Codigo negro (Identidad desconocida) (5 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

—¡Dios! ¡Mierda! ¡Toda esta mierda me cayó encima! —gritó, muerto de pánico.

—¿Te duele algo?

—Dios, creo que voy a vomitar. Dios mío, Dios mío.

Se puso de pie enseguida y apartó cajas de su camino mientras se tambaleaba hacia la abertura del contenedor. Lo oí vomitar. Gimió y vomitó una vez más.

—Con eso deberías sentirte mejor —dije.

Se rasgó la camisa blanca hasta abrirla y jadeó cuando trató de sacar los brazos de las mangas. Quedó en camiseta, hizo un bollo con lo que quedaba de la camisa de su uniforme y lo arrojó por la puerta.

—¿Qué pasará si el tipo tenía sida? —La voz de Marino sonó como una campanada a medianoche.

—No te contagiarás de sida de este individuo —dije.

—¡Mierda! —Volvió a tener arcadas.

—Yo puedo terminar con todo aquí adentro, Marino —dije.

—Sólo dame un minuto.

—¿Por qué no te vas a dar una ducha?

—Esto es algo que no se le puede contar a nadie —dijo, y supe que pensaba en Anderson.

—Apuesto a que sí.

—¿El servicio de traslado de cadáveres no llegó todavía? —le pregunté.

—¡Dios Santo! —Escupió y tuvo más arcadas.

Frotó con fuerza el radiotransmisor contra la parte de adelante de los pantalones, tosió, logró formar un esputo desde el fondo de la garganta y lo lanzó al aire.

—Unidad nueve —dijo, con el transmisor a unos treinta centímetros de la cara.

—Unidad nueve.

La despachadora era una mujer. Detecté calidez en su voz y eso me sorprendió. Nuestros despachadores y los del 911 siempre conservaban la calma y no mostraban ninguna emoción, por grave que fuera la emergencia.

—Diez-cinco René Anderson —decía Marino—. No conozco el número de su unidad. Dígale que, si no tiene inconveniente, nos gustaría muchísimo que los muchachos del servicio de traslado de cadáveres aparecieran por aquí.

—Unidad nueve. ¿Conoce usted el nombre del servicio?

—Eh, Doc —Marino dejó de transmitir y levantó la voz para que yo lo oyera—. ¿Cuál es el nombre del servicio?

—Transporte Capital.

Pasó el dato, y agregó:

—Si ella está diez-dos, diez-diez o diez-siete o si nosotros deberíamos diez-veintidós, llámeme de vuelta.

Una multitud de agentes abrieron sus micrófonos, que era su manera de reír y de alentarlo.

—Diez-cuatro, unidad nueve —dijo la despachadora—. ¿Qué fue lo que acaba de decir, que mereció semejante ovación? Sé que diez-siete está fuera de servicio, pero no entendí bien el resto.

—Le pedí que me avisara si Anderson era una «señal débil» o «negativa» o si tuvo «tiempo de ocuparse de este asunto» o si deberíamos pasarla por alto.

—Con razón ella le tiene tanta simpatía.

—Es una verdadera mierda.

—¿Por casualidad no sabes qué fue del cable de fibra óptica? —le pregunté a Marino.

—Yo lo tenía en la mano —contestó.

Lo encontré donde él se había caído y derribado las cajas.

—¿Qué pasa si el tipo tenía sida? —preguntó de nuevo.

—Si estás decidido a preocuparte por algo, inténtalo con las bacterias gram-negativas. O con las gram-positivas. Clostrida. Estreptococos. Si es que tienes una herida abierta, lo cual, por lo que sé, no es así.

Sujeté un extremo de cable a la varilla, el otro al montaje, y apreté bien los tornillos de mariposa. Marino no me escuchaba.

—¡No permitiré que nadie diga eso de mí! ¡Que soy un maldito marica! Me comeré el revólver, te juro que lo haré.

—No vas a contagiarte de sida, Marino —repetí.

Volví a encender la lámpara. Tendría que esperar por lo menos otros cuatro minutos antes de conectar la corriente.

—¡Ayer me arranqué un padrastro y me sangró! ¡Ésa es una herida abierta!

—Llevas guantes puestos, ¿no?

—Si me pesco alguna enfermedad, mataré a esa holgazana de porquería.

Di por sentado que se refería a Anderson.

—Bray también recibirá lo suyo. ¡Ya encontraré la manera!

—Marino, cállate —dije.

—¿Te gustaría que te pasara a ti?

—No puedo decirte cuántas veces me pasó a mí. ¿Qué crees que hago todos los días?

—¡Seguro que no te revuelcas en los jugos de un muerto!

—¿Qué?

—No sabemos nada de ese tipo. ¿Y si en Bélgica hay una epidemia de una enfermedad que no sabemos cómo tratar aquí?

—Marino, cállate —volví a ordenarle.

—¡No!

—Marino…

—¡Tengo derecho a estar trastornado!

—De acuerdo, entonces vete. —Se me había terminado la paciencia—. Interfieres en mi concentración. Interfieres en todo. Ve a ducharte y tómate unos tragos de whisky.

