Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online
Authors: Patricia Cornwell
Tags: #Policíaco, Thriller
Las puertas se cerraron y subí al primer piso, que había sido diseñado para recibir la visita de ciudadanos, políticos y de las personas a las que nuestro trabajo les interesaba. Todos los laboratorios se encontraban ubicados detrás de enormes mamparas de vidrio, y al principio eso les resultó extraño e incómodo a los científicos, acostumbrados a trabajar en secreto, detrás de paredes de bloques de concreto. Pero, a esta altura, ya a nadie le importaba. Los examinadores probaban la resistencia de gatillos y trabajaban con manchas de sangre, huellas dactilares y fibras, sin prestar mucha atención a quién estaba del otro lado del vidrio, que en ese momento me incluía a mí empujando la camilla.
El mundo de Neils Vander era un enorme espacio con mesadas en las que había toda clase de instrumentos técnicos insólitos y extraños dispositivos diseminados por todas partes. Contra una pared había armarios de madera con puertas de vidrio, que Vander había convertido en cámaras de pegamento, para lo cual utilizó tendederos y broches para ropa para sostener objetos expuestos a los vapores del Super Glue generados por un hornillo.
En el pasado, los científicos y la policía tenían muy poco éxito en recoger huellas en objetos no porosos como bolsas plásticas, cinta aisladora y cuero. Después, por accidente, se descubrió que los vapores del Super Glue se adhieren a los detalles en relieve, de manera bastante parecida a la que lo hace el polvo tradicional, y entonces aparece una huella blanca latente. En un rincón había otra cámara de pegamento llamada Cyvac II en la que cabían objetos más grandes como una escopeta, un rifle o un paragolpes de auto o, teóricamente, incluso un cuerpo entero.
Las cámaras de humedad revelaban huellas en objetos porosos como el papel o la madera, que habían sido tratados con ninhidrina aunque Vander a veces prefería el método más rápido de utilizar una plancha de vapor casera y, una o dos veces, había chamuscado las pruebas; por lo menos eso oí decir. Diseminadas aquí y allá había luces Nederman equipadas con aspiradoras para extraer vapores y residuos de bolsas que habían contenido drogas.
En otras habitaciones del dominio de Vander estaban el Sistema Automático de Identificación de Huellas Dactilares o SAIHD y cuartos oscuros para audio digital y realces de vídeo. Él supervisaba el laboratorio fotográfico, donde a diario se procesaban más de ciento cincuenta rollos de película. Me llevó un buen rato localizar a Vander, pero finalmente lo encontré en el laboratorio de impresiones, donde las cajas para pizzas que policías ingeniosos utilizaban para transportar moldes de huellas de neumáticos y de calzado estaban prolijamente apiladas en los rincones, y una puerta que alguien había tratado de patear se encontraba recostada contra una pared.
Vander estaba sentado frente a una computadora y comparaba impresiones de calzado en una pantalla dividida. Dejé la camilla del otro lado de la puerta.
—Haces esto muy bien —dije.
La mirada de sus ojos color celeste siempre parecía estar en otra parte y, como de costumbre, su guardapolvo tenía manchas moradas de la ninhidrina y un marcador de fibra había entintado uno de sus bolsillos.
—Esto está realmente bueno —dijo él y le dio golpecitos al monitor mientras se ponía de pie—. El tipo se compra zapatos nuevos y, ¿sabes lo resbalosos que son si tienen suelas de cuero? De modo que él toma un cuchillo y les hace unos cortes a las suelas para volverlas más ásperas porque se va a casar y no quiere resbalarse al caminar por la nave central de la iglesia.
Salí del laboratorio detrás de él y no estaba en realidad de humor para seguir oyendo anécdotas.
—Pues bien, es víctima de un robo. El ladrón se lleva los zapatos, la ropa y otras cosas. Dos días más tarde una vecina es violada. La policía encuentra esas huellas extrañas de zapatos en la escena. De hecho, hubo bastantes robos en esa zona.
Entramos en el laboratorio de fuente alternativa de luz.
—Resulta que era ese mismo chico. De trece años. —Vander sacudía la cabeza cuando encendió las luces—. Ya no entiendo a los chicos. Cuando yo tenía trece años, el peor crimen que cometí fue dispararle a un pájaro con un rifle de aire comprimido.
Montó la Luma-Lite en un trípode.
—Para mí, eso es bastante malo.
Mientras yo extendía la ropa sobre papel blanco debajo del cabezal químico, él enchufaba la Luma-Lite y sus ventiladores comenzaron a zumbar. Un minuto después encendió la luz piloto y giró la perilla de intensidad a máximo. Puso cerca de mí un par de anteojos protectores y colocó sobre la lente un filtro óptico azul de 450 nanómetros. La Luma-Lite arrojó un resplandor azul sobre el piso. La sombra de Vendor se movió junto con él y en los frascos cercanos de tintura se pudo leer Amarillo Brillante, Verde Rutilante y Rojo Escarlata. El polvo que tenían encima era como una constelación de estrellas de neón diseminadas por la habitación.
