Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online
Authors: Patricia Cornwell
Tags: #Policíaco, Thriller
—Se supone que yo no debería llamarla, pero alguien tiene que hacerlo —dijo enseguida—. Ha habido un homicidio en Quik Cary, ese minimercado que hay cerca de Libbie. ¿Sabe a cuál me refiero?
Hablaba a toda velocidad y nerviosamente. Parecía asustado.
—Sí —respondí—. Queda cerca de casa.
Tomé un bloc y comencé a hacer anotaciones.
—Al parecer fue un robo. Alguien entró, sacó todo el dinero de la caja y le disparó a la empleada.
Pensé en el vídeo que había visto el día anterior.
—¿Cuándo sucedió esto? —pregunté.
—Creo que le dispararon hace no más de una hora. La llamo yo mismo porque en su oficina todavía no lo saben.
Callé un momento porque no estaba segura de qué había querido decir. De hecho, lo que él acababa de decir no podía ser cierto.
—Llamé también a Marino —continuó—. Supongo que ya no queda más que puedan hacerme.
—¿Qué fue eso de que en mi oficina no lo saben todavía? —pregunté.
—Ahora no se supone que la policía llame a los forenses hasta terminar con el trabajo en la escena del crimen. Hasta que terminen su tarea los técnicos del crimen, que en este momento deben estar llegando allá. Así que podrían pasar horas…
—¿De dónde viene todo esto? —lo interrogué, aunque lo sabía.
—Doctora Scarpetta, me obligaron a renunciar, pero yo lo habría hecho de todos modos —me respondió Carson—. Hay cambios con los que no podemos vivir. Usted sabe que mi gente siempre se llevó muy bien con su oficina. Pero Bray puso a gente nueva. Y lo que le hizo a Marino bastó para que yo renunciara allí mismo. Pero lo que importa en este momento es que ahora son dos los asesinatos en minimercados. No quiero que esto termine en la nada. Si es el mismo tipo, lo volverá a hacer.
Llamé a Fielding a su casa y le conté lo que sucedía.
—¿Quiere que yo…? —comenzó a decir.
—No —lo interrumpí—. Yo iré ahora mismo. Estamos metidos en problemas, Jack.
Conduje el auto a toda velocidad. Bruce Springsteen cantaba
Santa Claus viene a la ciudad,
y pensé en Bray. Nunca antes había odiado en realidad a nadie. El odio era veneno. Siempre lo había resistido. Odiar era perder, y era lo único que podía hacer ahora para resistir el calor de sus llamas.
Llegó el informativo y el homicidio fue la noticia principal, cubierta en vivo en la escena del crimen.
—… en lo que es el segundo asesinato cometido en un minimercado en tres semanas. Subjefa Bray, ¿qué puede decirnos al respecto?
—Todavía no contamos con detalles muy precisos —dijo su voz en el interior de mi auto—. Sí sabemos que, hace varias horas, un sospechoso desconocido entró en Quik Cary robó el dinero de la caja y le disparó a la empleada.
Sonó el teléfono del auto.
—¿Dónde estás? —preguntó Marino.
—Acercándome a Libbie.
—Yo estoy por entrar en la playa de estacionamiento de Cary Town. Necesito decirte qué está sucediendo porque nadie te dará ni la hora cuando llegues allá.
—Eso lo veremos.
Minutos después doblé hacia el pequeño centro comercial y estacioné frente a Schwarzchild, Joyeros, donde Marino se encontraba sentado en su camioneta. Entonces él subió a mi auto, de jeans, botas y una campera de cuero con raspones y cierre automático roto y forro de vellón tan pelado como su cabeza. Se había salpicado mucha agua de colonia, lo cual quería decir que había estado bebiendo cerveza. Arrojó la colilla del cigarrillo y la ceniza roja salió volando por el aire.
—Todo está bajo control —dijo él con ironía—. Anderson está en la escena.
—Y Bray.
—Sí, ofrece una maldita conferencia de prensa en el exterior del minimercado —comentó Marino, asqueado—. Vamos.
Conduje el auto hacia la calle Cary.
—Empieza con esto, Doc —comenzó—. El muy imbécil le dispara en la cabeza, cuando ella está en el mostrador. Entonces parece que puso el cartel de «Cerrado», cerró la puerta con llave, la arrastró al fondo, al depósito, y se puso a golpearla como loco.
—¿Le disparó y después la golpeó?
—Sí.
—¿Quién notificó a la policía? —pregunté.
—A las siete y dieciséis sonó la alarma contra ladrones —contestó Marino—. La puerta de atrás está conectada aunque el local esté abierto y en funcionamiento. La policía llega allá y encuentra la puerta de calle cerrada con llave y el cartel de «Cerrado», como ya te dije. Entonces pegan la vuelta y encuentran esa puerta abierta de par en par. Entran y la ven a ella tirada en el piso y sangre por todos lados. Tentativamente la identifican como Kim Luong, asiática, de treinta años.
Bray seguía dominando las noticias.
—Más temprano usted dijo algo acerca de un testigo —le preguntaba un reportero.
