Codigo negro (Identidad desconocida) (4 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

—¿De dónde zarpó el barco? —le pregunté a Shaw y en ese momento vi que un auto policial estacionaba junto a mi Mercedes.

—De Antwerp, Bélgica, hace dos semanas —contestó mientras miraba el
Sirius
y el
Euroclip
—. Son barcos de bandera extranjera, como todos los que solemos recibir. Las únicas banderas norteamericanas que vemos son las que alguno iza a modo de cortesía —agregó con un dejo de decepción.

Un hombre se encontraba de pie junto a la barandilla de estribor del
Euroclip
y nos observaba con binoculares. Me pareció raro que vistiera pantalones largos y camisa de mangas largas a pesar del calor que hacía.

Shaw entrecerró los ojos.

—Maldición, qué fuerte está el sol.

—¿Qué me puede decir de polizones? —pregunté—. Aunque confieso que me parece imposible que alguien decida esconderse dentro de un contenedor cerrado con llave, durante dos semanas en alta mar.

—Que yo sepa, no pasó nunca. Además, no solemos ser el primer puerto de escaña. Sí lo es Chester, Pennsylvania. La mayoría de nuestros barcos se dirigen de Antwerp a Chester y después a aquí, y después de vuelta a Antwerp. Lo más probable es que un polizón baje en Chester en lugar de esperar a llegar a Richmond.

Con incredulidad vi que Pete Marino bajaba del patrullero que acababa de estacionar junto a mi automóvil.

—El año pasado, alrededor de ciento veinte barcos de navegación oceánica pasaron por este puerto —decía Shaw.

Marino era detective desde que yo lo conocía, y nunca antes lo había visto de uniforme.

—Si yo tratara de viajar como polizón o fuera un extranjero ilegal, creo que preferiría terminar en un puerto realmente grande como Miami o Los Ángeles, donde me fuera posible perderme en el gentío.

Anderson se acercó a nosotros mascando chicle.

—Lo cierto es que nunca rompemos el sello ni abrimos los contenedores a menos que sospechemos algo ilegal, drogas o cargamento no declarado —continuó Shaw—. Cada tanto preseleccionamos un barco para realizar un registro minucioso a fin de fomentar la honestidad en la gente.

—Me alegra no tener que vestirme más así —le comentó Anderson a Marino cuando él se acercaba a nosotros con actitud petulante y pugilística, que era la que siempre adoptaba cuando se sentía inseguro y de pésimo humor.

—¿Por qué está Marino de uniforme? —le pregunté a ella.

—Porque lo reasignaron.

—Eso es obvio.

—Hubo muchos cambios en el departamento desde que la subjefa Bray llegó aquí —aclaró Anderson, como si ese hecho la hiciera sentirse orgullosa.

Me costaba entender por qué alguien podía obligar a una persona tan valiosa a volver a usar uniforme. Me pregunté cuánto tiempo haría que eso había sucedido. Me dolió que Marino no me lo hubiera contado y me avergonzó que yo no lo hubiera averiguado. Habían pasado semanas, quizás un mes, desde la última vez que lo había invitado a pasar por mi oficina a tomar un café o a cenar a casa.

—¿Qué está pasando aquí? —fue su manera ruda de saludar.

Ni siquiera miró a Anderson.

—Soy Joe Shaw. ¿Cómo le va?

—Como la mierda —respondió Marino con bronca—. Anderson, ¿decidió trabajar en esto por su cuenta? ¿O fue sólo que los demás policías no quisieron tener nada que ver con usted?

Ella lo fulminó con la mirada, se sacó la goma de mascar de la boca y la arrojó como si hubiera perdido su sabor.

—¿O es que olvidó invitar a los demás a esta pequeña fiesta suya? —continuó—. ¡Por Dios! —Estaba furioso.

Marino parecía casi estrangulado por una camisa blanca de mangas cortas abotonada hasta el cuello y una corbata sujeta con broches. Su abdomen prominente luchaba con los pantalones del uniforme color azul oscuro y un cinturón grueso de cuero que sujetaba su pistola Sig-Sauer de nueve milímetros, un par de esposas, cargadores adicionales, pulverizador con pimienta y el resto de los arreos policiales. Tenía la cara congestionada, sudaba la gota gorda y un par de anteojos para sol le ocultaban los ojos.

—Tú y yo tenemos que hablar —le dije.

Traté de llevarlo a un lado, pero él no se movió. Sacó un Malboro del paquete que siempre llevaba consigo.

—¿Te gusta mi nuevo atuendo? —me dijo con tono irónico—. La subjefa Bray pensó que necesitaba ropa nueva.

—Marino, nadie lo necesita aquí —le dijo Anderson—. De hecho, sería mejor que nadie se enterara siquiera de que se le ocurrió venir.

—Para usted soy el «capitán» Marino. —Se lo dijo entre bocanadas de humo—. Y le prevengo que más le vale cuidar su lenguaje porque yo tengo un grado más alto que usted, querida.

Shaw observó ese grosero intercambio de palabras sin decir nada.

—Me parece que ya no llamamos «querida» a las agentes femeninas —acotó Anderson.

