Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online
Authors: Patricia Cornwell
Tags: #Policíaco, Thriller
La observamos alejarse.
—Maldita hija de puta —dijo Marino.
—Vayámonos de aquí —indiqué yo.
—Sí, lo último que quiero es comer cerca de una envenenada como ésa. Ni siquiera tengo hambre.
—Te aseguro que eso no durará.
Subimos a su camioneta y yo me hundí en una depresión que me aplastó. Quería encontrar alguna victoria, algún rayo de optimismo en lo que acababa de suceder, pero no podía. Me sentí derrotada. Peor aún: me sentí tonta.
—¿Quieres un cigarrillo? —preguntó Marino en esa cabina oscura mientras accionaba el encendedor.
—¿Por qué no? —murmuré—. Muy pronto volveré a dejar de fumar.
Me pasó uno y encendió el suyo. Me dio el encendedor. Me miraba todo el tiempo porque sabía cómo me sentía.
—Igual pienso que lo que hicimos estuvo bien —me animó—. Apuesto a que Bray está en ese restaurante bajándose un whisky tras otro porque la hicimos caer en la trampa.
—Nada de eso —dije yo y entrecerré los ojos frente a los faros de los autos que venían por el carril contrario—. Con ella, me temo que la única bala de plata es la prevención. Tenemos que protegernos contra daños ulteriores no sólo anticipándonos sino también haciendo un seguimiento de todas nuestras acciones.
Abrí la ventanilla algunos centímetros y el aire helado me rozó el pelo. Soplé humo hacia afuera.
—Chuck no se presentó —comenté.
—Sí que vino. No lo viste porque él nos vio primero a nosotros y escapó a toda velocidad.
—¿Estás seguro?
—Vi que su coche de porquería entraba en el camino que conduce al centro comercial y a mitad de camino de la playa de estacionamiento hacia un giro en U y se mandaba a mudar. Y eso sucedió justo cuando Bray decía algo en su teléfono celular después de vernos junto a su auto.
—Chuck es la vía directa que me conduce a ella —dije—. Es como si Bray tuviera una llave de mi oficina.
—Demonios, quizá la tiene —conjeturó él—. Pero, Doc, deja a Chuckie-querido por mi cuenta.
—No me asustes —dije—. Por favor no hagas ningún disparate, Marino. Después de todo, él trabaja para mí. No necesito más problemas.
—Es lo que yo digo. No necesitas más problemas.
Me dejó en la oficina y esperó hasta que yo subiera a mi auto. Salí detrás de él del estacionamiento y él tomó su camino y yo, el mío.
Los diminutos ojos desmesuradamente abiertos de la piel del hombre muerto brillaban en mi mente. Miraban desde ese lugar profundo y lejano donde yo almacenaba mis miedos, que eran muchos y de una clase no experimentada por nadie que yo conociera. El viento azotaba los árboles desnudos y las nubes desfilaban como banderas por el cielo mientras un frente helado se acercaba.
En los informativos había oído que la temperatura podría descender bastante esa noche, lo cual sonaba a imposible después de varias semanas que parecían de otoño. Daba la impresión de que en mi vida todo estaba desequilibrado y era anormal. Lucy no era Lucy, así que no podía llamarla y ella no se comunicaba conmigo. Marino trabajaba en un homicidio aunque ya no era detective, y Benton se había ido y por donde lo buscara encontraba sólo marcos vacíos. Yo todavía esperaba oír el zumbido de su coche que se acercaba, que sonara la campanilla del teléfono, el sonido de su voz, porque era demasiado pronto para que mi corazón aceptara lo que mi cerebro sabía.
Salí de la Autopista del Centro hacia la calle Cary y, al pasar por un centro comercial y el restaurante Venice, me di cuenta de que un coche me seguía. Avanzaba a poca velocidad y estaba demasiado lejos para que yo pudiera ver bien a la persona que lo conducía. El instinto me dijo que redujera la marcha y, cuando lo hice, lo hizo también el otro vehículo. Doblé a la derecha por la calle Cary y el otro coche siguió detrás de mí. Cuando doblé a la izquierda hacia Windsor Farms, allí estaba también, manteniendo siempre la misma distancia cautelosa.
Yo no quería internarme más en ese vecindario porque las calles eran serpenteantes, angostas y oscuras. Había muchos
cul-de-sacs.
Doblé a la derecha en Dover y marqué el número de Marino. Al ver que el otro vehículo también doblaba a la derecha, mi miedo aumentó.
—Marino —dije en voz alta a pesar de que no había nadie en el otro extremo de la línea—. Marino, por favor, contesta.
Corté e hice un nuevo intento.
—¡Marino! Maldito seas, ¿por qué no estás en tu casa? —le dije al teléfono manos libres que había en el tablero de instrumentos mientras el teléfono inalámbrico de Marino sonaba y sonaba en el interior de su casa.
Lo más probable era que lo hubiera puesto junto al televisor, como de costumbre. La mitad del tiempo a él le costaba encontrarlo porque no lo había vuelto a colocar sobre su soporte. Tal vez todavía no había regresado a casa.
