Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online
Authors: Patricia Cornwell
Tags: #Policíaco, Thriller
—¿Ves esto, Marino? ¿O es sólo mi imaginación? —pregunté.
Él se puso más pomada de eucalipto en la nariz y se apoyó contra la mesa. Miró y miró.
—Tal vez —dijo—. No lo sé.
Pasé una toalla húmeda sobre la piel y la capa exterior, o epidermis, se soltó. El tejido que había debajo, o dermis, parecía un cartón corrugado marrón y pastoso, manchado con tinta oscura.
—Un tatuaje. —Estaba bastante segura—. La tinta penetró en la dermis, pero no descubro bien qué es. Parece sólo una gran mancha.
—Como una de esas manchas moradas de nacimiento que tienen algunas personas —comentó Marino.
Acerqué más la lupa y moví una lámpara quirúrgica para ver mejor. Ruffin, enfurruñado, lustraba obsesivamente una mesada de acero inoxidable.
—Intentémoslo con UV —decidí.
La lámpara de luz ultravioleta multibanda era sencilla de usar y tenía el aspecto de los scanners de mano utilizados en los aeropuertos. Redujimos la intensidad de las luces y primero hice la prueba con la luz UV de onda larga y sostuve la lámpara bien cerca de la zona que me interesaba. Bajo la luz ultravioleta, cualquier cosa blanca, como la sábana que estaba en la camilla cercana, parecerá nieve a la luz de la luna y, posiblemente, recogerá cierta tonalidad violeta de la lámpara. Deslicé el selector hacia abajo e intenté con onda corta. No noté ninguna diferencia entre las dos.
—Luces —ordené.
Ruffin las encendió.
—Creí que la luz del tatuaje se encendería como neón —dijo Marino.
—Eso lo hacen las tintas fluorescentes —contesté—. Pero puesto que las concentraciones altas de yodo y mercurio no son muy buenas para la salud, ya no se utilizan.
Era más de mediodía cuando por fin empecé la autopsia: hice una incisión en forma de Y, extraje el esternón y las costillas. Lo que hallé fue más o menos lo que esperaba. Los órganos estaban blandos y friables; virtualmente se desmenuzaban al tocarlos, así que tuve que tener mucho cuidado al pesarlos y seccionarlos. No fue mucho lo que pude sacar en limpio de las arterias coronarias, fuera de que no estaban ocluidas. Ya no había sangre sino sólo el fluido putrefacto llamado efusión oleosa que recogí de la cavidad pleural. El cerebro estaba licuefacto.
—Las muestras del cerebro y de la efusión van al departamento de toxicología para que busquen allí indicios de alcohol —le expliqué a Ruffin mientras seguía trabajando.
La orina y la bilis se habían filtrado a través de las células de sus órganos huecos y habían desaparecido, y no quedaba ya nada del estómago. Pero cuando desplacé hacia atrás tejido negro procedente del cráneo, creí tener la respuesta que buscaba. El individuo tenía manchas en la cresta petrosa de los huesos temporales y en las células mastoideas, de ambos lados.
Aunque no podía diagnosticar nada con certeza hasta recibir los resultados de toxicología, estaba bastante segura de que ese hombre se había ahogado.
—¿Qué? —Marino me miraba fijo.
—¿Ves esas manchas? —dije y se las señalé—. Son hemorragias tremendas, probablemente de cuando luchaba mientras se ahogaba.
Sonó la campanilla del teléfono y Ruffin corrió a contestar.
—¿Cuándo fue la última vez que trabajaste con Interpol? —le pregunté a Marino.
—Hace cinco, quizá seis años, cuando ese fugitivo de Grecia terminó aquí y se trenzó en una pelea en un bar cerca de la calle Hull.
