Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online
Authors: Patricia Cornwell
Tags: #Policíaco, Thriller
—Marino, ¿qué haces? —lo regañé—. Estás de servicio.
—Ya no. Permíteme que te lo demuestre.
Apoyó con fuerza la botella sobre la mesa y marcó un número.
—¿Qué tal? —dijo en el teléfono—. Sí, sí. Escucha, no bromeo. Me siento espantosamente mal. ¿Podrías cubrirme esta noche? Te estoy muy agradecido.
Marino nos guiñó un ojo. Cortó la comunicación, apretó la tecla del teléfono para que la conversación saliera al aire y marcó otro número. Lo atendieron enseguida.
—Bray. —La voz de Diane Bray, la subjefa administrativa, resonó en mi cocina para que todos la oyéramos.
—Subjefa Bray, habla Marino —dijo él con la voz de alguien que agoniza de una terrible enfermedad—. De veras lamento molestarla en su casa.
Le respondieron con el silencio, ya que él acababa de irritar deliberadamente a su supervisora directa al dirigirse a ella como «Subjefa». Según el protocolo, a los subjefes debía llamárselos «jefes», mientras que al verdadero jefe se lo llamaba «coronel». A esto se sumaba el hecho de haberla llamado a su casa.
—¿Qué ocurre? —preguntó Bray lacónicamente.
—Me siento terriblemente mal. Tengo vómitos, fiebre, de todo. Quiero dar parte de enfermo y meterme en la cama.
—Pues no tenía aspecto de enfermo cuando lo vi hace algunas horas.
—Fue algo repentino. Espero no haberme pescado alguna bacteria…
Me apresuré a escribir «estreptococos» y «clostridia» en un bloc.
—… ya sabe, como estreptococos y closterida en la escena del crimen. Un médico al que llamé me previno en ese sentido, porque al haber estado tan cerca de ese cadáver y todo eso…
—¿Cuándo termina su turno? —lo interrumpió ella.
—A las once.
Lucy, Jo y yo teníamos la cara roja por el esfuerzo que nos costaba contener la risa.
—No creo que consiga a nadie que lo suplante a esta hora —fue la respuesta fría de Bray.
—Ya hablé con el teniente Mann, de la seccional tercera. Y tuvo la gentileza de aceptar completar mi turno —dijo Marino mientras ponía voz de persona aun más grave.
—¡Debería habérmelo notificado antes! —saltó Bray.
—Confiaba en poder mantenerme en mi puesto, subjefa Bray.
—Vayase a su casa. Quiero verlo en mi oficina mañana.
—Si estoy mejor, le aseguro que iré, subjefa Bray. Usted, cuídese. Espero que no se pesque lo mismo que yo.
Ella cortó la comunicación.
—Qué encanto —exclamó Marino entre carcajadas generales.
—Dios, ahora me explico —dijo Jo cuando finalmente pudo hablar—. He oído decir que es una mujer muy odiada.
—¿Dónde lo oíste? —Marino frunció el entrecejo—. ¿Hablan de ella en Miami?
—Yo soy de aquí. Concretamente de Old Mill, cerca de Three Chopt, no demasiado lejos de la Universidad de Richmond.
—¿Tu padre enseñaba allí? —preguntó Marino.
—Es un ministro baptista.
—Ah. Debe de ser divertido.
—Sí —acotó Lucy—, es bastante raro pensar que ella pasó su infancia cerca de aquí y no nos conocimos hasta estar en Miami. ¿Y? ¿Qué harás con respecto a Bray?
—Nada —contestó él, terminó la cerveza de la botella y fue a la heladera en busca de otra.
—Bueno, yo sí que haría algo —dijo ella, muy segura de sí.
—¿Sabes?, ésa es una de las pavadas que se piensa cuando se es joven —comentó él—. Verdad y justicia al estilo norteamericano. Espera a tener mi edad.
—Yo nunca tendré tu edad.