—¿Qué? —Su voz fuerte me sorprendió.
—Soy yo.
—Maldita hija de puta de porquería. Si vuelvo a golpearme la rodilla una vez más sobre esa mesa…
—Marino, ¡escúchame!
—¡Una vez más y la arrojaré al patio y la destrozaré a martillazos! No puedo ver la maldita mesa porque es de vidrio y, ¿a que no sabes quién dijo que quedaría muy bien aquí?
—Cálmate —exclamé y observé al otro auto por el espejo retrovisor.
—Bebí tres cervezas, tengo hambre y estoy muerto de cansancio. ¿Qué pasa? —preguntó.
—Alguien me sigue.
Doblé a la derecha en Windsor Way y enfilé de vuelta hacia la calle Cary. Conduje a velocidad normal. No hice nada fuera de lo común, salvo no dirigirme a casa.
—¿Qué quieres decir con eso de que alguien te sigue? —preguntó Marino.
—¿Qué demonios crees que quiero decir? —pregunté, mientras mi ansiedad crecía aún más.
—Entonces ven para aquí enseguida —dijo—. Sal de tu vecindario oscuro.
—Es lo que hago.
—¿Alcanzas a verle la chapa o algo a ese auto?
—No. Está demasiado lejos. Me parece que deliberadamente se mantiene a cierta distancia para que yo no pueda leer la chapa ni verle la cara.
Volví a entrar en la autopista y enfilé hacía el Powhite Parkway, y la persona que me seguía aparentemente se dio por vencida y dobló en alguna parte. Las luces de los automóviles y camiones en movimiento y la pintura iridiscente de los carteles me parecían confusos, y mi corazón latía con fuerza. La media luna que había en el cielo entraba y salía de las nubes como un botón, y las ráfagas de viento corrían al costado del auto.
Marqué el número de mi contestador en casa. Tres personas habían llamado y cortado y el mensaje del cuarto llamado era como una bofetada en la cara.
—Habla la jefa Bray —decía—. Fue muy agradable encontrarme con usted en Buckhead's. Tengo algunos asuntos policiales y de procedimientos que me gustaría hablar con usted. Cómo manejar una escena del crimen y pruebas y todo eso. Hace tiempo que quiero hablar de esos temas con usted, Kay.
El sonido de mi primer nombre salido de su boca me enfureció.
—Tal vez podamos almorzar juntas en los próximos días —prosiguió su voz grabada—. Un agradable almuerzo privado en el Commonwealth Club.
Mi número de teléfono particular no figuraba en guía y yo me fijaba bien a quién se lo daba, pero no era un misterio cómo lo había conseguido. Los integrantes de mi equipo, incluyendo Ruffin, debían poder localizarme en casa.
—Por si no lo sabe —proseguía el mensaje de Bray—, Al Carson renunció hoy. Estoy segura de que lo recuerda. Es el subjefe de investigaciones. Una verdadera lástima. El mayor Inman ocupará el cargo de subjefe interino.
Reduje la velocidad en una casilla de peaje y arrojé un cospel en el buzón. Seguí adelante y los adolescentes que poblaban un desvencijado Toyota me miraron fijo cuando pasaron. Uno de ellos dijo «hija de puta» sin ninguna razón.
Me concentré en el camino y pensé en lo que Wagner había dicho. Alguien presionaba al representante Connors para que impulsara una legislación que transferiría mi oficina de la Secretaría de los Servicios Humanos y de Salud a la de Seguridad Pública, donde el departamento de policía tendría más control sobre mí.
Las mujeres no podían ser socias del prestigioso Commonwealth Club, donde personas con poder pertenecientes a antiguas familias cerraban importantes acuerdos de negocios y de política que afectaban Virginia. Se decía que esos hombres, a muchos de los cuales yo conocía, solían reunirse alrededor de la piscina cubierta, la mayoría de ellos desnudos. Negociaban y pontificaban en los vestuarios, un foro al que las mujeres tenían la entrada prohibida.
Puesto que Bray no podía transponer la puerta de ese club del siglo XVII con muros cubiertos de hiedra a menos que fuera invitada por un socio, mis sospechas con respecto a su máxima ambición se vieron virtualmente confirmadas. Bray se proponía presionar a los miembros de la Asamblea General y a los poderosos hombres de negocios. Ella quería ser Secretaria de Seguridad Pública y hacer que mi oficina fuera transferida a ese secretariado. Entonces podría despedirme ella misma.
Llegué a otro puesto de peaje y pude ver la casa de Marino mucho antes de estar cerca de ella. Sus decoraciones recargadas y atroces, que incluían alrededor de trescientas mil luces, brillaban por encima del horizonte como un parque de diversiones. Lo único que uno debía hacer era seguir el tráfico que se dirigía en esa dirección, porque la casa de Marino se había convertido en la atracción principal de la Recorrida Anual de Navidad de Richmond. La gente no podía resistir la tentación de ver ese espectáculo realmente insólito.