—Sólo que un ciudadano informó haber visto a un hombre vestido de oscuro en las cercanías del lugar a la hora en que pensamos ocurrió el homicidio —respondió Bray—. Estaba agazapado en un callejón de la otra cuadra. La persona que informó de su presencia no pudo verlo bien. Confiamos en que alguien más lo haya visto y nos llame. Ningún detalle carece de importancia. Todos debemos proteger nuestra comunidad.
—¿Qué hace esa mujer? ¿Piensa postularse para gobernadora? —bromeó Marino.
—¿Hay una caja fuerte en el interior del local? —le pregunté.
—Sí, en el fondo, donde encontraron el cuerpo de la muchacha. No había sido abierta. Por lo menos, eso fue lo que me dijeron.
—¿Y una cámara de vídeo? —pregunté.
—No. Tal vez el tipo se avivó después de liquidar a Gant y ahora roba en negocios que no tienen cámaras para filmarlo.
—Es posible.
Él y yo sabíamos que él hacía conjeturas y se esforzaba mucho, porque no estaba dispuesto a perder su trabajo.
—¿Carson te dijo todo esto? —pregunté.
—Los policías no fueron los que me suspendieron —contestó—. Y ya sé que piensas que el modus operandi es un poco diferente. Pero no es una ciencia, Doc. Lo sabes.
Eso era lo que Benton solía decirnos con una sonrisa irónica. Él era especialista en perfiles, un experto en modus operandi, patrones y predicciones. Pero cada homicidio tenía su propia coreografía especial, porque cada víctima era diferente. Las circunstancias y los estados de ánimo eran diferentes, incluso el clima era diferente, y el asesino con frecuencia modificaba su rutina. Benton solía quejarse de las versiones hollywoodenses de lo que los científicos de la conducta podían hacer. Él no era clarividente, y las personas violentas no actuaban siguiendo un software.
—A lo mejor ella lo enfureció o algo por el estilo —prosiguió Marino—. Tal vez él acababa de tener una discusión con su madre. ¿Quién demonios puede saberlo?
—¿Qué va a pasar cuando las personas como Al Carson ya no te llamen por teléfono?
—Es mi maldito caso —dijo, como si no me hubiera oído—. Gant era mi caso, y éste lo es también, lo mires como lo mires. Aunque no sea el mismo homicida, ¿quién lo descubrirá antes que yo, puesto que yo soy el que sabe todo lo que hace falta saber?
—No siempre es posible imponerse con una actitud agresiva —dije—. Eso no va a funcionar con Bray. Tenemos que buscar la manera de que a ella le valga la pena tolerarte, y será mejor que la encuentres en los próximos cinco minutos.
Permaneció callado mientras yo doblaba en la avenida Libbie.
—Tú eres inteligente, Marino —añadí—. Usa la cabeza. Esto no tiene nada que ver con las carreras de caballo ni con los egos. Se trata de una mujer que está muerta.
—Mierda —dijo él—. ¿Qué carajo le sucede a la gente?
Quick Cary era un minimercado que no tenía vidrieras al frente ni surtidores de combustible. Tampoco estaba profusamente iluminado ni ubicado en un lugar que atrajera a clientes que entraban o salían de caminos muy transitados. Con excepción de las vacaciones, permanecía abierto sólo hasta las seis.
El estacionamiento estaba inundado de destellos rojos y azules y, entre el retumbar de los motores, de los policías y del equipo de rescate que aguardaba, Bray brillaba en medio de los reflectores de televisión que sobrevolaban alrededor de ella como una flotilla de pequeños soles. Vestía una capa larga de lana roja y sus aros de diamantes refulgían cada vez que ella giraba la cabeza. Por su aspecto, se diría que acababa de salir de apuro de una reunión de gala.
Comenzaba a caer cellisca cuando yo saqué mi maletín del baúl del auto. Bray me vio antes que los representantes de los medios, y entonces su mirada encontró a Marino y en su cara apareció una expresión de furia.
—…no se dará esa información hasta que la familia haya sido notificada —le decía a la prensa.
—Observa esto —dijo Marino en voz baja.
Caminó con sensación de apuro hacia el local e hizo algo que nunca lo vi hacer antes: permitió que los medios lo acosaran. Incluso fue tan lejos como para sacar su radiotransmisor portátil mientras miraba en todas direcciones, enviando todas las señales imaginables de que él estaba a cargo y conocía muchos secretos.
—¿Estás allá adentro, dos-cero-dos? —Su voz llegó hasta mí cuando yo cerraba mi auto con llave.
—Diez-cuatro —le contestó otra voz.
—Ahora entro por el frente —murmuró Marino.
—Entonces nos veremos.
Por lo menos diez reporteros y camarógrafos lo rodearon enseguida. Era sorprendente lo rápido que se movían.
—¿Capitán Marino?
—¡Capitán Marino!
—¿Cuánto dinero robaron?
Marino no los echó. La mirada de Bray le escrutó la cara como garras mientras toda la atención se centraba en él, en ese hombre en cuyo cuello ella tenía apoyado el pie.