—Hay un cadáver del que debo ocuparme —dije.

—Para llegar allí debemos atravesar el galpón del depósito —me explicó Shaw.

—Hagámoslo —dije.

Nos condujo a Marino y a mí hacia la puerta de un galpón que daba al río. Adentro había un enorme espacio apenas iluminado, casi sin aire, en el que predominaba el olor a tabaco. Miles de fardos estaban envueltos en arpillera y apilados sobre tarimas de madera, y había toneladas de materiales que yo tenía entendido se usaban en el procesamiento de acero, y partes de máquinas con destino a Trinidad, de acuerdo con los rótulos que llevaban los cajones.

Un poco más al fondo, el contenedor había sido colocado sobre una dársena de carga. Cuanto más nos acercábamos, más intenso era el olor. Nos detuvimos frente a la cinta plástica amarilla para las escenas del crimen que rodeaba la puerta del contenedor. El hedor era intenso y cálido, como si hubiera reemplazado cada molécula de oxígeno, y ordené a mis sentidos que no sentaran opinión. Habían empezado a juntarse allí moscas, y su zumbido me recordó el de un avión de juguete operado a control remoto.

—¿Las moscas estaban aquí la primera vez que se abrió el contenedor? —le pregunté a Shaw.

—Creo que había, sí, pero no tantas —respondió.

—¿Hasta dónde se acercó usted? —le pregunté en el momento en que Marino y Anderson se ponían a la par con nosotros.

—Me acerqué lo suficiente —dijo Shaw.

—¿Nadie entró en el contenedor? —Quería estar segura.

—Eso se lo garantizo, señora. —Ese olor nauseabundo comenzaba a llegar hasta él.

Marino parecía imperturbable. Sacó otro cigarrillo y farfulló algo mientras accionaba el encendedor.

—Bueno, Anderson —dijo—. Supongo que no se puede tratar de ganado, puesto que usted no miró. Demonios, a lo mejor es un perro grande que por accidente quedó allí encerrado. Seguramente sería un pecado arrastrar aquí a la Doc y atraer a los medios periodísticos y descubrir después que lo que se pudrió allí no es más que un perro del muelle.

Él y yo sabíamos que no había en el contenedor ningún perro ni chancho ni caballo ni ningún otro animal. Abrí mi maletín mientras Marino y Anderson seguían censurándose mutuamente. Dejé caer adentro la llave del auto y saqué varios guantes de goma y un barbijo quirúrgico. Le coloqué un flash a mi Nikon de treinta y cinco milímetros y también una lente de veintiocho milímetros. Le cargué película de cuatrocientos ASA para que las copias no tuvieran demasiado grano y me cubrí los zapatos con botas esterilizadas.

—Es como cuando percibimos mal olor procedente de una casa cerrada a mediados de julio. Miramos por una ventana. Violamos la cerradura si es necesario. Nos aseguramos de que hay allí un ser humano antes de llamar al forense —continuó Marino instruyendo a su nueva protegida.

Me agaché, pasé por debajo de la cinta plástica y entré en ese contenedor en tinieblas, y fue un alivio para mí descubrir que sólo estaba lleno hasta la mitad con cajas de cartón blanco prolijamente apiladas, que me dejaban suficiente espacio para moverme. Seguí el haz de luz de mi linterna, con el que barrí el interior de un lado al otro.

Cerca del fondo, iluminó una fila de cajas empapadas con el fluido rojizo que se filtra de la nariz y la boca de un cuerpo en descomposición. Mi luz descubrió zapatos y la parte de abajo de las piernas, y de pronto una cara hinchada y barbada brotó de la oscuridad. Unos ojos lechosos y saltones me miraron fijo, y una lengua tan hinchada que asomaba por la boca daba la impresión de que ese hombre muerto se estuviera burlando de mí. Mis zapatillas cubiertas con fundas hacían ruidos pegajosos por donde pisara.

El cuerpo estaba totalmente vestido y apoyado en un rincón y las paredes metálicas del contenedor lo sostenían desde los dos lados. Las piernas se encontraban extendidas hacia adelante, las manos sobre las rodillas, debajo de una caja que al parecer se había caído. La aparté y busqué lesiones de defensa o abrasiones y uñas rotas que podrían sugerir que había tratado de abrirse paso hacia afuera. No vi sangre en su ropa, ninguna señal de heridas evidentes o indicios de que hubiera tenido lugar una lucha. Busqué también comida o agua, y provisiones u orificios practicados en las paredes del contenedor para ventilación, pero no encontré nada.

Avancé entre las hileras de cajas y me puse en cuclillas para iluminar el piso metálico y comprobar si había marcas de pisadas. Desde luego, estaban por todas partes. Me fui moviendo centímetro a centímetro y sentí que mis rodillas estaban a punto de ceder. Encontré un cesto de papeles, de plástico, vacío. Después, dos monedas plateadas. Me agaché hacia ellas. Una era un marco alemán. No reconocí la otra y no toqué nada.

Marino parecía estar a kilómetros de distancia, de pie junto a la abertura del contenedor.

—La llave de mi auto está en mi maletín —le grité por entre el barbijo.