Luces de todos colores estaban diseminadas en los árboles como caramelos de neón. Papas Noel, hombres de nieve, trenes y soldados de juguete brillaban en el jardín y bizcochos de jengibre formaban una rueda. Los bastones de caramelo montaban guardia a lo largo de la vereda y sobre el techo había carteles luminosos que decían
Feliz Navidad
y
Viva la nieve.
En una parte del jardín donde prácticamente no crecía ninguna flor y el césped exhibía manchones marrones durante todo el año, Marino había plantado jardines eléctricos. Allí estaba el Polo Norte, donde el señor y la señora Noel parecían estar discutiendo planes; y, cerca, los monaguillos cantaban mientras los flamencos se instalaban sobre la chimenea y los patinadores giraban alrededor de un abeto.
Una limusina blanca pasó por allí, seguida por una furgoneta de la iglesia, cuando yo subía deprisa los escalones del frente y me sentía irradiada y atrapada por un reflector.
—Cada vez que veo esto me convenzo más de que estás loco —dije cuando Marino apareció en la puerta y yo entré enseguida para alejarme de miradas curiosas—. El año pasado ya fue bastante malo.
—Tengo tres cajas de fusibles —anunció él con orgullo.
Estaba de jeans, medias y una camisa de franela roja con el faldón afuera.
—Al menos así, cuando vuelvo a casa encuentro algo que me alegra —explicó—. La pizza está en camino. Tengo whisky si lo deseas.
—¿Qué pizza?
—La que pedí por teléfono. Con todo encima. Gentileza de la casa. En Papa John's ni siquiera necesitan ya mi dirección. Sólo siguen las luces.
—¿Qué te parecería un té descafeinado bien caliente? —dije, segura de que él no tenía nada así.
—Debes de estar bromeando —contestó.
Observé bien todo cuando pasamos por el living hacia la pequeña cocina. Por supuesto, Marino había decorado también el interior de su casa. El árbol titilaba al lado de la chimenea. Paquetes de regalos, en su mayor parte falsos, formaban una pila, y todas las ventanas estaban enmarcadas por hileras de luces rojas.
—Bray llamó a casa —le conté y llené la pava de agua—. Alguien debe de haberle dado mi número particular.
—Adivina quién. —Abrió la puerta de la heladera y su buen humor pareció desaparecer con rapidez.
—Creo poder saber por qué ocurrió eso.
Puse la pava sobre la cocina y encendí una hornalla.
—El subjefe Carson renunció hoy. Mejor dicho, se supone que renunció —continué.
Marino abrió una lata de cerveza. Si estaba enterado de esa noticia, no lo demostró.
—¿Sabías que había renunciado? —pregunté.
—Ya no sé nada.
—Al parecer, el mayor Inman es el subjefe interino…
—Claro, desde luego —dijo Marino—. ¿Y sabes por qué? Porque hay dos mayores, uno de uniforme y el otro en investigaciones, así que por supuesto Bray envía a su muchacho de uniforme allí para que se ocupe de las investigaciones.
Había terminado su cerveza en sólo tres enormes tragos. Con violencia aplastó la lata y la arrojó a la basura. Falló el tiro y la lata repiqueteó por el piso.
—¿Tienes idea de lo que eso significa? —preguntó—. Yo te lo diré. Significa que ahora Bray maneja a los de uniforme y a los de investigaciones, o sea que dirige la totalidad del maldito departamento y probablemente controla también todo el presupuesto. Y el jefe es su máximo admirador porque ella lo hace quedar bien. ¿Me puedes explicar cómo es posible que esa mujer ingrese y en menos de tres meses logre todo eso?
—Es evidente que tiene conexiones. Y que las tenía antes de ocupar este cargo. Y no me refiero sólo al jefe.
—¿A quién, entonces?
—Marino, podría ser cualquiera. A esta altura, ya no importa. Es demasiado tarde para que importe. Ahora debemos competir con ella, no con el jefe. Con ella, no con la persona que tal vez haya manejado los hilos.
Marino abrió otra lata de cerveza y se puso a caminar con furia por la cocina.
—Ahora sé por qué Carson se presentó en la escena —dijo—. Sabía que esto sucedería. Sabe lo mal que huele esta mierda y tal vez trataba de advertírnoslo a su manera o, quizá, sólo fue algo así como bajar el telón. Su carrera ha terminado. Fin. La última escena del crimen. El último todo.
—Es un hombre tan bueno —comenté—. Maldición, Marino, tiene que haber algo que podamos hacer.
La campanilla de su teléfono me sobresaltó. En el frente, el ruido de los autos en la calle era un retumbar constante de motores. Y todo el tiempo se oía el sonido metálico de la música de Navidad de Marino.
—Bray quiere hablarme de los supuestos cambios que está promoviendo —le dije.
—Sí, claro, me lo imagino —dijo, mientras con las medias caminaba por el piso de linóleo—. Y supongo que se espera que dejes todo cuando ella de pronto quiere almorzar contigo, que es lo que hará: tenerte entre pan de centeno con mucha mostaza.