Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online
Authors: Patricia Cornwell
Tags: #Policíaco, Thriller
—Gracias, Rose…
—Y hay otra cosa que tal vez le resulte interesante —continuó—. Está prohibido que el dinero marroquí entre o salga de ese país.
—Tengo la sensación de que este individuo estaba embarcado en muchas cosas prohibidas —arriesgué—. ¿Puedes comunicarte de nuevo con el agente Francisco?
—Desde luego que sí.
Mi comprensión de los protocolos del ATF se estaba convirtiendo en miedo de que Lucy me hubiera rechazado. Necesitaba desesperadamente verla. Quería hacer lo que fuera necesario para que eso sucediera. Corté la comunicación. Tomé la tabla de corcho de la bandeja y Lapointe la observó bajo una luz intensa.
—Confieso que no me siento muy optimista con respecto a esto —dijo.
—Bueno, espero que no empieces a ver también a éste en sueños —le dije—. Tampoco yo tengo muchas esperanzas. Lo único que podemos hacer es intentarlo.
Lo que quedaba de la epidermis tenía un color tan negruzco verdoso como una mina o un pantano, y la piel que había debajo comenzaba a oscurecerse y a secarse como charqui. Centramos la tabla de corcho debajo de una cámara con lente de alta resolución que estaba conectada a la pantalla de vídeo.
—No —indicó Lapointe—. Demasiados reflejos.
Intentó con una iluminación oblicua y después pasó a blanco y negro. Le fue poniendo distintos filtros a la lente de la cámara. El azul no sirvió, ni tampoco el amarillo, pero cuando probó con el rojo, las motas iridiscentes volvieron a aparecer. Lapointe las amplió. Eran perfectamente circulares. Pensé en lunas llenas, en un hombre lobo con ojos amarillos y malévolos.
—Así no podré obtener nada mejor que esto. Lo grabaré —dijo Lapointe, desalentado.
Grabó la imagen en el disco rígido y comenzó a procesarla, y el software hizo posible que viéramos unas doscientas tonalidades de gris que no podríamos haber detectado a simple vista.
Con el teclado y el mouse, Lapointe entró y salió de diferentes ventanas, utilizó contraste y brillo, aumentó la imagen, la achicó y la corrigió. Eliminó el ruido de fondo y comenzamos a ver poros capilares y, después, el punteado producido por una aguja de tatuaje. Desde la oscuridad emergieron líneas onduladas que se transformaron en pelaje o plumas. Una línea negra se convirtió en una garra.
—¿Qué piensas? —le pregunté a Lapointe.
—Creo que es lo máximo que obtendremos —contestó con impaciencia.
—¿Conoces a algún experto en tatuajes?
—¿Por qué no empieza con su histólogo? —respondió.
Encontré a George Gara en su laboratorio; en ese momento sacaba su bolsa con el almuerzo de una heladera en cuya puerta había un letrero que decía «No guardar comida». Adentro había manchas de nitrato de plata y mucicarmín, además de reactivos de Schiff, sustancias no precisamente compatibles con alimentos.
—Eso no me parece una muy buena idea —dije.
—Lo siento —tartamudeó él, puso la bolsa sobre la mesada y cerró la puerta de la heladera.
—Hay una heladera en el salón de descanso, George —le indiqué—. Y tendremos mucho gusto en que la uses.
Él no respondió y me di cuenta de que era tan vergonzoso que tal vez por eso no se animaba nunca a ir al salón de descanso. Sentí mucha lástima. No podía ni imaginar la vergüenza que debía de haber sentido cuando crecía y no podía hablar sin tartamudear. Quizás ello explicaba los tatuajes que lentamente iban cubriendo todo su cuerpo como kudzú. Tal vez lo hacían sentirse seguro y más hombre. Tomé una silla y me senté.
—George, ¿puedo hacerte algunas preguntas sobre tatuajes?
Se puso colorado.