—¿Había menos de sesenta dólares en la caja registradora, como pasa en otros minimercados?
—¿Cree que en los minimercados debería haber guardias de seguridad en esta época del año?
Marino, sin afeitar y lleno de cerveza, miró hacia las cámaras y dijo:
—Si fuera mi minimercado, ya lo creo que los tendría.
Bray caminaba hacia mí.
—¿De modo que usted atribuye estos dos robos-homicidios a la época de Navidad? —le preguntó otro periodista a Marino.
—Los atribuyo a algún degenerado con sangre fía y sin conciencia moral. Lo volverá a hacer —respondió Marino—. Debemos detenerlo y eso es lo que nos proponemos e intentamos lograr.
Bray me enfrentó cuando yo me abría camino alrededor de los patrulleros de la policía. Se había cubierto bien con la capa y me pareció tan helada y punzante como el clima.
—¿Por qué le permite a Marino hacer esto? —me preguntó.
Me frené en seco y la miré a los ojos, y mi aliento helado brotaba como un tren a carbón a punto de arrollarla.
—«Permitir» no es una palabra que empleo con Marino —le aclaré—. Sospecho que usted lo está descubriendo de la manera más dolorosa.
Un reportero de una revista local de chismes levantó la voz por encima de los demás y dijo:
—¡Capitán Marino! Se rumorea que usted ya no es detective. ¿Qué hace aquí?
—La subjefa Bray me asignó esta misión especial —respondió Marino con tono severo hacia los micrófonos—. Yo dirigiré esta investigación.
—Esto es el fin de Marino —me advirtió Bray.
—No se irá precisamente en silencio. Jamás en su vida habrá oído usted tanto barullo —le prometí y me alejé.
Marino se reunió conmigo en la puerta del frente del local. Cuando entramos, la primera persona que vimos fue Anderson. Estaba de pie frente al mostrador y envolvía con papel marrón el cajón vacío del dinero, mientras el técnico de la escena del crimen Al Eggleston espolvoreaba la caja registradora en busca de huellas dactilares. Anderson pareció sorprenderse y fastidiarse al vernos.
—¿Qué hacen aquí? —le preguntó a Marino.
—Vinimos a comprar un pack de seis cervezas. ¿Cómo estás, Eggleston?
—Bien, Pete.
—Todavía no estamos listos para usted —me anticipó Anderson.
No le presté atención y me pregunté cuánto daño le habría hecho ya a la escena. Gracias a Dios, Eggleston tenía a su cargo la tarea más importante. Enseguida advertí la silla dada vuelta detrás del mostrador.
—¿Esa silla estaba así cuando la policía llegó aquí? —le pregunté a Eggleston.
—Sí, por lo que yo sé.
Abruptamente, Anderson salió del local, tal vez en busca de Bray.
—Caramba —dijo Marino—. La soplona.
—Vaya si lo es.
En la pared, detrás del mostrador, había arcos de sangre procedentes de una hemorragia arterial.
—Me alegra que estés aquí, Pete, pero estás atacando a una serpiente con una vara.
El rastro de sangre rodeaba el mostrador y seguía hasta el extremo más alejado de la puerta de calle.
—Marino, ven aquí —dije.
—Eh, Eggleston, trata de encontrar el ADN del tipo en alguna parte. Ponlo en un pequeño frasco y así, tal vez podremos crear su clon en el laboratorio —ordenó Marino mientras se me acercaba—. Entonces sabremos de quién demonios se trata.
—Eres un científico espacial, Pete.
Señalé los arcos de sangre producidos por la elevación y caída del ritmo sistólico del corazón de Kim Luong mientras se desangraba por la carótida. La sangre estaba en el suelo y se extendía por unos seis metros de estantes repletos de toallas de papel, papel higiénico y otros artículos de primera necesidad en las casas.
—Dios Santo —exclamó Marino al comprender lo que significaba—. ¿O sea que él la arrastró mientras ella sangraba a chorros?
—Así es.
—Con semejante hemorragia, ¿cuánto tiempo puede haber sobrevivido esa mujer?
—Minutos —respondí—. Diez a lo máximo.
Ella no había dejado ningún otro rastro de sangre salvo las leves impresiones paralelas hechas por su pelo y sus dedos al ser arrastrados por encima de su sangre. Imaginé al homicida arrastrándola primero tomada de los pies, mientras los brazos de ella se abrían como alas llenas de aire y su pelo flotaba atrás como plumas.
—Él la tenía sujeta por los tobillos —expliqué—. Ella tiene pelo largo.
Anderson había vuelto a entrar y nos observaba, y yo detestaba tener que cuidar cada palabra que decía cuando estaba rodeada por la policía. Pero sucedía. A lo largo de los años, trabajé con policías que filtraban la información y yo no tuve más remedio que tratarlos como enemigos.
—Lo que es seguro es que ella no murió enseguida —agregó Marino.
—Una perforación en la carótida no es algo que incapacite instantáneamente —le dije—. Puedes tener el cuello cortado y de todos modos llamar al 911. Ella no debería haber quedado inmovilizada de inmediato, pero es evidente que lo estaba.