La Luma-Lite ya estaba lista, así que me puse los anteojos de protección. Marino estaba callado.

—No pienso irme —dijo por último.

Yo tomé la barra de fibra óptica como si fuera un soldador. La intensa y pulsante luz azul era tan delgada como la mina de un lápiz, y comencé a escanear los sectores pequeños.

—¿Encontraste algo?

—Nada todavía.

Sus zapatos pegajosos se acercaron mientras yo trabajaba con lentitud, centímetro a centímetro, en lugares a los que no se podría llegar con el scanner más ancho. Incliné el cuerpo hacia adelante para revisar detrás de su espalda y su cabeza y, después, entre las piernas. Le revisé las palmas de las manos. La Luma-Lite podía detectar fluidos corporales como orina, semen, sudor y saliva y, desde luego, sangre. Pero, una vez más, no encontré nada fluorescente. Me dolían la espalda y el cuello.

—Yo voto porque estaba muerto antes de terminar aquí adentro —concluyó Marino.

—Sabremos mucho más cuando lo llevemos al centro.

Me enderecé y el haz de luz iluminó una esquina de una caja que Marino había desplazado al caer. Un extremo de lo que parecía ser la letra «Y» resplandeció con un color verde neón en la oscuridad.

—Marino —dije—. Mira esto.

Letra por letra fui iluminando palabras escritas a mano y en francés. Eran de unos diez centímetros de alto y de una extraña forma angulada, como si un brazo mecánico las hubiera formado con trazos cuadrados. Tardé un momento en descifrar su significado.


Bon voyage, le loup-garou
—leí.

Marino estaba inclinado encima de mí y sentí su aliento en mi pelo.

—¿Qué demonios es un
loup-garou
?

—No tengo idea.

Examiné con cuidado la caja. La parte de arriba estaba húmeda, pero la de abajo estaba seca.

—¿Huellas dactilares? ¿Ves alguna en la caja? —preguntó Marino.

—Estoy segura de que aquí adentro hay huellas por todas partes, —contesté—. Pero no, no distingo ninguna.

—¿Te parece que el que escribió esto quería que alguien lo encontrara?

—Es posible. Está escrito con lo que parece ser tinta indeleble fluorescente. Dejaremos que las huellas dactilares hagan lo suyo. La caja irá al laboratorio, y tenemos que barrer parte del pelo del suelo para el ADN, por si llega a hacer falta. Después tomaremos fotografías y saldremos de aquí.

—Ya que estoy, tomaré las monedas —anunció.

—Me parece bien —dije, la vista fija en la abertura del contenedor.

Alguien miraba hacia adentro. Estaba iluminado desde atrás por la luz del sol y un cielo azul, y no pude darme cuenta de quién era.

—¿Dónde están los técnicos de la escena del crimen? —le pregunté a Marino.

—No tengo idea.

—¡Maldición! —dije.

—Dímelo a mí —dijo Marino.

—La semana pasada tuvimos dos homicidios y las cosas no fueron como en este caso.

—Tú no estuviste en esas escenas, así que no puedes saber cómo fueron —dijo Marino, y tenía razón.

—Pero asistió alguien de mi oficina. Y si hubiera habido algún problema, yo lo sabría…

—No si el problema no fuera obvio —aclaró él—. Y es evidente que no fue obvio porque éste es el primer caso de Anderson. Y ahora sí es obvio.

—¿Qué?

—Es evidente que es una detective novata. Diablos, si hasta es posible que ella haya metido aquí el cadáver para tener algo que hacer.

—Ella asegura que tú le dijiste que me llamara.

—Sí, claro. Como si yo no tuviera ganas de intervenir así que te paso el asunto a ti y entonces tú te enfureces conmigo. Esa mujer es una maldita mentirosa —dijo él.

Una hora después habíamos terminado. Salimos de esa oscuridad hedionda y regresamos al galpón. Anderson estaba de pie en la dársena abierta junto a nosotros y hablaba con un hombre que reconocí como el subjefe Al Carson, a cargo de investigaciones. Me di cuenta entonces de que él era la persona que más temprano había visto en la boca del contenedor. Pasé junto a ella sin decirle una palabra y lo saludé a él mientras miraba en todas direcciones para comprobar si el servicio de traslado de cadáveres ya había llegado. Me alivió ver dos hombres de overol de pie junto a la furgoneta color azul oscuro de dicho servicio. En ese momento hablaban con Shaw.

—¿Cómo está, Al? —le dije al subjefe Carson.

Él ocupaba su puesto desde hacía más o menos el mismo tiempo en que yo estaba en el mío. Era un hombre amable y callado, que había crecido en una granja.

—Tirando, Doc —contestó—. Parece que tenemos un buen lío entre manos.

—Así parece.

—Como estuve ausente, pensé darme una vuelta para asegurarme de que todo estaba bien.

Carson no tenía por costumbre limitarse a «darse una vuelta» por las escenas. Era un hombre intenso y responsable, y parecía deprimido. Lo que era más importante aún, le prestaba tan poca importancia a Anderson como el resto de nosotros.