—Me fascinan y necesito ayuda con un problema.
—Sí, por supuesto —dijo, no muy seguro.
—¿Te los hace un verdadero experto? ¿Alguien que tiene mucha experiencia en tatuajes?
—Así es —contestó—. Yo no iría a cualquiera.
—¿Te hacen los tatuajes aquí? Porque necesito encontrar un lugar donde pueda hacer algunas preguntas y no toparme con tipos difíciles, si entiendes lo que quiero decir.
—Pit —dijo él enseguida—, John Pit. Es realmente bueno. ¿Quiere que lo llame en su nombre? —preguntó, tartamudeando mucho.
—Te agradecería mucho que lo hicieras —respondí.
Gara sacó un pequeño índice telefónico del bolsillo de atrás del pantalón y buscó un número. Cuando tuvo a Pit en la línea, le explicó quién era yo. Al parecer, Pit era un hombre agradable.
—Tome —dijo Gara y me pasó el tubo—. Dejaré que usted le explique el resto.
No me resultó fácil hacerlo. Pit estaba en su casa y acababa de despertarse.
—¿De modo que cree que podemos tener suerte? —pregunté.
—Yo conozco casi todos los tatuajes que se ven por aquí —contestó—. Cada centímetro de las paredes de mi cuarto está cubierto con los dibujos que elige la gente. Por eso creo que sería mejor que usted viniera a casa en lugar de que yo fuera a su oficina. Podríamos ver algo que nos dé una pista. Pero le advierto que la tienda no está abierta los miércoles y los jueves. Y que el fin de semana de pago casi acabó conmigo. Todavía no me recuperé del todo. Pero abriré mi negocio para usted, puesto que parece un asunto importante. ¿Traerá a la persona que tiene el tatuaje?
Por lo visto, todavía no lo entendía.
—No, yo llevaré el tatuaje —dije—. Pero no a la persona que lo usaba.
—Aguarde un minuto —dijo—. Está bien, está bien, ahora entiendo. ¿De modo que cortó esa parte del cuerpo del muerto?
—¿Puede manejarlo?
—Demonios, sí. Puedo manejar cualquier cosa.
—¿A qué hora, entonces?
—Tan pronto pueda llegar aquí.
Colgué y me sorprendió ver a Ruffin parado junto a la puerta, observándome. Tuve la sensación de que se encontraba allí desde hacía un rato, escuchando mi conversación, puesto que yo le daba la espalda mientras tomaba notas. Tenía cara de cansado y los ojos enrojecidos, como si hubiera estado despierto y bebiendo la mitad de la noche.
—No tienes buen aspecto, Chuck —dije con un tono nada cordial.
—Me preguntaba si podría irme a casa. Creo que me pesqué alguna enfermedad.
—Cuánto lo lamento. Anda por aquí un virus muy contagioso que se cree llega por Internet. Se llama el
virus de las seis y treinta
—dije—. La gente se va corriendo a su casa del trabajo y enciende su computadora. Si es que tiene una computadora personal.
Ruffin palideció.
—Muy gracioso —dijo Gara—. Pero no entiendo la parte de las seis y media.
—Es la hora en que la mitad del mundo entra en AOL —contesté—. Por supuesto, Chuck, puedes irte a tu casa. Descansa. Te acompañaré a la puerta. Tenemos que pasar primero por la sala de descomposición para que tome el tatuaje.
Lo había sacado de la tabla de corcho y colocado en un frasco con formalina.
—Dicen que será un invierno muy bravo —informó Ruffin—. Esta mañana lo oí por la radio mientras venía en el auto al trabajo. Y aseguran que el frío aumentará cerca de la Navidad, y que en febrero parecerá de nuevo que estamos en primavera.
Abrí las puertas automáticas de la sala de descomposición y entré. En ese momento Larry Posner, el especialista en micropruebas, y un alumno del Instituto, trabajaban en la ropa del muerto.
—Siempre me alegra verlos —los saludé.
