —dije—. Aunque te confieso que no me habría temblado el pulso. Pero fue Lucy quien apretó el gatillo. Y, ¿sabes qué? Eso no la hace sentirse mejor. Todavía se abre camino por la vida con odio y furia, a golpes y a tiros. También a ella le llegará su día de «hacerse cargo». Éste es el tuyo. Suéltalo, déjalo ir.

—¿Por qué tuviste que acostarte con él? —preguntó con voz pequeña y apenada mientras se secaba los ojos con la manga—. ¿Cómo es posible, Doc? ¿Por qué él?

—Para ti, no existe nadie lo suficientemente bueno para mí, ¿es eso? —pregunté.

Él tuvo que pensarlo.

—Y tampoco hay nadie suficientemente bueno para ti. Ninguna persona tan buena como Doris. Cuando ella se divorció de ti, fue difícil, ¿no? Y en ningún momento pensé que las mujeres con quien has estado desde entonces se acercan siquiera a lo que era ella. Pero debemos intentarlo, Marino. Tenemos que vivir.

—Sí, y todas me dejaron. Me dejaron esas mujeres que no eran suficientemente buenas para mí.

—Te dejaron porque no eran más que mujerzuelas tontas de un salón de bowling.

Él sonrió en la oscuridad.

37

Las calles de París despertaban y cobraban vida cuando Talley y yo caminamos hacia el Café Runtz. El aire estaba fresco y me hizo bien sentirlo en la cara, pero de nuevo estaba ansiosa y llena de dudas. Deseé no haber viajado a Francia. Cuando cruzamos la Place de l'Opéra y él me tomó la mano, deseé no haber conocido nunca a Jay Talley.

Sus dedos eran cálidos, fuertes y delgados, y jamás imaginé que una forma tan tierna de afecto podría sobresaltarme y causarme aversión, cuando lo que habíamos hecho en mi habitación algunas horas antes no me producía lo mismo. Me sentí avergonzada de mí misma.

—Quiero que sepas que esto es importante para mí —dijo—. No soy hombre de aventuras ni de relaciones de una sola noche. Necesitaba que lo supieras.

—No te enamores de mí, Jay —le pedí y lo miré.

Su silencio lo dijo todo con respecto a lo que esas palabras le hicieron sentir.

—Jay, con eso no quiero decir que no me importas.

—Ese café te gustará mucho —cambió de tema—. Es un secreto. Ya verás. Allí nadie habla otro idioma, sólo francés. Si tú no lo hablas, tienes que señalar algo en el menú con el dedo o sacar tu pequeño diccionario, algo que le resulta muy divertido a la dueña. Odette es una mujer seria y práctica, pero muy agradable.

Yo casi no oía ninguna de esas palabras.

—Ella y yo tenemos un convenio. Si ella se muestra agradable, yo frecuento su establecimiento. Si yo me muestro agradable, ella me permite frecuentar su establecimiento.

—Quiero que me escuches —dije, lo tomé del brazo y me recosté contra él—. Lo último que quiero es lastimar a nadie. No quise lastimarte a ti, y ya lo hice.

—¿Cómo podría sentirme herido? Lo de esta tarde fue increible.

—Sí, lo fue —concedí—. Pero…

Él se detuvo en la vereda y me miró a los ojos, mientras la gente fluía alrededor de nosotros y la luz despareja procedente de las tiendas empujaba hacia atrás la noche. Yo me sentí en carne viva allí donde él me había tocado.

—No te pedí que me amaras —dijo.

—Eso no es algo que deba pedirse.

Comenzamos a caminar de nuevo.

—Sé bien que no es algo que ofreces libremente, Kay —dijo él—. El amor es tu hombre lobo. El monstruo que temes. Y entiendo por qué. Durante toda tu vida te ha perseguido y lastimado.

—No trates de psicoanalizarme. No trates de cambiarme, Jay.

La gente tropezaba con nosotros al caminar por la vereda.

Varios adolescentes con el cuerpo perforado por aros y adornos y pelo teñido también tropezaron con nosotros y se echaron a reír. Un pequeño gentío miraba y señalaba un biplano amarillo, casi de tamaño natural, sujeto a un costado del edificio Grand Marnier que anunciaba un programa auspiciado por relojes Breitling. Había olor a castañas asadas y quemadas.

—Yo no he tocado a nadie desde que Benton murió —confesé—. Ése es el lugar que ocupas en mi cadena alimentaria, Jay.

—No fue mi intención ser cruel…

—Mañana por la mañana tomaré un vuelo a casa.

—Desearía que no lo hicieras.

—Tengo una misión, ¿recuerdas?

La furia decidió salir de su escondite, y cuando Talley trató de tomarme de nuevo la mano, enseguida aparté los dedos de él.

—¿O debería decir más bien que por la mañana entraré furtivamente en casa? —dije—. Con un maletín lleno de pruebas ilegales que, de paso, representan también peligro biológico. Obedeceré órdenes, como buen soldado que soy, y con las muestras trataré de obtener el ADN. Lo compararé con el ADN del cadáver no identificado. Con el tiempo, quizá determinaré que él y el asesino son hermanos. Mientras tanto, es posible que la policía tenga suerte y encuentre un hombre lobo merodeando por las calles que les dirá a ustedes todo lo referente al cartel Chandonne. Y tal vez sólo sean asesinadas salvajemente otras dos o tres mujeres antes de que todo esto suceda.