—¿Cómo dices? —preguntó y espió hacia adentro.

—¿Podrías traerme la Luma-Lite? Necesito el accesorio con fibra óptica y el cable prolongador. Tal vez el señor Shaw pueda ayudarte a encontrar dónde enchufarlo. Tiene que ser una toma con cable a tierra, de 15 vatios de corriente alterna.

—Me encanta cuando dices cosas obscenas —dijo.

4

La Luma-Lite es una fuente alternativa de luz con un tubo de arco de alta intensidad que emite quince vatios de energía lumínica a 450 nanómetros, con un ancho de banda de veinte nanómetros. Puede detectar fluidos corporales tales como sangre o semen, así como poner de manifiesto drogas, huellas dactilares, micropruebas y sorpresas inesperadas no visibles a simple vista.

Shaw encontró un tomacorriente en el galpón y yo cubrí las patas de aluminio de la Luma-Lite con fundas plásticas descartables para estar segura de que nada de una escena previa se transfiriera a ésta. La fuente alternativa de luz se parecía mucho a un proyector doméstico de diapositivas; la instalé dentro del contenedor, sobre una caja, y encendí durante un minuto el ventilador antes de accionar la llave de luz.

Mientras aguardaba a que la lámpara alcanzara su máxima potencia de salida, Marino se apareció con los anteojos con cristales color ámbar para proteger nuestros ojos de esa fuerte luz. Cada vez había más moscas que se estrellaban contra nosotros como si estuvieran borrachas y zumbaban con fuerza en nuestros oídos.

—Maldición, ¡cómo odio esas porquerías! —se quejó Marino mientras sudaba profusamente.

Vi que no tenía puesto un overol, sólo guantes y fundas para los zapatos.

—¿Vas a volver así a tu casa en un auto cerrado? —le pregunté.

—Tengo otro uniforme en el baúl del auto. Por si se me vuelca algo encima o lo que sea.

—Por si tú te vuelcas algo encima o lo que sea —lo corregí y miré mi reloj—. Tenemos un minuto más.

—¿Viste cómo Anderson se hizo humo? Supe que lo haría en cuanto me enteré de esto. Pero no imaginé que habría otra persona aquí. Mierda, algo raro está sucediendo.

—¿Puedes explicarme cómo hizo para convertirse en detective de homicidios?

—Ella le chupa las medias a Bray. Oí decir que hasta le hace mandados, lleva su nuevo y elegante automóvil al lavadero, y lo más probable es que también le afile los lápices y le lustre los zapatos.

—Estamos listos —dije.

Comencé a escanear con un filtro de 450 nanómetros capaz de detectar una amplia variedad de residuos y manchas. A través de nuestros anteojos tonalizados, el interior del contenedor se transformó en un espacio sideral negro e impenetrable repleto de formas que emitían una luz fluorescente blanca y amarilla en distintos tonos e intensidades según donde enfocara la lente. La luz azul proyectada ponía en evidencia pelos en el piso y fibras por todas partes, tal como cabía esperarse en un sector de alto tránsito utilizado para almacenar cargamentos manipulados por muchas personas. Las cajas de cartón blanco refulgían con una suave tonalidad como la luna.

Moví la Luma-Lite un poco más hacia el interior del contenedor. El cadáver era una forma oscura abatida sentada en un rincón.

—Si murió de muerte natural —conjeturó Marino—, entonces, ¿por qué está sentado en esa posición, con las manos sobre las rodillas, como si estuviera en una iglesia o algo por el estilo?

—Si murió de asfixia, de deshidratación o por estar expuesto a alguna sustancia, podría haber muerto así sentado.

—Pues a mí me parece muy extraño.

—Sólo digo que es posible. Este lugar se está haciendo irrespirable. ¿Puedes alcanzarme las fibras ópticas, por favor?

Él tropezó con una serie de cajas al avanzar hacia donde yo estaba.

—Tal vez te convendría sacarte los anteojos hasta que llegues aquí —le sugerí, porque con ellos era imposible ver nada salvo la luz de alta energía, que por el momento no estaba en el campo visual de Marino.

—De ninguna manera —dijo—. He oído decir que basta con mirar esa luz un segundo y, zácate. Cataratas, cáncer, lo que sea.

—Para no mencionar convertirse en una piedra.

—¿Cómo?

—¡Marino! ¡Cuidado!

Se me vino encima y yo no estaba segura de lo que había sucedido después, sólo que de pronto las cajas comenzaron a caer sobre mí y que Marino casi me derribó en su caída.

—¿Marino? —Me sentía desorientada y asustada—. ¡Marino!

Apagué la Luma-Lite y me saqué los anteojos para poder ver.

—¡Maldita cosa de porquería! —gritó como si acabara de ser mordido por una serpiente.

Estaba tirado de espaldas sobre el piso, y empujaba y pateaba cajas para sacárselas de encima. El balde de plástico voló por el aire. Yo me agaché hacia él.

—Quédate quieto —le ordené con firmeza—. No te pongas a lanzar golpes a tontas y a locas hasta que estemos seguros de que te encuentras bien.

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