Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online
Authors: Patricia Cornwell
Tags: #Policíaco, Thriller
—¿Cómo te sientes? ¿Todavía mal? De no ser así, yo tengo que ir a Petersburg y creo que deberías acompañarme para que podamos terminar esta conversación.
—Bueno, yo…
—¿Bueno qué, Chuck?
—Yo también quiero terminar esta conversación —respondió.
—Empieza con la forma en que conociste a la subjefa Bray. Me parece muy extraño que tengas lo que parece ser una relación personal con la persona más poderosa del departamento de policía.
—Imagínese cómo me sentí yo cuando todo empezó —dijo él con tono inocente—. Verá, la detective Anderson me llamó hace un par de meses, me dijo que era nueva y que quería hacerme algunas preguntas sobre la Oficina de Médicos Forenses, sobre nuestros procedimientos, y me preguntó si podía almorzar con ella en el River City Diner. Fue entonces cuando comencé a caminar por el camino del infierno, y sé que debería haberle dicho algo a usted sobre ese llamado. Debería haberle dicho lo que estaba haciendo. Pero usted dictaba clases casi todo el día y yo no quería molestarla, y el doctor Fielding estaba en tribunales. Así que le dije a Anderson que con todo gusto la ayudaría.
—Bueno, es bastante obvio que ella no se enteró de nada.
—Me estaba tendiendo una trampa —declaró Ruffin—. Y cuando entré en el River City Diner, no pude creer lo que veía. Anderson estaba sentada en un reservado con la subjefa Bray, quien también me dijo que quería saber todo lo referente al manejo de nuestra oficina.
—¿Quién?
—Bray.
—Ajá. Gran sorpresa —dije.
—Supongo que me sentí muy halagado, pero también nervioso, porque no entendía qué sucedía. Quiero decir, de pronto me pidió que las acompañara a ella y a Anderson a la central de policía.
—¿Por qué no me lo contaste en su momento? —pregunté mientras avanzábamos por la calle Cinco para tomar la autopista I-95 hacia el sur.
—No lo sé…
—Yo creo que sí.
—Estaba asustado.
—¿Podía tener algo que ver con tu ambición de convertirte en agente de policía?
—Bueno, enfrentémoslo —concedió él—. ¿Qué mejor conexión podía tener yo? Y, de alguna manera, Bray sabía que yo estaba interesado, y cuando llegamos a su oficina, cerró la puerta y me hizo sentar frente a ella, que estaba del otro lado del escritorio.
—¿Anderson estaba allí?
—No, sólo estábamos Bray y yo. Ella me dijo que, con mi experiencia, podía llegar a ser un técnico de escenas del crimen. Y le juro que sentí que me había ganado la lotería.
Yo me esforzaba por mantenerme a distancia de las barreras de cemento y de los conductores agresivos, mientras Ruffin continuaba en su papel de niño cantor.
—Tengo que reconocer que, después de eso, quedé flotando en una nube y perdí todo interés en mi trabajo, por lo cual me disculpo —dijo—. Pero unas dos semanas más tarde Bray me mandó un e-mail…
—¿De dónde sacó tu dirección de correo electrónico?
—Bueno, me la pidió. Así que me mandó un e-mail en el que me pidió que fuera a su casa a las cinco y media, que tenía algo muy confidencial que hablar conmigo.
»Y le juro, doctora Scarpetta, que yo no quería ir. Tenía un mal presentimiento.
—¿Qué temías?
—No sé, que pasara algo terrible.
—¿Y fue así? ¿Qué pasó cuando llegaste a su casa? —pregunté.
—Dios, esto sí que es difícil de decir.
—Dilo.
—Me ofreció una cerveza y acercó bien la silla al sofá donde yo estaba sentado. Me hizo toda clase de preguntas sobre mi persona, como si yo realmente le interesara. Y…
Un camión de transporte de troncos se me puso adelante y yo lo pasé a toda velocidad.
—Detesto esos camiones —declaré.