—Por favor, no hables con tanta amargura —me pidió Jay.

—¿Amargura? ¿No debería sentirla?

Doblamos en el Boulevard des Italiens hacia la rue Favard.

—¿No tendría que estar enojada cuando me enviaron aquí para solucionar problemas… cuando he sido un peón en un plan del que yo no sabía nada?

—Lamento que lo consideres así —se disculpó.

—Nos hacemos mal mutuamente —dije.

El Café Runtz era pequeño y silencioso, con manteles a cuadros verdes y blancos y cristalería verde. La luz brillaba en las lámparas rojas y la araña también era roja. Cuando entramos, Odette preparaba bebidas en el bar. Su manera de saludar a Talley era levantar las manos en actitud de supuesta desesperación y castigarlo.

—Ella me acusa de no haber venido en dos meses y, después, de no llamarla antes de venir —me tradujo Jay.

En penitencia, él se inclinó sobre la barra y la besó en las dos mejillas. A pesar de lo repleto de gente que estaba el café, ella logró ubicarnos en la mesa de un rincón privilegiado porque Talley tenía ese efecto en la gente. Estaba acostumbrado a obtener siempre lo que deseaba. Eligió un vino borgoña Santenay porque recordaba que yo le había comentado que me gustaban mucho los borgoñas, aunque yo no pude recordar cuándo fue eso o si realmente se lo había dicho. A esa altura yo ya no sabía qué era lo que él ya sabía y qué lo que se había enterado directamente por mí.

—Veamos —dijo y se puso a revisar el menú—. Te recomiendo las especialidades alsacianas. Pero, ¿para comenzar? La
salade de gruyere,
trozos de gruyere tan finos que casi parecen fideos, sobre lechuga y tomate. Resulta una ensalada muy contundente.

—Entonces a lo mejor comeré nada más que eso —acepté, sin apetito.

Talley puso la mano en el bolsillo interior del saco y extrajo un cigarro pequeño y un alicate para cortarle la punta.

—Me ayuda a fumar menos cigarrillos —explicó—. ¿Quieres uno?

—En Francia, todos fuman demasiado. Es hora de que una vez más deje de fumar —dije.

—Son muy buenos. —Le cortó la punta—. Mojados en azúcar. Éste tiene sabor a vainilla, pero también tengo de canela y de menta. —Encendió un fósforo—. Pero los que más me gusta son los de vainilla. —Dio varias pitadas—. Realmente deberías probarlo.

Me lo ofreció.

—No, gracias —dije.

—Se los encargo a un comerciante mayorista de Miami —continuó, movió el cigarro con elegancia y echó la cabeza hacia atrás para soplar el humo—. Son Cojimars. Que no deben confundirse con los Cohibas, que son maravillosos pero ilegales si son cubanos, en contraposición a los fabricados en la República Dominicana. Bueno, ilegales en los Estados Unidos. Lo sé porque pertenezco al ATE. Sí, señora, conozco bien mis leyes sobre alcohol, tabaco y armas de fuego.

Él ya había terminado su primera copa de vino.

—Y en la escuela de la vida aprendí las tres materias básicas: Huir, Huir y Huir. ¿Las conocías?

Volvió a llenar su copa y sirvió un poco más de vino en la mía.

—Si volviera a los Estados Unidos, ¿me verías de nuevo? ¿Qué pasaría, digamos, si me transfirieran…, por ejemplo, a Washington?

—No quise hacerte esto —dije.

En sus ojos asomaron lágrimas y enseguida apartó la vista.

—De veras, no quise hacerlo. Es mi culpa —repetí en voz baja.

—¿Culpa? —dijo él—. ¿Culpa? No me di cuenta de que en esto tuviera nada que ver la culpa, como cuando se comete un error.

Se inclinó sobre la mesa y sonrió, como si fuera un detective que acababa de hacerme caer con una pregunta capciosa.

—La culpa. Mmmm —dijo, y soltó una bocanada de humo.

—Jay eres tan joven —expliqué—. Algún día entenderás…

—No puedo evitar tener la edad que tengo —me interrumpió con una voz que atrajo miradas de otros comensales.

—Y vives en Francia, por el amor de Dios.

—Bueno, hay peores lugares para vivir.

—Puedes jugar con las palabras todo lo que quieras, Jay —dije—. Pero la realidad siempre se impone.

—Lo lamentas, ¿no? —dijo y se echó hacia atrás en el asiento—. Sé tanto sobre ti y no se me ocurre nada mejor que hacer una estupidez así.

—No dije que fuera una estupidez.

—Es porque no estás lista.

Comenzaba a sentirme disgustada.

—Tú no puedes saber si estoy o no lista —le dije en el momento en que el camarero se acercaba a tomarnos el pedido y después, discretamente, se alejaba—. Pasas demasiado tiempo en mi mente y, quizá, no el suficiente en la tuya.

—De acuerdo. No te preocupes. No volveré a tratar de anticipar lo que sientes o piensas.

—Ah. Petulancia —contesté—. Por fin actúas como alguien de tu edad.

Le brillaron los ojos. Bebí un sorbo de vino. Él ya había vaciado otra copa.

—También yo merezco respeto —afirmó—. No soy una criatura. ¿Qué fue lo de esta tarde, Kay? ¿Trabajo social? ¿Caridad? ¿Educación sexual? ¿Actitud maternal?

—Me parece que no deberíamos hablar de esto aquí —sugerí.

—O quizá simplemente me usaste —continuó Jay.

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