Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online
Authors: Patricia Cornwell
Tags: #Policíaco, Thriller
—Kay. —Echó hacia atrás su sillón y se puso de pie—. ¿Cómo estás?
Me indicó que me sentara en el sofá, cerró la puerta y volvió a instalarse detrás de la barrera de su escritorio, lo cual no era buena señal.
—Estoy satisfecho con la forma en que andan las cosas en el Instituto, ¿tú no? —preguntó.
—Sí, mucho —contesté—. Da un poco de miedo, pero es mejor de lo que esperaba.
Tomó su pipa y su bolsa de tabaco.
—Me he estado preguntando qué te sucede a ti —indagó—. Pareces haberte evaporado de la superficie de la tierra.
—No sé por qué dice eso —respondí—. Me ocupo de la misma cantidad de casos que siempre, si no de más.
—Ah, sí. Desde luego, sigo tu trabajo por las noticias.
Comenzó a llenar la pipa de tabaco. En el edificio estaba prohibido fumar, y Wagner solía chupar una pipa fría cuando se sentía intranquilo. Sabía que yo no estaba allí para hablar del Instituto ni para decirle lo atareada que había estado.
—Por cierto que sé lo atareada que estás —prosiguió—, puesto que ni siquiera tienes tiempo de venir a verme.
—Acabo de enterarme hoy, Sinclair, de que usted trató de verme la semana pasada —me defendí.
Él me sostuvo la mirada y chupó su pipa. El doctor Wagner tenía algo más de sesenta años pero parecía mayor, como si el hecho de recibir durante tantos años los secretos atribulados de sus pacientes finalmente hubiera comenzado a desgastarlo. Tenía ojos de expresión bondadosa y una de sus ventajas era que la gente tendía a olvidar que también poseía la astucia de un abogado.
—Si no recibiste mi mensaje de que quería verte, Kay —declaró—, entonces me parece que tienes un problema con tu personal.
Lo dijo con lentitud y tono suave.
—Así es, pero no la clase de problema que usted imagina.
—Te escucho.
—Alguien se ha estado metiendo en mi e-mail —expliqué—. Al parecer, esta persona entró en la carpeta en la que se guardan nuestras contraseñas y se apoderó de la mía.
—Entonces es una cuestión de seguridad…
Levanté una mano para interrumpirlo.
—Sinclair, el problema no es de seguridad. Estoy siendo atacada desde mis propias filas. Es evidente que alguien —o, quizá, más de una persona— trata de causarme problemas. Tal vez, incluso de que me despidan. Su secretaria le envió un correo electrónico a la mía para avisarle que usted quería verme. Mi secretaría me envió otro a mí y, supuestamente, yo contesté que estaba «demasiado ocupada» para verlo en ese momento.
Me di cuenta de que lo que acababa de decirle le resultaba confuso al doctor Wagner, si no ridículo.
—Hay otras cosas —continué, cada vez más incómoda con el sonido de mi propia voz que tejía lo que parecía una telaraña de fantasías—. E-mails que piden que los llamados dirigidos a mí sean derivados a mi subjefe y, peor aún, todo ese asunto del chateo en Internet a que supuestamente estoy dedicada.
—Estoy enterado de eso —concedió con tono sombrío—. ¿Me estás diciendo que quienquiera que esté haciendo esto de Querida Doctora Kay es la misma persona que utiliza tu contraseña?
—Decididamente es alguien que usa mi contraseña y se hace pasar por mí.
Él permaneció callado, chupando su pipa.
—Tengo la firme sospecha de que mi supervisor de la morgue está relacionado con todo esto —añadí.
—¿Por qué?
—Por su conducta errática, su hostilidad, sus constantes desapariciones. Está descontento, malhumorado y trama algo. Podría seguir.
Silencio.
—Cuando pueda demostrar que está involucrado —dije—, me ocuparé personalmente del problema.
El doctor Wagner volvió a poner la pipa sobre el cenicero. Se puso de pie, rodeó el escritorio y se acercó a donde yo estaba sentada. Se instaló en una silla del costado. Se inclinó hacia adelante y me miró con expresión intensa.
—Hace mucho que te conozco, Kay —dijo con voz bondadosa pero seria—. Y también conozco bien tu reputación. Y no hace mucho tiempo has pasado por una tragedia horrorosa.
—¿Trata usted de jugar al psiquiatra conmigo, Sinclair? —y no lo pregunté en son de broma.
—No eres una máquina.
—Y tampoco me da por pensar en cosas raras. Lo que le digo es real. Como lo es cada ladrillo del edificio que estoy construyendo. Están ocurriendo muchas cosas sospechosas, y si bien es cierto que he estado más distraída que lo habitual, le aseguro que lo que le digo no tiene nada que ver con eso.
—¿Cómo puedes estar tan segura, Kay, si has estado distraída, como tú misma acabas de decirlo? La mayoría de las personas no se habrían incorporado de nuevo al trabajo por un tiempo —si es que lo hacían alguna vez—, después de lo que tú has sufrido. ¿Cuándo volviste a trabajar?