—Pues este caso tiene, sin duda, conexiones internacionales. Y si él desapareció de Francia, Inglaterra, Bélgica o sólo Dios sabe dónde, si es una suerte de fugitivo internacional, nunca lo sabremos aquí en Richmond a menos que Interpol lo relacione con alguien en algunos de sus sistemas de computación.
—¿Alguna vez hablaste con ellos? —me preguntó.
—No. Eso se los dejo a ustedes.
—Deberías oír a los policías que siempre esperan tener un caso que esté relacionado con Interpol, pero si les preguntas qué es exactamente Interpol, no tienen la menor idea —explicó Marino—. Si quieres que te diga la verdad, no me interesa en absoluto tratar con Interpol. Me asustan tanto como la CIA. Ni siquiera quiero que esa clase de gente sepa que existo.
—Eso es ridículo. ¿Sabes qué significa la Interpol, Marino?
—Sí. Degenerados secretos.
—Es una contracción de «policía internacional». La finalidad es lograr que la policía de los países miembros trabajen juntos, se hablen entre sí. Más o menos lo que tú deseas que se haga en tu propio departamento.
—Entonces no deben de tener a una Bray trabajando para ellos.
Miré a Ruffin. Con quienquiera que estuviera hablando por teléfono, era evidente que quería mantener la conversación en privado.
—Las telecomunicaciones, una red restringida a nivel mundial de fuerzas del orden… ¿Sabes?, no sé cuánto tiempo más puedo seguir tolerando esto. Él no sólo me sabotea, sino que también hace alarde de ello —murmuré, la vista fija en Ruffin, en el momento en que colgaba el tubo.
Marino lo fulminó con la mirada.
—La Interpol hace circular avisos con un código cromático acerca de personas buscadas y desaparecidas, advertencias, pesquisas —continué, un poco aturdida, mientras Ruffin se metía una toalla en el bolsillo de atrás de la bata y sacaba un contador de píldoras de un armario.
Se sentó en un banco frente a una pileta de acero, de espaldas a mí. Abrió una bolsa de papel marrón marcada con el número del caso y sacó tres frascos de aspirinas y dos frascos de medicamentos recetados.
—Así que un aviso negro significa un cuerpo no identificado —aclaré—. Por lo general, pertenece a algún fugitivo que se sospecha tiene vinculaciones internacionales. Chuck, ¿por qué haces eso aquí adentro?
—Como le dije, estoy retrasado con el conteo. Nunca recibí tantas malditas pastillas junto con los cadáveres, doctora Scarpetta. Ya no puedo mantenerme al día. Y cuando llego a la cuenta de sesenta o setenta, justo en ese momento suena el teléfono, pierdo la cuenta y tengo que empezar de nuevo.
—Sí, Chuckie-querido —dijo Marino—. Me doy cuenta de por qué pierdes la cuenta con tanta facilidad.
Ruffin se puso a silbar.
—¿Qué te pone tan contento, así, de repente? —preguntó Marino con irritación mientras Ruffin usaba pinzas para llenar hileras con píldoras en la pequeña bandeja plástica azul.
—Necesitaremos conseguir huellas dactilares, registros dentales, lo que podamos —le indiqué a Marino mientras extraía una sección de músculo profundo del muslo para el ADN—. Cualquier cosa que obtengamos debemos enviársela a ellos —agregué.
—¿Ellos? —preguntó Marino.
Comenzaba a exasperarme.
—Interpol —dije lacónicamente.
Volvió a sonar la campanilla del teléfono.
—Marino, ¿podría contestar? Yo estoy contando píldoras.
—Pedazo de mierda —le lanzó a Ruffin.
—¿Me estás escuchando? —Levanté la vista y miré a Marino.
—Sí —respondió él—. El enlace del Departamento de Investigación Criminal de la Policía Estatal solía ser un tipo que era sargento primero. Recuerdo haberle preguntado si quería beber una cerveza alguna vez en el F.O.P. o comer algo en Chetti's con algunos de los muchachos. Ya sabes, trataba de mostrarme cordial, y él jamás cambió el tono de su voz. Estoy bastante seguro de que me estaban grabando la conversación.
