Codigo negro (Identidad desconocida) (19 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

—Basta con que no se la hayan robado, como la mitad de todo lo que hay aquí —dijo ella.

—Supongo que tendré que subir y hacer el examen en el laboratorio de Vander —dije.

Entré en mi oficina y me senté frente al escritorio. Me saqué los anteojos y me masajeé el puente de la nariz. Decidí que había llegado el momento de organizar un encuentro entre Bray y Chuck. Entré en la dirección de Ruffin y le envié un e-mail a Bray.

Jefa Bray:

Tengo cierta información que usted debe conocer. Por favor reúnase conmigo en el Centro Comercial Beverly Hills a las 5:30. Estacione en la hilera de atrás, cerca de Buckhead's. Podemos hablar en su auto para que nadie nos vea. Si le resulta imposible reunirse conmigo, avíseme por el pager. De lo contrarío, nos veremos entonces.

Chuck

Entonces le envié a él un e-mail, supuestamente de Bray, en el que lo invitaba a esa reunión.

—Hecho —dije, y me felicitaba en el momento en que sonó la campanilla del teléfono.

—Hola. —La voz de Marino—. Habla tu investigador personal. ¿Qué planes tienes para después del trabajo?

—Más trabajo. ¿Recuerdas que te dije que en este juego podían intervenir dos? Tú me llevarás a Buckhead's. No nos gustaría perdernos un encuentro entre dos personas muy cercanas a nuestros corazones, ¿verdad que no? Así que pensé que sería agradable que me llevaras a cenar afuera y que por casualidad nos topáramos con ellos —dije.

18

Tal como lo habíamos planeado, Marino se reunió conmigo en el estacionamiento y los dos subimos a su enorme camioneta, porque yo no quería correr el riesgo de que Bray reconociera mi Mercedes. Estaba oscuro y hacía mucho frío, pero la lluvia había cesado. Yo estaba muy acelerada.

Avanzamos por la avenida Petterson hacia Parham Road, una calle importante de la ciudad donde las personas comían y hacían compras y se dirigían en masa al centro comercial Regency.

—Tengo que advertirte que no siempre hay un cuenco con oro en un extremo del arco iris —dijo Marino y arrojó la colilla de cigarrillo por la ventanilla—. Uno o los dos pueden decidir no presentarse. Demonios, por lo que sabemos pueden habernos descubierto. Pero igual vale la pena intentarlo, ¿no?

El Centro Comercial Beverly Hills era una pequeña franja de locales y una tienda de ferretería. El lugar no era para nada lo que cabría esperar para el restaurante más elegante de la ciudad.

—No veo ni rastros de ellos —informó Marino cuando paseamos la vista por el lugar—. Pero llegamos un poco temprano.

Estacionó a cierta distancia del restaurante, entre dos autos, frente a la ferretería, y apagó el motor. Abrí mi portezuela.

—¿Adonde crees que vas? —protestó él.

—Voy a entrar en el restaurante.

—¿Y si ellos llegan y te ven?

—Tengo todo el derecho de estar aquí.

—¿Y si ella está en el bar? —se preocupó él—. ¿Qué le dirás?

—La convidaré con una cerveza y saldré a buscarte.

—Por Dios, Doc. —Marino se estaba poniendo cada vez más obstinado—. Pensé que el objeto de todo esto era quemarla.

—Tranquilízate y deja que sea yo la que hable.

—¿Que me tranquilice? Quiero retorcerle el cuello a esa perra —dijo él.

—Debemos ser inteligentes. Si salimos de un escondite y empezamos a disparar, es posible que nos den primero.

—¿Me estás diciendo que no le dirás cara a cara que sabes lo que hizo? ¿Lo del e-mail a Chuck y todo eso?

Estaba furioso y no podía creerlo.

—Entonces, ¿qué demonios hacemos aquí? —continuó.

—Marino —traté de calmarlo—, sabes bien que no debes reaccionar así. Eres un detective experimentado, y eso es lo que debes ser con ella. Es una mujer formidable. Te prevengo que nunca lograrás arrinconarla por la fuerza.

Él no dijo nada.

—Vigila desde tu camioneta mientras yo reviso el interior del restaurante. Si llegas a verla antes que yo, envíame un diez-cuatro por mi pager y llama al restaurante pidiendo hablar conmigo, por si por algún motivo yo no recibo el mensaje por pager —dije.

Él encendió un cigarrillo con furia mientras yo abría mi portezuela.

—No es justo —dijo—. Sabemos perfectamente bien lo que ella está haciendo. Insisto en que la enfrentemos y le demostremos que no es tan viva como cree.

—Justamente tú deberías saber cómo se construye un caso —lo amonesté. Comenzaba a preocuparme la idea de que él no pudiera controlarse.

—Ya vimos lo que le envió a Chuck.

—Baja la voz —dije—. No podemos probar que ella envió ese e-mail del mismo modo que yo no puedo probar que no envié los e-mail que se me atribuyen.

—Me parece que debería convertirme en mercenario.