—Lucy me contó que es detective —le dijo Jo a Marino—. Entonces, ¿por qué está de uniforme?
—Es una historia larga —respondió Marino—. ¿Quieres sentarte en mis rodillas mientras te la cuento?
—Déjeme adivinar. Enfureció a alguien. Probablemente a esa mujer.
—¿En la DEA te enseñaron a hacer esa clase de deducciones, o sucede que eres muy inteligente para alguien que apenas alcanzó la edad adulta?
Me puse a cortar champiñones, morrones y cebollas y fui arrancando trozos de mozzarella mientras Lucy me observaba hasta que logró que yo la mirara a los ojos.
—Esta mañana, después de tu llamado, se comunicó conmigo el senador Lord —me dijo—. Y debo añadir que eso causó un verdadero alboroto en toda la oficina de campo.
—Apuesto a que sí.
—Me dijo que tomara un avión enseguida y viniera aquí…
—Como si yo te importara tanto. —Comenzaba a sentir de nuevo un sacudón interior.
—Que tú me necesitabas.
—No sabes cuánto me alegro… —Se me quebró la voz y volví a sumirme en ese lugar oscuro y helado.
—¿Por qué no me dijiste que me necesitabas?
—No quise interferir. Estás tan ocupada allá. Y no parecías tener ganas de hablar.
—Lo único que tenías que decir era «te necesito».
—Estabas en un teléfono celular.
—Quiero ver la carta —me dijo.
Apoyé el cuchillo sobre la tabla de picar y me sequé las manos en una toalla. Miré a Lucy, quien vio en ellos tristeza y temor.
—Quiero leerla a solas contigo —dijo.
Asentí, fuimos a mi dormitorio y saqué la carta de la caja fuerte. Nos sentamos en el borde de la cama y noté la pistola metida en una funda tobillera que asomaba por la botamanga derecha de sus pantalones. No pude evitar sonreír al pensar en lo que Benton hubiera dicho. Por supuesto, habría sacudido la cabeza. Por supuesto, se habría lanzado a una interpretación psicológica inventada que nos haría reír a mandíbula batiente.
Pero su reacción no dejaba de tener sentido. Yo tenía plena conciencia del aspecto más sombrío y agorero de lo que veía en ese momento. Lucy siempre había sido una ardiente partidaria de la defensa personal. Pero desde el asesinato de Benton, se había transformado en una extremista.
—Estamos dentro de casa —le dije—. ¿Por qué no le das un descanso a tu tobillo?
—La única manera de acostumbrarme a usar una de estas cosas es llevarla todo el tiempo —me contestó—. Sobre todo si son de acero inoxidable. Es mucho más pesada.
—Entonces, ¿por qué usas una de acero inoxidable?
—Me gusta más. Sobre todo allá, donde hay tanta humedad y agua salada.
—Lucy, ¿cuánto tiempo más estarás trabajando en forma encubierta? —pregunté.
—Tía Kay. —Me miró a los ojos y me apoyó una mano en el brazo—. No empecemos de nuevo con eso.
—Es que…
—Ya lo sé. Es que no quieres recibir algún día una carta así escrita por mí.
Sus manos estaban firmes cuando sostuvo en ellas la hoja de papel color crema.
—No digas eso —le pedí con espanto.
—Yo tampoco quisiera recibir una tuya —agregó.
Las palabras de Benton poseían la misma fuerza y vitalidad de esa misma mañana, cuando el senador Lord me las trajo, y me pareció volver a oír su voz. Vi su cara y el amor en sus ojos. Lucy leía con mucha lentitud. Cuando terminó, durante un momento no pudo hablar.
Después, dijo:
—No se te ocurra nunca mandarme una carta así. De ninguna manera.
Su voz destilaba pena y furia.
—¿Qué sentido tiene? ¿Perturbar de nuevo a la otra persona? —agregó y se puso de pie.
—Lucy, ya sabes por qué lo hizo. —Me sequé las lágrimas y la abracé—. En el fondo, lo sabes.