—Yo también —dijo Chuck y su tono zalamero y obsecuente me asqueó.
—¿Qué era lo que me estabas contando? —pregunté.
Hizo una inspiración profunda. Se interesó mucho en los camiones que nos pasaban y en los hombres que trabajaban con montañas de asfalto en el terraplén. Parecía como si ese sector de la I-95, cerca de Petersburg, estuviera en construcción desde la Guerra Civil.
—Ella no estaba de uniforme, si entiende lo que quiero decir —resumió con ampulosa sinceridad—. Estaba de traje, pero creo que no llevaba corpiño, o al menos la blusa… bueno, era transparente y se podía ver a través de ella.
—¿En algún momento trató de seducirte, se te insinuó de manera directa, más allá de la forma en que estaba vestida? —pregunté.
—No, pero fue como si ella esperara que yo tomara la iniciativa. Y ahora sé por qué. No me seguiría la corriente, pero sería una carta fuerte que tendría contra mí. Una manera más de controlarme. Así que cuando me trajo la segunda cerveza, fue directamente al grano. Dijo que era importante que yo supiera la verdad acerca de usted.
—¿Y cuál es esa verdad?
—Dijo que usted era una persona inestable. Que todo el mundo sabía que «había perdido la garra», ésas fueron sus palabras textuales, que prácticamente estaba en bancarrota porque era una compradora compulsiva…
—¿Una compradora compulsiva?
—Dijo algo sobre su casa y su automóvil.
—¿Cómo pudo saber ella nada sobre mi casa? —pregunté, y comprendí que Ruffin, entre otras cosas, estaba al tanto de mi auto y de mi casa.
—No sé —respondió él—. Supongo que lo peor fue lo que dijo sobre su trabajo. Que había arruinado varios casos y que los detectives comenzaban a quejarse de usted, con excepción de Marino. Él la defendía, razón por la cual con el tiempo ella tendría que hacer algo al respecto.
—Y por cierto lo hizo —dije.
—Caramba, ¿tengo que seguir? —preguntó él—. ¡No quisiera tener que decirle todas estas cosas!
—Chuck, ¿te gustaría tener la oportunidad de empezar de cero y reparar parte del daño que hiciste? —lo acorralé.
—Dios, si tan sólo pudiera —exclamó, como si realmente lo pensara.
—Entonces dime la verdad. Cuéntamelo todo. Toma por el buen camino para que puedas llevar una existencia feliz —lo alenté.
Yo sabía que ese pequeño canalla traicionaría a cualquiera si le convenía.
—Ella dijo que una de las razones por las que la habían puesto en ese cargo era que el jefe, el alcalde y el concejo municipal querían librarse de usted, pero no sabían cómo. —Ruffin siguió hablando como si las palabras le causaran dolor—. Que no podían hacerlo porque usted no depende de las autoridades municipales, así que básicamente debía hacerlo el gobernador. Me explicó que es como cuando se nombra un nuevo administrador municipal porque la gente quiere librarse de un mal jefe de policía. Fue sorprendente. Estuvo tan convincente que yo me lo tragué todo. Después, y es algo que nunca olvidaré, se puso de pie y se sentó a mi lado. Y me miró a los ojos.
»Dijo: «Chuck, tu jefa te va a arruinar la vida, ¿lo entiendes? Va a demoler a todos los que tiene cerca, en especial a ti». Yo le pregunté: «¿Por qué a mí?». Y ella me contestó: «Porque tú no eres nada para ella. Puede que las personas como ella tengan una conducta agradable, pero en el fondo se creen Dios y desprecian a los esbirros». Me preguntó si yo sabía qué quería decir esbirros y yo le dije que no. Entonces me explicó que un esbirro es un sirviente. Bueno, eso me enfureció.
—Me lo imagino —dije—. Yo jamás te traté a ti ni a nadie como un sirviente, Chuck.
—Ya lo sé. ¡Ya lo sé!