Lanzó una bocanada de humo hacia el espejo retrovisor.

—¿Me enviarás un mensaje por pager o llamarás por teléfono? —pregunté al apearme.

—¿Y si no recibes el mensaje a tiempo?

—Entonces atropéllala con tu camioneta —fue mi respuesta impaciente y cerré la puerta.

Miré en todas direcciones mientras caminaba hacia el restaurante y no vi ni rastros de Bray. No tenía idea de cómo era su auto particular, pero sospeché que de todos modos no vendría en él. Abrí la pesada puerta de Buckhead's y me recibieron voces alegres y tintineo de vasos mientras el cantinero preparaba bebidas con un floreo. La luz era tenue, el revestimiento de madera de las paredes era oscuro y los cajones de vino estaban apilados casi hasta el cielo raso.

—Bueno, buenas noches. —La recepcionista, en el podio, sonrió con sorpresa—. La hemos extrañado, pero por las noticias sé que estuvo bastante ocupada. ¿Qué puedo hacer por usted?

—¿Tiene una reserva a nombre de Bray? —pregunté—. No estoy segura de la hora.

Ella repasó el enorme libro de las reservas y deslizó un lápiz por nombres y horas. Después lo intentó de nuevo. Parecía incómoda. Después de todo, era imposible entrar en un restaurante de gran categoría sin anunciarse primero, incluso un día de semana.

—Me temo que no —me dijo en voz baja.

—Mmmm. Entonces ¿no estará a mi nombre? —Lo intenté de nuevo.

También ella revisó de nuevo.

—Lo lamento, doctora Scarpetta. Y esta noche estamos repletos porque tenemos un grupo que ocupa la totalidad del salón del frente.

Ya eran las seis menos veinte. Las mesas estaban cubiertas con manteles a cuadros rojos y blancos, sobre ellas había pequeñas lámparas encendidas y el recinto estaba completamente vacío porque la gente civilizada rara vez cena antes de las siete.

—Iba a tomar una copa con una amiga —continué con mi actuación—. Supongo que podríamos cenar temprano, si usted tiene lugar para acomodarnos. Tal vez alrededor de las seis.

—Ningún problema —dijo ella y se le iluminó la cara.

¿Y si Bray advertía que el auto de Chuck no estaba en el estacionamiento y empezaba a desconfiar?

—Entonces, a las seis.

Yo estaba alerta al pager que llevaba en la cintura y al sonido de la campanilla del teléfono.

—Perfecto —le dije a la recepcionista.

Ese plan me daba miedo. Era propio de mi naturaleza, de mi formación y de mi práctica profesional decir siempre la verdad y en ningún caso caer en la conducta artera y baja de la abogada litigante que yo podría haber sido si me hubiera entregado a la manipulación, la evasión y las zonas oscuras de la ley.

La recepcionista anotó mi nombre con lápiz en el registro en el momento en que mi pager vibraba como un enorme insecto. Leí 10-4 en el display y atravesé el bar a toda velocidad. No me quedaba otra opción que abrir la puerta del frente porque las vidrieras eran opacas y no podía ver a través de ellas. Vi el mismo automóvil del día del operativo en los muelles.

Marino no hizo nada enseguida. Mi ansiedad aumentó cuando Bray estacionó y apagó los faros del auto. Estaba segura de que no esperaría mucho tiempo a Chuck y ya imaginaba su fastidio. Los seres insignificantes como él no se atrevían a hacer esperar a la subjefa Diane Bray.

—¿En qué puedo servirla? —me preguntó el cantinero mientras secaba una copa.

Seguí espiando por la puerta entreabierta y me pregunté qué haría Marino a continuación.

—Estoy esperando a una persona que no está muy segura de dónde queda este restaurante —mentí.

—Dígale que estamos al lado de Michelle's Face Works —dijo en el momento en que Marino se apeaba de su vehículo.

Me reuní con él en el estacionamiento y los dos caminamos hacia el auto de Bray. Ella no nos vio porque hablaba por su teléfono celular y anotaba algo. Cuando Marino dio unos golpecitos en la ventanilla, ella giró la cabeza, sorprendida. Entonces su expresión se endureció. Dijo algo más por el teléfono y cortó la comunicación. El cristal de la ventanilla descendió.

—¿Subjefa Bray? Me pareció que era usted —comentó Marino, como si fueran viejos amigos.

Él se agachó y espió hacia el interior del auto. Era obvio que Bray estaba desconcertada y casi era posible ver cómo sus pensamientos se reagrupaban en su mente mientras simulaba que no era nada insólito que la encontráramos allí.

—Buenas noches —dije con tono cortés—. Qué agradable coincidencia.

—Kay qué sorpresa —dijo ella con voz monocorde—. ¿Cómo está? De modo que descubrieron el pequeño secreto de Richmond.

—A esta altura, le aseguro que conozco casi todos los pequeños secretos de Richmond —repliqué con ironía—. Hay muchos, si se sabe dónde buscar.

—Yo evito en lo posible comer carnes rojas. —Por lo visto, Bray prefería avanzar por los caminos más seguros de una conversación trivial—. Pero el pescado que sirven es excelente.