—Bueno, tengo que reconocer que nos ha dado otro de sus desafíos —dijo Posner y utilizó el escalpelo para raspar tierra de un zapato y transferirla a una hoja de papel blanco—. ¿Conoce a Carlisle?
—¿Te enseña algo? —le pregunté al joven.
—A veces —respondió.
—¿Cómo estás, Chuck? —dijo Posner—. Tienes muy mala cara.
—Voy tirando. —Chuck siguió con su papel de enfermo.
—Lamento lo del Departamento de Policía de Richmond —dijo Posner con una sonrisa comprensiva.
Ese comentario afectó a Ruffin.
—¿Qué? —dijo.
Posner parecía incómodo cuando contestó:
—Oí decir que lo de la academia fracasó. Bueno, sólo quería decirte que no debes desalentarte por eso.
Ruffin miró hacia el teléfono.
—La mayoría de las personas no lo saben —prosiguió Posner y se puso a trabajar con otro zapato—, pero fracasé en mis dos primeras pruebas de química en la Universidad de Virginia.
—No puedo creerlo —murmuró Ruffin.
—¿Qué me dicen? —Carlisle simuló estar horrorizado y disgustado—. Y pensar que me dijeron que si venía aquí tendría los mejores instructores del mundo. Quiero que me devuelvan el dinero.
—Tengo algo que mostrarle, doctora Scarpetta —dijo Posner y levantó el visor de su capuchón.
Bajó el escalpelo, plegó la hoja de papel y fue hacia los jeans negros en los que trabajaba Carlisle. Estaban cuidadosamente desplegados sobre la camilla cubierta con una sábana. La pretina había sido dada vuelta hasta las caderas, y Carlisle recolectaba con mucha suavidad pelos con pequeñas pinzas con punta de aguja.
—Esto es increíble —afirmó Posner y señaló con un dedo enguantado, mientras su aprendiz doblaba los jeans hacia abajo otros tres centímetros y ponía al descubierto más pelos.
»Ya hemos recogido docenas —continuó Posner—. ¿Sabe?, empezamos a doblar los jeans hacia abajo y encontramos el esperado vello púbico en la entrepierna, pero, además, estos pelos rubios. Y a medida que avanzamos hacia abajo, aparecen más. Esto no tiene sentido.
—Así es, no parece tenerlo —convine.
—¿No podría pertenecer a algún animal, digamos, un gato persa? —sugirió Carlisle.
Ruffin abrió una alacena y tomó el frasco plástico con formalina que contenía el tatuaje.
—Por ejemplo, si el gato se echó a dormir sobre los jeans cuando estaban del revés —prosiguió Carlisle—. Bueno, muchas veces, cuando me da trabajo sacarme los jeans, terminan al revés y arrojados sobre una silla. Y a mi perro le encanta dormir sobre mi ropa.
—Supongo que jamás se te cruza por la cabeza la posibilidad de colgar tu ropa o ponerla en un cajón —comentó Posner.
—¿Eso forma parte de mi tarea?
—Iré a buscar una bolsa para poner esto —dijo Ruffin y sostuvo en alto el frasco—. Por si pierde o algo.
—Buena idea —afirmé. Después le pregunté a Posner—: ¿Cuándo podrás echarle una mirada a esto?
—Por ser usted, le haré la pregunta letal —dijo—. ¿Para cuándo lo necesita?
Suspiré.
—Está bien, está bien.
—La Interpol trata de rastrear a este tipo para averiguar quién es. Yo estoy tan presionada como todos los demás, Larry —dije.
—No hace falta que me lo explique. Sé que cuando dice que necesita algo con apuro, existe siempre una buena razón para ello. ¿Qué le pasa a ese chico? Reaccionó como si no supiera que no fue aceptado por la academia de policía. Demonios, si lo sabe todo el mundo en este edificio.
—En primer lugar, yo no lo sabía —declaré—. Y, segundo, no sé por qué se corrió tanto la voz.