En ese momento yo trabajaba en una sección de hueso vertebral que después limpiaría con ácido sulfúrico y revisaría en busca de organismos microscópicos llamados diatomeas, que se encontraban en el agua de todas partes del mundo.
—Ojalá recordara su nombre —decía Marino—. Así que él tomó toda la información, se puso en contacto con Washington, y Washington contactó a Lyon, donde están todos esos agentes secretos. Oí decir que tienen un edificio bastante misterioso en un camino oculto, algo así como Batman y su cueva. Cercas electrificadas, con alambre de púas y guardias con ametralladoras.
—Has estado viendo demasiadas películas de James Bond —me burlé.
—No desde que dejó de interpretarlo Sean Connery. Hoy en día el cine es una porquería, y tampoco en la televisión hay nada bueno. No sé por qué me molesto siquiera en ver programas.
—Tal vez deberías leer un libro cada tanto.
—¿Doctora Scarpetta? —dijo Chuck y cortó la comunicación—. Era el doctor Cooper. En la efusión hay un porcentaje de alcohol de cero-punto-cero-ocho, y cero en el cerebro.
Ese 0.08 no significaba mucho, puesto que tampoco el cerebro exhibía nivel de alcohol. Tal vez el hombre había estado bebiendo antes de morir, o quizá lo que teníamos era alcohol generado postmortem, causado por bacterias. No había otros fluidos para comparar, ni orina ni sangre ni el fluido ocular conocido como humor vítreo, lo cual era una lástima. Si ese 0.08 era el nivel real, podría al menos mostrar que ese hombre habría sufrido cierto menoscabo y, por consiguiente, era más vulnerable.
—¿Cómo lo vas a rotular? —preguntó Marino.
—Un caso agudo de mareo de mar —acotó Ruffin mientras espantaba una mosca con una toalla.
—Me estás haciendo perder los estribos —le advirtió Marino.
—Causa de muerte no determinada —respondí—. Forma: homicidio. Éste no es un pobre estibador que accidentalmente terminó encerrado en un contenedor. Chuck, necesito un platillo quirúrgico. Déjalo sobre la mesada. Y, antes de que termine este día, tú y yo debemos hablar.
Enseguida apartó la vista. Yo me quité los guantes y llamé a Rose.
—¿Te importaría revisar los cajones y buscar una de mis viejas tablas de corcho? —le pedí.
La OSHA había decidido que todas las tablas de corte debían de tener un revestimiento de teflon porque las porosas estaban expuestas a la contaminación. Eso era lógico si se trabajaba con pacientes vivos o se preparaba pan. Yo obedecí, pero eso no significaba arrojar nada a la basura.
—También necesito sujetadores para pelucas —continué—. Debería haber una pequeña caja de ellos en el cajón superior derecho de mi escritorio. A menos que alguien los haya robado también.
—Ningún problema —dijo Rose.
—Creo que las tablas están en un cajón de abajo del fondo del depósito, junto a las cajas de antiguos textos para forenses.
—¿Alguna otra cosa?
—Supongo que Lucy no llamó —dije.
—No todavía. Si lo hace, la buscaré para avisarle.
Quedé un rato pensativa. Era más de la una. A esa altura mi sobrina ya habría bajado del avión y podría haber llamado. La depresión y el miedo volvieron a invadirme.
—Envíale flores a la oficina —ordené—. Con una nota que diga: «Gracias por la visita. Un beso, Tía Kay».
Silencio.
—¿Todavía estás allí? —le pregunté a mi secretaria.
—¿Seguro que quiere que ponga eso en la nota?
Vacilé un poco.
—Dile que la quiero y que lo lamento —respondí.
En circunstancias normales, utilizaría un marcador con tinta indeleble para delinear la zona de la piel que necesitaba extirpar de un cadáver, pero en este caso, ningún marcador se vería en una piel en tan malas condiciones.