—Sinclair, todos tenemos una manera distinta de hacer frente al dolor.
—Deja que yo responda por ti a mi pregunta —continuó—. Diez días. Y podría agregar que el medio al que volvías no era precisamente alegre. Tragedia, muerte.
Yo no dije nada y traté de recuperar la compostura. Había estado sumida en una cueva oscura y casi no recordaba haber esparcido las cenizas de Benton al mar en Hilton Head, el lugar que él más amaba. Casi no recordaba tampoco haber vaciado el departamento que Benton tenía allá, y después atacado sus cajones y armarios en mi casa. Con velocidad de enajenada, me libré en ese momento de todo lo que con el tiempo habría tenido que liquidar.
Si no hubiera sido por la doctora Anna Zimmer, no habría sobrevivido. Ella era una mujer mayor, una psiquiatra que era amiga mía desde hacía años. Yo no tenía idea de lo que ella había hecho con los trajes finos, las corbatas, los zapatos de cuero lustrados y las colonias de Benton. No quería saber qué había sido de su BMW. Sobre todo, no toleraba saber adonde había ido a parar la ropa blanca que solía estar en nuestro cuarto de baño y en nuestra cama.
Anna tuvo el buen tino de guardar todas las cosas que importaban. No tocó sus libros ni sus alhajas. Dejó los certificados colgados en las paredes del estudio de Benton, donde nadie los vería, porque él era tan modesto. No me dejó sacar las fotografías suyas que había diseminadas por toda mi casa, porque dijo que era importante para mí vivir con ellas.
—Tienes que vivir con el recuerdo —me dijo una y otra vez con su fuerte acento alemán—. Es algo todavía presente, Kay. No puedes huir de él. No lo intentes.
—En una escala de uno a diez, ¿cuál es el grado de tu depresión, Kay? —La voz del doctor Wagner sonó distante y en segundo plano.
Todavía estaba dolida y no podía aceptar que Lucy no se hubiera presentado ni una vez durante todo esto. Benton me dejó su departamento en el testamento, y Lucy estaba furiosa porque yo lo vendí, aunque sabía tan bien como yo que ninguna de las dos toleraríamos volver a entrar en él. Cuando yo traté de regalarle la campera que él tanto amaba y que había usado en sus épocas de estudiante universitario, ella dijo que no la quería, que se la regalaría a alguna otra persona. Supe que nunca lo había hecho. Que la tenía escondida en alguna parte.
—No tiene nada de vergonzoso admitirlo. Creo que a ti te cuesta reconocer que eres humana —afloró la voz del doctor Wagner.
Mi mirada se despejó.
—¿No has pensado en comenzar a tomar antidepresivos? —me preguntó el doctor Wagner—. Algo suave como Wellbutrin.
Callé un momento antes de decir nada.
—En primer lugar, Sinclair —dije—, la depresión por una situación específica es algo normal. No necesito una píldora para que mágicamente haga desaparecer mi pena. Tal vez sea estoica. Tal vez me cueste demostrar mis emociones frente a los demás, exhibir mis sentimientos más profundos, y sí, me resulta más fácil pelear y enojarme y trabajar exageradamente que sentir dolor. Pero no estoy sumida en la negación. Tengo el suficiente tino para saber que los duelos deben seguir su curso. Y esto no es fácil cuando las personas en las que confiamos comienzan a despojarnos de lo poco que nos queda en la vida.
—Acabas de pasar de primera persona del singular a primera persona del plural —me señaló—. Me pregunto si tienes conciencia de que…
—No me diseccione, Sinclair.
—Kay, permíteme que te trace el retrato de una tragedia, de una violencia que quienes no han sido tocados por ella no verán jamás —me pidió—. Tiene vida propia. Sigue causando estragos, aunque de manera más furtiva y provocando heridas menos visibles a medida que pasa el tiempo.
—Yo veo todos los días el retrato de la tragedia —dije.
—¿Y cuando te miras al espejo? —preguntó.
—Sinclair, ya es bastante malo sufrir una pérdida, pero incrementarla con el hecho de que todos nos miren con desconfianza y duden de nuestra habilidad para seguir funcionando, es como que nos pateen y nos degraden cuando se supone que estamos caídos.
Él me sostuvo la mirada. Yo había vuelto a usar el plural, ese lugar más seguro, y lo vi en sus ojos.
—La crueldad se ceba en lo que percibe como debilidad —proseguí.
Sabía bien lo que era el mal. Podía olerlo y reconocer sus facciones cuando lo tenía cerca.
—Alguien tomó lo que me pasó como la largamente esperada oportunidad para destruirme —concluí.
—¿No te parece que ésa es una actitud un poco paranoica de tu parte? —preguntó él.
—No.
—¿Por qué habría alguien de hacer algo así?
—Por poder. Para robarme el fuego.
—Una interesante analogía —dijo—. Cuéntame qué quieres decir con eso.
—Yo uso mi poder para el bien —expliqué—. Y quienquiera que sea el que trata de herirme quiere apoderarse de mi poder para su propio uso egoísta, y uno no quiere que el poder esté en manos de esa clase de personas.