Llevé la carta a la cocina y también Marino y Jo la leyeron. La reacción de él fue perder la mirada en la noche que entraba por la ventana y dejar sus manos laxas apoyadas sobre las rodillas. La de ella fue ponerse de pie y caminar por la habitación, sin saber bien adonde ir.
—De veras, creo que tendría que irme —repetía, y nosotros la contradijimos—. Él quería que ustedes tres estuvieran aquí. No me parece que yo deba estar.
—Benton habría querido que estuvieras si te hubiera conocido —dije.
—Nadie se va de aquí —ordenó Marino, como un policía que se dirige a un cuarto lleno de sospechosos—. Maldición, en esto estamos metidos todos.
Se puso de pie y se frotó la cara con las manos.
—Creo que desearía que Benton no hubiera hecho eso. —Me miró—. ¿Tú me harías una cosa así, Doc? Porque si por casualidad lo piensas, te advierto que lo olvides. No quiero oír palabras desde la tumba después que te hayas ido.
—Cocinemos de una vez la pizza —dije.
Salimos al patio. Puse la masa en una placa de metal que coloqué sobre la parrilla. Encima unté la salsa y distribuí la carne, las verduras y el queso. Marino, Lucy y Jo se instalaron en mecedoras de hierro porque no permití que me ayudaran. Trataron de iniciar una conversación, pero nadie pudo mantenerla. Rocié un poco de aceite de oliva sobre la pizza, cuidando de que no cayera sobre el carbón.
—No me parece que él los haya reunido para que se deprimieran —dijo por fin Jo.
—Yo no estoy deprimido —dijo Marino.
—Sí que lo estás —lo contradijo Lucy.
—¿Por qué, sabelotodo?
—Por todo.
—Al menos no tengo miedo de decir que lo extraño.
Lucy lo miró con incredulidad. El intercambio de golpes entre ellos acababa de hacer brotar sangre.
—No puedo creer que hayas dicho eso —le dijo ella.
—Pues créelo. Benton es el único padre que tuviste, y en ningún momento te oí decir que lo extrañabas. ¿Por qué? Porque todavía piensas que es culpa tuya, ¿no?
—¿Qué te pasa?
—Pues bien, ¿sabes una cosa, agente Lucy Farinelli? —Marino no podía callarse—. No es tu culpa. Es culpa de esa mierda de Carrie Grethen, y no importa cuántas veces desintegres a esa perra en el aire, nunca estará suficientemente muerta para ti. Así son las cosas cuando se odia tanto a una persona.
—¿Tú no la odias? —le retrucó Lucy.
—Demonios. —Marino bebió lo que le quedaba de cerveza—. La odio mucho más que tú.
—No creo que el plan de Benton haya sido que estuviéramos aquí sentados hablando de cuánto la odiamos a ella o a cualquier otra persona —dije.
—Entonces, ¿cómo lo maneja usted, doctora Scarpetta? —me preguntó Jo.
—Llámame Kay. —Se lo había dicho infinidad de veces—. Sigo adelante. Es lo único que puedo hacer.
Esas palabras sonaban triviales, incluso para mí. Jo se inclinó hacia la luz de la parrilla y me miró como si yo poseyera la respuesta a todas las preguntas que ella se había planteado en la vida.
—¿Cómo hace para seguir adelante? —preguntó—. ¿Cómo hace la gente? Tantas cosas malas que debemos enfrentar cada día, a pesar de lo cual estamos en el otro lado de esas cosas. No nos está pasando a nosotros. Después de cerrar la puerta, no tenemos que seguir mirando esa mancha en el piso donde la esposa de alguien fue violada y apuñalada, o volaron de un tiro el cerebro del marido de alguien. Tratamos de convencernos de que trabajamos en casos y de que eso nunca nos pasará a nosotros. Pero usted sabe que no es así.