—¿Sabes? a los idiotas de los departamentos de policía se les ocurre ahora comprar su propia Luma-Lite y procesar sus propias escenas. —La voz de Vander sonó en la oscuridad—.Así que espolvorean con Rojo Escarlata y ponen la copia sobre un fondo negro, de modo que yo tengo que fotografiarla con la Luma-Lite e invertir la maldita copia para conseguir blancos.
—Buen comienzo —dije—. Sigue adelante, Neils.
Vander desplazó el trípode más hacia los jeans negros del muerto y el bolsillo dado vuelta comenzó a exhibir un brillo rojizo. Yo moví un poco la tela con un dedo enguantado y encontré manchones iridiscentes de color anaranjado.
—No creo haber obtenido antes un rojo así —declaró Vander.
Pasamos una hora revisando toda la ropa, incluyendo los zapatos y el cinturón, y ninguna otra cosa presentó un brillo fluorescente.
—Decididamente, hay aquí dos cosas diferentes —concluyó Vander cuando encendí las luces—. Dos cosas diferentes que naturalmente brillan. No están involucradas manchas de tinturas, salvo la que usé en el balde.
Tomé el teléfono y llamé a la morgue. Fielding contestó.
—Necesito todo lo que había en los bolsillos de nuestro hombre no identificado. Debe de estar secándose al aire en una bandeja.
—Entonces se trata de algo de moneda extranjera, un cortacigarros y un encendedor.
—Sí.
Volvimos a apagar las luces, terminamos de escanear el exterior de toda la ropa y encontramos más pelos claros extraños.
—¿Eso pertenece a la cabeza? —preguntó Vander cuando mis fórceps entraban en esa luz azul y fría y con mucha suavidad yo tomaba con ellos los pelos y los ponía dentro de un sobre.
—El pelo de su cabeza es oscuro y grueso —respondí—. De modo que no, este pelo no puede ser suyo.
—Parece pelo de gato. Uno de esos gatos de pelo largo que yo ya no permito más en casa. ¿De Angora? ¿Himalaya?
—Son ejemplares raros. No son muchas las personas que tienen gatos de esas razas —dije.
—A mi esposa le fascinan los gatos —continuó Vander—. Ella tenía una gata llamada Creamsicle. La muy desgraciada buscaba mi ropa y se acostaba sobre ella, y cuando yo la tomaba para vestirme, estaba llena de pelos como éstos.
—Sí, supongo que podría ser pelo de gato —conjeturé.
—Es demasiado finito para ser de perro, ¿no te parece?
—No si perteneciera a un Skye Terrier. Esos perros tienen pelo largo, lacio y sedoso.
—¿Color amarillo claro?
—Bueno, también pueden ser de color tostado —sugerí—. ¿Quizás en el pelaje corto? No lo sé.
—A lo mejor el tipo es un criador o trabaja con uno —reflexionó Vander—. ¿No hay también conejos de pelo largo?
—Noc, noc —dijo la voz de Fielding al abrir la puerta.
Entró, con una bandeja en la mano, y encendimos las luces.
—Existen conejos de angora —dije—. Con ellos se hacen los suéteres.
—Parece que has estado haciendo gimnasia —le comentó Vander a Fielding.
—¿Lo que quieres decir es que nunca me miraste bien antes? —preguntó Fielding.
Vander pareció desconcertado, como si acabara de descubrir que Fielding era un fanático del físicoculturismo.
—Encontramos residuos en uno de los bolsillos —le dije a Fielding—. En el mismo bolsillo en que estaba el dinero.
Fielding quitó la toalla que cubría la bandeja.
—Reconozco las libras y los marcos alemanes —dijo—. Pero no esas otras dos monedas de cobre.
—Creo que son francos belgas —dije.
—Y yo no tengo la menor idea de qué son estos billetes.
Había puesto uno al lado del otro para que se secaran.
—Parece que tienen dibujado una especie de templo y… ¿qué es un dirham? ¿Una moneda árabe?
—Le pediré a Rose que lo averigüe.
—¿Por qué llevaría alguien dinero de cuatro países diferentes? —preguntó Fielding.
—Podría ser porque entraba y salía de muchos países en un lapso de poco tiempo —conjeturé—. Es lo único que se me ocurre. Analicemos los residuos lo antes posible.
Nos pusimos los anteojos protectores y Vander apagó las luces. El mismo resplandor fosforescente color rojo opaco y anaranjado brillante apareció en varios de los billetes. Los escaneamos a todos de los dos lados. Encontramos puntitos o manchas aquí y allá y, después, el detalle en relieve de una huella dactilar latente. Era apenas visible en el rincón superior izquierdo de un billete de cien dirhams.
—Pienso meterme de cabeza en esto enseguida —afirmó Vander—. Les pediré a mis amigos del Servicio Secreto que pasen las huellas por todas las bases de datos que tengan, la totalidad de los cuarenta o cincuenta millones de huellas.
Nada entusiasmaba más a Vander que encontrar algo que pudiera mandar por el ciberespacio para liquidar a un criminal.
—¿La base de datos del FBI ya está completa y en funcionamiento? —preguntó Fielding.