—Coincido contigo —dijo él con aire pensativo.
Sonó la campanilla de su teléfono. Se puso de pie y lo atendió.
—No ahora —dijo—. Ya lo sé. Tendrá que esperar.
Volvió a la silla y suspiró, se sacó los anteojos y los puso sobre la mesa de café.
—Creo que lo mejor será enviar un comunicado de prensa en el que se informe que alguien se está haciendo pasar por ti en Internet, y hacer todo lo que esté a nuestro alcance para aclarar las cosas —dijo—. Pondremos fin a esto, aunque necesitemos una orden judicial.
—Eso me haría muy feliz.
El doctor Wagner se puso de pie y yo hice otro tanto.
—Gracias, Sinclair. Gracias a Dios que tengo un escudo como usted.
—Esperemos que el nuevo secretario también lo sea —comentó, como si yo supiera de qué hablaba.
—¿Qué nuevo secretario? —pregunté y la ansiedad volvió a hacer presa de mí, sólo que con mayor intensidad.
En su rostro apareció una expresión extraña. Después pareció irritado.
—Te envié varios memos privados y confidenciales. ¡Maldición! Esto ha ido demasiado lejos.
—Yo no recibí nada.
Apretó los labios y sus mejillas se tiñeron de rojo. Una cosa era manipular el correo electrónico y otra muy distinta interceptar los memorandos sellados y clasificados del secretario. Ni siquiera a Rose le estaba permitido abrirlos.
—Al parecer, mis superiores piensan que deberíamos sacar tu oficina de Salud y trasladarla a Seguridad Pública —me aclaró.
—Por el amor de Dios, Sinclair —exclamé.
—Ya lo sé, ya lo sé. —Levantó una mano para serenarme.
La misma propuesta absurda se había presentado poco después de que me tomaran a mí. Los laboratorios forenses y de la policía se encontraban bajo jurisdicción de Seguridad Pública, lo cual significaba, entre otras cosas, que si mi oficina también lo estaba, no habría más verificaciones ni balances. Básicamente, el departamento de policía tendría injerencia en la forma en que yo trabajaba mis casos.
—Yo ya he comunicado por escrito cuál es mi posición sobre este punto —le dije al doctor Wagner—. Hace algunos años, logré que no se impusiera hablándoles a los fiscales y a los jefes de policía. Hasta hablé con los abogados defensores. No podemos permitir que esto ocurra.
El doctor Wagner no dijo palabra.
—¿Por qué ahora? —insistí—. ¿Por qué se ha presentado esto justo ahora? Esto ha permanecido latente durante más de diez años.
—Creo que el representante Connors lo está promoviendo porque algunos de los capitostes de las fuerzas del orden lo presionan en este sentido —dijo—. Quién demonios puede saberlo.
Yo sí lo sabía y, mientras conducía el auto de regreso a mi oficina, me fui enfureciendo cada vez más. Me puse a profundizar las preguntas sin respuesta, a excavar lo que no resultaba visible a simple vista, y decidí llegar a la verdad. Lo que los detractores como Chuck Ruffin y Diane Bray no habían tomado en cuenta en sus maquinaciones era que habían servido para despertarme.
Un plan comenzaba a materializarse en mi mente. Era muy sencillo. Alguien quería hacerme desaparecer para que mi oficina pasara a depender de Seguridad Pública. Yo había oído rumores de que el secretario actual, que a mí me gustaba mucho, se jubilaba. ¿No sería una coincidencia que Bray de pronto tomara su lugar?
Cuando llegué a mi oficina, le sonreí a Rose y le deseé una buena mañana.
—¡Vaya si estamos de buen humor hoy! —exclamó ella, muy complacida.
—Es por tu sopa de verduras —le comenté—. Siempre está ahí para que me den ganas de volver a casa. ¿Dónde está Chuck?
La sola mención de su nombre hizo que en los ojos de Rose apareciera una expresión torva.
—Se fue a llevar varios cerebros a la Facultad de Medicina —contestó.
Cada tanto, cuando los casos eran neurológicamente sospechosos y complicados, yo preparaba el cerebro en formalina y lo enviaba al laboratorio de neuropatología para que le hicieran estudios especiales.
—Avísame cuando vuelva —le pedí—. Tenemos que instalar la Luma-Lite en la sala de descomposición.
Ella apoyó un codo en el escritorio, el mentón en la mano, sacudió la cabeza y me miró.
—Detesto tener que ser yo la que le diga esto —dijo.
—Dios, ¿y ahora, qué? Justo cuando pensé que podía ser un buen día.
—El Instituto realizará un ensayo de escena del crimen y parece que la Luma-Lite de ellos no funciona.
—No me digas.
—Bueno, lo único que sé es que llamó alguien aquí y Chuck les llevó nuestra Luma-Lite antes de salir para la facultad.
—Entonces iré a traerla de vuelta.
—La operación se realizará al aire libre y a unos quince kilómetros de aquí.
—¿Quién le dio a Chuck autoridad para prestarla? —pregunté.