—Lo tenemos todo cubierto. —Con actitud insolente, Anderson saltó por sobre el rango y le contestó al subjefe Carson—. He estado hablando con el director del puerto…

Su voz se fue debilitando al ver a Marino. O quizás, antes todavía, cuando olió su presencia.

—Hola, Pete —dijo Carson, con voz más animada—. ¿Qué me dices, muchacho? ¿En la división uniformes tiene un nuevo código que yo desconozco?

—Detective Anderson —le dije a ella al ver que se alejaba lo más posible de Marino—, necesito saber quién trabaja en este caso. Y también dónde están los técnicos de la escena del crimen. Y por qué el servicio de traslado de cadáveres tardó tanto en llegar aquí.

—Sí —comentaba en ese momento Marino en voz muy alta—. Es así como hacemos los trabajos secretos, jefe. Nos quitamos los uniformes.

Carson soltó una carcajada.

—¿Y, por qué, detective Anderson, no estaba usted allí dentro recogiendo pruebas y ayudando en todos los aspectos? —proseguí.

—Yo no tengo por qué responderle a usted —dijo ella y se encogió de hombros.

—Le diré una cosa —agregué en un tono que atrajo su atención—. Es a mí a quien debe responder cuando hay un cadáver.

—… apuesto a que también Bray tuvo que trabajar bastante en forma encubierta antes de llegar a la cima. Las personas como ella tienen que estar bien arriba —terminó Marino y guiñó un ojo.

La luz se esfumó de los ojos de Carson, quien de nuevo parecía deprimido. Tenía un aspecto cansado, como si la vida lo hubiera empujado al límite de sus fuerzas.

—¿Al? —Marino se puso serio—. ¿Qué mierda pasa? ¿Cómo nadie se presentó a esta fiesta?

Un coche reluciente se acercaba a la playa de estacionamiento.

—Bueno, tengo que seguir viaje —dijo de pronto Carson, y por su cara era evidente que tenía la cabeza en otra parte—. La próxima vez que nos encontremos en el bar te tocará a ti pagar la cerveza. ¿Recuerdas cuando Louisville le ganó a Charlotte y tú perdiste la apuesta, muchacho?

Y Carson se fue sin reconocer a Anderson de ninguna manera, porque era evidente que no tenía ningún poder sobre ella.

—Eh, Anderson —dijo Marino y le dio un golpecito en la espalda.

Ella lanzó una exclamación y se tapó la nariz y la boca con una mano.

—¿Y? ¿Qué le parece trabajar para Carson? Es un tipo fantástico, ¿no?

Ella retrocedió, pero él la siguió. Hasta a mí me consternaban los pantalones de uniforme hediondos de Marino, y sus guantes y botas inmundas. Su camiseta nunca volvería a ser blanca, y había enormes agujeros allí donde las costuras habían cedido a la presión de su voluminoso vientre. Se acercó tanto a Anderson que pensé que la besaría.

—¡Usted apesta! —exclamó ella y trató de alejarse.

—Son curiosas las cosas que pasan en un trabajo como éste.

—¡Aléjese de mí!

Pero él no quería hacerlo. Ella corrió en una u otra dirección, y en cada oportunidad él le bloqueó el paso como una montaña, hasta que Anderson quedó aprisionada contra enormes bolsas de carbono inyectable listas para ser embarcadas a las Antillas.

—¿Qué demonios se ha creído? —le gritó él—. Recibimos un cuerpo en descomposición en un contenedor de carga en un maldito puerto internacional de embarques en el que la mitad de las personas ni siquiera habla inglés, ¿y decide manejar las cosas por su cuenta?

Se oyó ruido a grava en el estacionamiento, pues el coche negro avanzaba a gran velocidad.

—La señorita detective novata recibe su primer caso. ¿Y decide entonces hacer que se presente la jefa de médicos forenses, junto con varios helicópteros de los medios de información?

—Lo voy a asignar a asuntos internos —le gritó Anderson—. ¡Lo haré arrestar!

—¿Con qué cargos? ¿Mal olor?

—¡Puede darse por muerto!

—No. El que está muerto es ese tipo que está allí. —Marino señaló el contenedor—. La que está muerta es usted si llega a tener que testificar en tribunales sobre este caso.

—Marino, ven —dije, cuando el coche entró en la dársena restringida.

—¡Eh! —Shaw corría detrás del vehículo agitando los brazos—. ¡No pueden estacionar allí!

—Usted no es más que un maldito fracasado —le dijo Anderson a Marino al alejarse.

Marino se quitó los guantes y logró sacarse las fundas azules de papel plastificado de los zapatos apoyando el dedo gordo del pie opuesto en el talón de cada una. Por la corbata levantó del suelo la camisa blanca manchada de su uniforme pero como ésta se soltó, comenzó a pisotear todo como si fuera un incendio que debía apagar. Yo recogí la ropa y la dejé caer, junto con la mía, en una bolsa roja para desechar materiales biológicos peligrosos.

—¿Terminaste? —le pregunté.

—Ni siquiera empecé todavía —respondió Marino mientras observaba que la puerta del conductor del automóvil negro se abría y un oficial de uniforme se apeaba del vehículo.

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