Pensé que parte de su relato era verdad. Pero, al mismo tiempo, estaba segura de que la mayor parte estaba distorsionada y arreglada en su beneficio.
—De modo que empecé a hacer cosas para ella. Al principio, cosas pequeñas —continuó Ruffin—. Y cada vez que hacía algo malo, me resultaba más fácil hacer lo siguiente. Me fui poniendo más duro por dentro y me autoconvencía de que todo lo que hacía estaba justificado o era, incluso, bueno. Tal vez lo hacía para poder dormir por las noches. Pero después las cosas que ella me pedía eran grandes, como lo del correo electrónico, sólo que hizo que Anderson me diera esas tareas. Bray es demasiado astuta y escurridiza como para hacer algo que la comprometa.
—¿Qué cosas, por ejemplo? —pregunté.
—Dejar caer la bala por el desagüe de la pileta. Eso fue bastante grave.
—Sí, lo fue —dije y traté de disimular el desprecio que Ruffin me provocaba.
—Que es una de las razones por las que yo sabía que debía de tener algo bien gordo en mente cuando me envió el e-mail pidiéndome que me reuniera anoche con ella en Buckhead's —continuó—. Me recomendó que no le dijera nada a nadie y que tampoco le contestara el e-mail a menos que hubiera un problema. Que sencillamente me presentara.
»A esa altura yo estaba muerto de miedo —agregó, y esa parte sí se la creí—. Me tenía en sus manos, ¿sabe? Yo estaba enlodado y ella me tenía. Me asustaba tanto pensar en lo que me pediría que hiciera a continuación.
—¿Y qué podría ser eso?
Él vaciló. Un camión de mudanza viró bruscamente delante de mí y yo clavé los frenos. Las topadoras movían tierra del terraplén y había polvo por todas partes.
—Arruinar el caso del Hombre del Contenedor. Yo sabía que se trataría de eso. Ella me haría manipular algo para meterla en tantos problemas que sería el fin de su carrera. Y ¿qué mejor caso que uno en el que intervenía Interpol? ¿Con todos los intereses que había al respecto?
—¿Y ya hiciste algo para comprometer ese caso, Chuck? —pregunté.
—No.
—¿Manipulaste o alteraste algún otro caso?
—No, no hice nada fuera de lo de la bala.
—Desde luego, ¿te das cuenta de que estarías cometiendo un delito grave si alteraras o destruyeras pruebas? ¿Te das cuenta de que Bray se propone hacerte meter preso, probablemente, para sacarte del camino cuando haya terminado conmigo?
—En el fondo, no creo que me haga una cosa así —dijo.
Él no era nada para ella, sólo un lacayo adulador que no tenía la inteligencia suficiente de evitar una trampa cuando la encontraba, porque su ego y su ambición entraban a tallar.
—¿Estás seguro? —pregunté—. ¿Seguro de que Bray no te convertirá en cabeza de turco?
Él titubeó.
—¿Tú eres el que ha estado robando cosas en la oficina? —pregunté, sin vueltas.
—Sí, pero lo tengo todo. Ella quería que yo hiciera… bueno, cualquier cosa que diera la impresión de que usted no era capaz de manejar la oficina. Tengo todo en casa, en una caja. Pensaba dejarla después en alguna parte del edificio para que alguien la encontrara y les devolviera las cosas a todos.
—¿Por qué permitiste que esa mujer tuviera tanto poder sobre ti? —pregunté—. Al punto de hacerte mentir, robar y manipular y alterar pruebas.
—Por favor, no deje que me arresten y que vaya a prisión —dijo con una voz asustada con la que podría ganar premios de actuación—. Tengo esposa y un hijo en camino. Me suicidaré, se lo prometo. Conozco muchas formas de hacerlo.
—Ni se te ocurra pensar en una cosa así —le advertí—. Y no vuelvas a decirlo.
—Lo haré. Estoy arrumado y es culpa mía, de nadie más.
—No estás arruinado a menos que quieras estarlo.