Calló un momento, todavía inclinada hacia la luz de la parrilla, y las sombras del fuego jugaron en una cara que parecía demasiado joven y demasiado pura para pertenecer a una persona tan llena de preguntas.
—¿Cómo hace para seguir adelante? —volvió a preguntar.
—El espíritu humano posee una gran adaptabilidad. —No sabía qué otra cosa decir.
—Bueno, pues yo tengo miedo —confesó Jo—. No hago más que pensar qué haría si algo le sucediera a Lucy.
—Nada me va a suceder —dijo Lucy.
Se puso de pie y besó a Jo en la coronilla. La rodeó con los brazos, y si esta señal inequívoca de la naturaleza de la relación que existía entre ambas era una novedad para Marino, no lo demostró ni pareció darle importancia. Conocía a Lucy desde que tenía diez años y, en cierta medida, la influencia que tenía sobre ella había tenido mucho que ver con la decisión de mi sobrina de entrar a trabajar en las fuerzas del orden. Marino le había enseñado a disparar, le permitió conducir un auto por las calles junto a él y hasta la puso detrás del volante de una de sus sacrosantas camionetas.
La primera vez que comprendió que ella no se enamoraba de varones, actuó como un intolerante enloquecido lleno de prejuicios, probablemente porque temió que su influencia había fallado en lo que, a su criterio, era lo que más importaba. Hasta es posible que se haya preguntado si de alguna manera no tenía culpa en ello. Eso fue hace muchos años. Yo no recordaba cuándo fue la última vez que hizo un comentario intolerante con respecto a la orientación sexual de Lucy.
—Pero usted trabaja alrededor de la muerte todos los días —insistió Jo con suavidad—. Cuando ve que le ocurre a otra persona, ¿eso no le recuerda… bueno, lo que pasó? Yo no quisiera tenerle tanto miedo a la muerte.
—No tengo ninguna fórmula mágica —afirmé y me puse de pie—. Salvo que uno aprende a no pensar mucho en ello.
La pizza burbujeaba y le deslicé debajo una espátula.
—Huele bien —comentó Marino con una mirada de preocupación—. ¿Crees que alcanzará para todos?
Preparé una segunda pizza y, después, una tercera. Armé un fuego en la chimenea y todos nos sentamos delante de él en el living, con las luces apagadas. Marino siguió fiel a la cerveza, mientras que Lucy, Jo y yo bebimos un borgoña blanco que nos resultó estimulante.
—Tal vez deberías buscarte a alguien —sugirió Lucy mientras la luz y las sombras del fuego le bailaban en la cara.
—¡Mierda! —saltó Marino—. ¿Qué es esto, así, de repente? ¿«El juego de las parejas»? Si ella quiere contarte algo tan personal como eso, lo hará. Tú no deberías preguntárselo. No es agradable.
—La vida no es agradable —dijo Lucy—. ¿Y qué te importa si ella participa en «El juego de las parejas»?
Yo estaba en silencio y tenía la vista fija en el fuego. Comenzaba a hartarme de toda la situación. Me preguntaba si no habría sido mejor quedarme sola esta noche. Hasta Benton podía equivocarse alguna vez.
—¿Recuerdas cuando Doris te dejó? —continuó Lucy—. ¿Qué habría pasado si la gente no te hubiera preguntado qué pasó? ¿Si a nadie le hubiera importado cómo seguías adelante o si llevabas bien la separación? Porque es seguro que tú no habrías dicho nada por propia iniciativa. Lo mismo se aplica a las idiotas con quienes sales desde entonces. Cada vez que las cosas no andan bien con una, tus amigos tienen que salir al rescate y sacarte las cosas con tirabuzón.
Marino golpeó con tanta fuerza su botella de cerveza vacía sobre la repisa de la chimenea, que pensé que iba a romperla.
—Creo que uno de estos días deberías pensar en crecer un poco —dijo—. ¿Piensas esperar a tener treinta años para dejar de ser una mocosa tan insolente y presumida? Me voy a buscar otra cerveza.