—El Servicio Secreto ya tiene cada maldita huella que posee el FBI, pero, como de costumbre, el FBI tiene que volver a inventar la pólvora. Gastar todo su dinero para crear su propia base de datos, y usar diferentes distribuidores para que nada sea compatible con lo de los demás. Esta noche tengo que asistir a una cena.
Enfocó la Luma-Lite en la carne hedionda y oscura clavada a la tabla y enseguida aparecieron dos motas fluorescentes de color amarillo intenso. No eran mucho más grandes que la cabeza de un clavo, eran paralelas y simétricas y resultaba imposible quitarlas frotando.
—Estoy bastante segura de que se trata de un tatuaje —dije.
—Sí —estuvo de acuerdo Vander—. No se me ocurre qué otra cosa podría ser.
La carne de la espalda del muerto aparecía oscura y barrosa con esa luz fría y azul.
—¿Pero ves lo oscuro que está aquí? —El dedo enguantado de Vander delineó un sector del tamaño de mi mano.
—Me pregunto qué demonios es eso —dijo Fielding.
—No sé por qué es tan oscuro —comentó Vander.
—Tal vez el tatuaje es negro o marrón —sugerí.
—Bueno, le daremos a Phil la oportunidad de averiguarlo —dijo Vander—. ¿Qué hora es? Ojalá Edith no hubiera arreglado esa cena para esta noche. Pero tengo que ir. Doctora Scarpetta, ahora sigues tú. Maldición, maldición. Detesto las veces que Edith quiere celebrar algo.
—Oh, vamos —dijo Fielding—. Si te encantan las fiestas.
—Yo ya no bebo tanto. Y eso se siente.
—Se supone que debes sentirlo, Neils —dije.
Phil Lapointe no estaba de muy buen humor cuando entré en el laboratorio de intensificación de imágenes que parecía más un estudio de producción que un lugar en el que los científicos trabajaban con pixels y contrastes en todas las gamas posibles de luz y oscuridad para ponerle una cara al mal. Lapointe era uno de los primeros graduados en el Instituto, y era un hombre hábil y decidido, pero todavía no había aprendido a seguir adelante cuando un caso parecía estancado.
—Maldición —dijo, se pasó los dedos por su pelo rojizo, entrecerró los ojos y se inclinó hacia una pantalla de veinticuatro pulgadas.
—Detesto hacerte esto —aclaré.
Él golpeó teclas con impaciencia y puso otra tonalidad de gris en un cuadro congelado de vídeo de una tienda de videotapes. La figura de anteojos oscuros y gorra con redecilla no apareció con mayor claridad, pero el empleado de la tienda sí se vio bien cuando de su cabeza brotó una fina lluvia de sangre.
—Es una imagen débil y casi está lograda y de pronto no lo está —se quejó Lapointe con un suspiro—. Veo esta maldita cosa hasta en sueños.
—Increíble —dije, la vista fija en la pantalla—. Mira lo distendido que está.
—Así es —asintió Lapointe y estiró la espalda—. Lo mataron sin ninguna razón. Eso es lo que no entiendo.
—Te doy algunos años más y entenderás —dije.
—No quiero volverme cínico, si eso es lo que me das a entender.
—No se trata de volverse cínico sino de darse cuenta finalmente de que no tienen que haber razones.
Él se quedó mirando el monitor de la computadora, perdido en la última imagen de Pyle Gant con vida. Yo le había practicado la autopsia.
—Veamos qué tenemos aquí —dijo Lapointe y quitó la toalla de la bandeja quirúrgica.
Gant tenía veintitrés años, un bebé de dos meses y trabajaba horas extra para pagar un collar que le iba a regalar a su esposa para su cumpleaños y para el que ya había dado una seña.
—Esto debe de pertenecer al Hombre del Contenedor. ¿Está pensando en un tatuaje?
Gant había perdido el control de su vejiga antes de que le dispararan.
—¿Doctora Scarpetta?
Yo lo sabía porque la parte de atrás de sus jeans y el asiento de la silla que había detrás del mostrador estaban empapados de orina. Cuando miré por la ventana, dos policías sostenían a su esposa histérica en la playa de estacionamiento.
—¿Doctora Scarpetta?
Ella lloraba y abofeteaba. Todavía tenía un aparato de ortodoncia en los dientes.
—Treinta y un dólares y doce centavos —murmuré.
Lapointe guardó el archivo y lo cerró.
—¿Qué era eso? —me preguntó.
—El dinero que había en la caja registradora —contesté.
Lapointe giró su silla, abrió algunos cajones, sacó filtros de colores diferentes y buscó guantes. Sonó la campanilla del teléfono y él contestó.
—Un momento —dijo y extendió el tubo hacia mí—. Es para usted.
Era Rose.
—Me puse en contacto con alguien del departamento de moneda extranjera de Crestar —me informó—. El dinero acerca del cual usted me preguntó es de Marruecos. En la actualidad, el cambio es de nueve-punto-tres dirhams por dólar. De modo que dos mil dirhams serían alrededor de doscientos quince dólares.