—Es como ir a un prostíbulo y ponerse a jugar solitarios —comentó Marino.

Bray no le prestó atención y me sostuvo la mirada para tratar de que yo apartara la vista, pero sin éxito. Gracias a muchos años de lidiar con malos empleados, abogados defensores deshonestos y políticos encarnizados, había aprendido que, si mantenía la vista fija en el entrecejo de una persona, esa persona no se daba cuenta de que, en realidad, yo no la miraba a los ojos y podía así, sostener la intimidación durante todo el día.

—Yo ceno aquí esta noche —nos informó ella, como si estuviera aturdida y apurada.

—Esperaremos hasta que su invitado se presente —dijo Marino—. Seguro que no querrá estar sentada sola aquí, en la oscuridad, o que la molesten adentro. La verdad es, subjefa Bray, que no debería estar dando vueltas sin seguridad, con lo conocida que ha llegado a ser desde que se mudó aquí. Se ha convertido en una especie de celebridad, ¿sabe?

—No espero a nadie —afirmó, con irritación.

—Nunca tuvimos una mujer en un cargo tan alto del departamento, en especial una tan atractiva y tan amada por los medios. —Marino no quería callarse.

Ella tomó su bolso y su correspondencia del asiento, y era palpable la furia helada que sentía.

—Si por favor me disculpan. —Lo dijo como una orden.

—No le será fácil conseguir una mesa esta noche —le avisé cuando ella abría la portezuela—. A menos que tenga una reserva —agregué, dando a entender que sabía perfectamente bien que no era así.

El aplomo y la seguridad de Bray se esfumaron apenas el tiempo suficiente para desenmascarar la maldad que llevaba adentro. Su mirada cayó sobre mí y después no reveló nada cuando se bajó del auto y Marino le cerró el paso. No podía pasar sin rodearlo y rozarlo, y su enorme ego no le permitiría nada semejante.

Estaba casi aplastada contra la puerta de su lustroso auto nuevo. No se me pasó por alto que vestía pantalón de corderoy, zapatillas y chaqueta del Departamento de Policía de Richmond. Era una mujer engreída y jamás iría a un restaurante elegante vestida así.

—Permiso —le dijo a Marino en voz alta.

—Caramba, lo siento —se disculpó él y se hizo a un lado.

Elegí con mucho cuidado mis siguientes palabras. No podía acusarla directamente, pero me proponía asegurarme de que supiera que no se había salido con la suya en ningún sentido y de que, si persistía con sus emboscadas, perdería y tendría que pagarlo.

—Usted es investigadora —dije con aire pensativo—. A lo mejor puede darme su opinión con respecto a de qué manera alguien se puede haber apoderado de mi contraseña y de mis mensajes por e-mail, y se hace pasar por mí. Y, después, alguien —probablemente la misma persona— comenzó a aparecer en un chat room estúpido y lobotomizado de Internet con el nombre de
Querida doctora Kay.

—Qué terrible. Lo siento, no puedo ayudarla. Las computadoras no son mi especialidad —dijo con una sonrisa.

Sus ojos eran agujeros oscuros y sus dientes brillaban como hojas de acero en el resplandor de las luces de sodio.

—Lo único que puedo sugerirle es que observe a la gente que tiene más cerca, tal vez alguna persona descontenta, un ex amigo. —Bray continuaba con su actuación—. Realmente no tengo idea, pero supongo que cabría esperarse que se tratara de alguien relacionado de alguna manera con usted. He oído decir que su sobrina es una experta en computación. Tal vez ella la pueda ayudar.

Su mención de Lucy me enfureció.

—De hecho yo quería hablar con ella —mencionó Bray, como al pasar—. ¿Sabe?, estamos implementando COMPSTAT y necesitamos un experto en computación.

COMPSTAT, o estadísticas computarizadas, era un producto de tecnología de avanzada creado por el Departamento de Policía de Nueva York. Para su instalación harían falta expertos en computación, pero sugerir un proyecto como ése para alguien con la habilidad y la experiencia de Lucy era un insulto.

—Podría decírselo la próxima vez que hable con ella —agregó Bray.

La rabia de Marino hervía como agua en una olla.

—Alguna vez deberíamos reunimos, Kay para que yo le cuente algunas de mis experiencias en Washington —continuó, como si yo solamente hubiera trabajado en un pueblo pequeño—. No se imagina las cosas que la gente puede hacer para tumbarla a una. En especial mujeres contra mujeres, el sabotaje en los lugares de trabajo. Yo he visto caer a los mejores.

—Estoy segura de que sí —dije.

Ella cerró con llave la puerta del auto y me enfrentó:

—Para que lo sepa, no hace falta tener reserva para sentarse en la barra. De todos modos, es allí donde por lo general como. Son famosos por su lomo al fromage, pero le recomiendo que pruebe la langosta, Kay. Y a usted, capitán Marino, le encantarían sus aros de cebolla. He oído decir que la gente muere por ellos.

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