Al decirlo, de pronto pensé en Marino. Él dijo que ajustaría cuentas con Ruffin, y quizá su forma de hacerlo fue averiguar la noticia y difundirla alegremente.
—Parece que Bray fue la que le dio el olivo —prosiguió Posner.
Un momento después, Ruffin regresó con una bolsa plástica en la mano. Abandonamos la sala de descomposición y nos lavamos en nuestros respectivos vestuarios. Yo me tomé bastante tiempo. Lo hice esperar en el hall, sabiendo que su ansiedad crecía minuto a minuto. Cuando finalmente emergí, caminamos juntos en silencio y él se detuvo dos veces para tomar un poco de agua.
—Espero no tener fiebre —dijo.
Me detuve y lo miré, y él, involuntariamente, pegó un salto hacia atrás cuando yo le puse el dorso de la mano en la mejilla.
—Creo que estás bien.
Lo acompañé por el lobby hacia la playa de estacionamiento, y a esa altura él estaba muy asustado.
—¿Pasa algo? —preguntó por fin, carraspeó y se puso los anteojos oscuros.
—¿Por qué me lo preguntas? —dije con toda inocencia.
—Porque me acompaña hasta aquí y todo eso.
—Yo voy hacia mi auto.
—Lamento haberle hablado de los problemas que hay aquí, lo de Internet y todo eso —dijo—. Sabía que era mejor guardármelo porque usted se enojaría muchísimo.
—¿Por qué crees que estoy enojada contigo? —le pregunté mientras abría la portezuela del auto con mi llave.
Ruffin parecía no encontrar palabras para contestarme. Abrí el baúl del auto y puse adentro la bolsa plástica.
—Aquí tiene un poco saltada la pintura. Probablemente de una piedra, pero está comenzando a oxidarse y…
—Chuck, quiero que oigas lo que te estoy diciendo —le advertí, muy tranquila—. Lo sé todo.
—¿Qué? No entiendo a qué se refiere.
—Lo entiendes perfectamente.
Me instalé en el asiento delantero y encendí el motor.
—Sube, Chuck —dije—. No te quedes allí parado en medio del frío. Sobre todo porque no te sientes bien.
Él vaciló y exudó olor a miedo cuando rodeó el auto para subir al asiento del acompañante.
—Una lástima que no pudiste llegar a Buckhead's. Tuve una interesante conversación con la subjefa Bray —agregué cuando él cerraba la portezuela.
Chuck quedó boquiabierto.
—Para mí, es un alivio encontrar finalmente respuestas a mis preguntas —continué—. El correo electrónico, Internet, los rumores sobre mi carrera, las filtraciones.
Esperé a ver cuál era su reacción y me sorprendió oírlo decir:
—Por eso no me aceptaron en la academia, ¿no? Usted la vio anoche y esta mañana recibo la noticia. Seguro que usted habló mal de mí, le dijo a ella que no me tomara y después se lo contó a todos para humillarme.
—Tu nombre no surgió en ningún momento de la conversación. Y te aseguro que jamás hice correr la voz de nada con respecto a ti en ninguna parte.
—Mentira. —Por la furia le tembló la voz y parecía a punto de echarse a llorar—. Toda la vida quise ser policía, ¡y ahora usted lo arruinó todo!
—No, Chuck, tú lo arruinaste.
—Llame a la jefa y dígale algo. Usted puede hacerlo —me suplicó como una criatura desesperada—. Por favor.
—¿Por qué razón te ibas a reunir anoche con Bray?
—Porque ella me lo pidió. No sé qué quería. Me envió un e-mail en el que me decía que estuviera en el estacionamiento de Buckhead's a las cinco y media.
—Y, desde luego, para ella no te presentaste. Supongo que eso puede tener algo que ver con la mala noticia que recibiste esta mañana. ¿Tú que opinas?
—Supongo que sí —farfulló.