Hice lo mejor que pude con una regla plástica de quince centímetros, y medí desde la base derecha del cuello hasta el hombro y, hacia abajo, hasta la parte inferior del omóplato y de nuevo hacia arriba.
—Veintidós y medio por dieciocho por cinco por diez —le dicté a Ruffin.
La piel es elástica. Cuando se la extirpa se contrae, y fue importante, cuando la pinché en el tablero de corcho, que la estirara para que recuperara sus dimensiones originales, porque de lo contrario las imágenes que podía tener tatuadas sobre la piel quedarían distorsionadas.
Marino se había ido y los integrantes de mi equipo estaban ocupados en sus respectivas oficinas o en la sala de autopsias. Cada tanto, el circuito cerrado de televisión mostraba un vehículo que entraba en el patio para traer un cuerpo o llevarse otro. Ruffin y yo estábamos solos detrás de las puertas cerradas de acero inoxidable de la sala de descomposición. Y yo me proponía tener una charla con él.
—Si quieres ir a trabajar al departamento de policía —dije—, yo no tengo ningún inconveniente.
Se oyó ruido a vidrio cuando él puso los tubos limpios para sangre en un soporte.
—Pero si vas a quedarte aquí, Chuck, tendrás que estar presente, ser responsable y mostrarte respetuoso.
Tomé un escalpelo y un par de fórceps de la mesa de cirugía y lo miré. Parecía haber esperado que yo le dijera eso y ya tenía preparada una respuesta.
—Puede que no sea perfecto, pero soy responsable.
—No en la actualidad. Necesito más grampas.
—Suceden muchas cosas —explicó él mientras las tomaba de una bandeja y las ponía a mi alcance—. En mi vida personal, quiero decir. Mi esposa, la casa que compramos. No creería la cantidad de problemas que me trajo.
—Lamento tus dificultades, pero tengo que manejar la totalidad de un sistema estatal. Y, francamente, no tengo tiempo para excusas. Si no cumples con tu tarea, tenemos un gran problema. No me hagas entrar en la morgue y descubrir que no me tienes todo preparado. No me obligues a buscarte una vez más.
—Ya tenemos grandes problemas —afirmó él, como si ése fuera el tiro que había estado esperando disparar.
Comencé con la incisión.
—Sólo que usted no lo sabe —añadió.
—Entonces, ¿por qué no me cuentas cuáles son esos grandes problemas, Chuck? —dije. Desplacé hacia atrás la piel del muerto, hasta la capa subcutánea. Ruffin me vio engrampar los bordes para mantener la piel tirante. Interrumpí lo que estaba haciendo y lo miré por encima de la mesa.
—Continúa —dije—. Dímelo.
—No creo que me corresponda a mí hacerlo —respondió Ruffin, y vi en sus ojos algo que me desalentó—. Mire, doctora Scarpetta, sé que no me he portado demasiado bien. Sé que me he escapado para asistir a entrevistas de trabajo y que quizá no he sido todo lo responsable que debería ser. Y no me llevo bien con Marino. Lo reconozco todo. Pero le diré lo que nadie más le dirá si me promete no castigarme por ello.
—Yo no castigo a la gente por ser sincera.
Él se encogió de hombros y advertí en él un dejo de satisfacción porque había conseguido intranquilizarme y lo sabía.
—Yo no castigo y punto —corregí—. Sólo espero que las personas hagan lo correcto y, si no lo hacen, son ellas mismas las que se castigan. Si tú no duras en este trabajo, será culpa tuya.
—Tal vez usé la palabra equivocada —me dijo, fue a recostarse contra la mesada y cruzó los brazos—. Yo no me expreso tan bien como usted, eso es seguro. Lo que no quiero es que se enoje conmigo porque soy franco con usted. ¿De acuerdo?