—Ya no importa —murmuró él, y comencé a temer que lo dijera en serio.
Constantemente se lamía los labios y sus palabras eran pegajosas porque tenía la boca muy seca.
—A mi mujer no le importaría. Y el bebé no necesita crecer con un padre en la cárcel.
—No te atrevas a enviarme tu cadáver —le dije, furiosa—. No te atrevas a que entre en la morgue y te encuentre en una de las mesas.
Él me miró, escandalizado.
—A ver si creces de una vez —dije—. Ni se te ocurra volarte los sesos porque las cosas salen mal, ¿me has oído? ¿Sabes lo que es el suicidio?
Él me miró con los ojos bien abiertos.
—Es como querer tener la última palabra. Y la última palabra es: «¡Jódanse!».
El negocio de Pit estaba un poco más allá del Salón de Belleza de Kate y era una casa pequeña con un cartel en el frente que decía «Vidente». Estacioné junto a una camioneta negra destartalada, tatuada con tantos autoadhesivos en el paragolpes que enseguida pensé en el señor Pit.
La puerta de su tienda se abrió en forma instantánea y me recibió un hombre que tenía tatuado cada centímetro de su piel expuesta, incluyendo el cuello y la cabeza. La absurda cantidad de objetos de toda clase que le atravesaban la piel me causó espanto.
Era mayor de lo que imaginaba, tendría poco más de cincuenta años, y era un hombre musculoso con una larga cola de caballo color gris y barba. Su cara parecía haber sido golpeada varias veces y vestía un chaleco de cuero negro sobre una camiseta. Tenía la billetera sujeta a los jeans con una cadena.
—Usted debe de ser Pit —dije mientras abría el baúl del auto para sacar la bolsa plástica.
—Adelante, pase —respondió con tono distendido, como si nada en el mundo anduviera mal o fuera motivo de preocupación.
Nos precedió a Ruffin y a mí y gritó:
—Taxi, mierda, muchacha. —Y a continuación nos aseguró—: No se preocupen por la perra. Es más mansa y suave que el champú para bebés.
Enseguida supe que no me gustaría lo que había adentro de esa tienda.
—No sabía que traería a otra persona con usted —comentó Pit y noté que su lengua lucía un adorno de plata—. ¿Cómo te llamas?
—Chuck.
—Es uno de mis asistentes —expliqué—. Si tiene algún lugar donde pueda sentarse, él nos esperará.
Taxi era una pit bull terrier, una masa muscular de color marrón y negro sobre cuatro patas.
—Sí, claro —dijo Pit y señaló un rincón del cuarto donde había un televisor y unas sillas—. Tenemos que tener un lugar para que los clientes esperen su turno. Chuck, ponte cómodo. Avísame si necesitas cambio para la máquina expendedora de gaseosas.
—Gracias —dijo Ruffin.
No me gustaba nada la forma en que Taxi me miraba. Yo jamás confiaba en un perro de esa raza, por manso que su dueño asegurara que era. Para mí, la cruza de bulldog y terrier había creado el Frankenstein de la raza canina, y yo ya había visto mi ración de gente mordida y lastimada por esos perros, en especial niños.
—Muy bien, Taxi, llegó la hora de una buena rascada en la panza —dijo Pit con voz seductora.
Taxi se echó, giró y levantó las patas al aire, y su amo se puso en cuclillas y comenzó a frotarle el estómago.
—¿Saben? —levantó la cabeza y nos miró a Chuck y a mí—, estos perros no son bravos a menos que sus dueños quieran que sean. No son más que cachorros grandes. ¿No es verdad, Taxi? La bauticé Taxi porque hace como un año vino aquí un chofer de taxi para que le hiciera un tatuaje. Dijo que me cambiaría el tatuaje de La Muerte con el nombre de su mujer abajo, por un cachorro pit bull terrier. Y yo acepté el trato, ¿verdad que sí, muchacha? Parece una broma que ella sea una Pit y yo también. Pero no estamos emparentados.