Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online
Authors: Patricia Cornwell
Tags: #Policíaco, Thriller
Nos pusimos dos batas cada uno, guantes, protectores de mangas, fundas para calzado, barbijos y capuchas con visor. No teníamos equipos de aire porque yo no creía en ellos, y más vale que no pescara a ninguno de los de mi equipo poniéndose pomada de eucalipto en la nariz, aunque los policías lo hacían todo el tiempo. Si un médico forense no era capaz de soportar la parte más desagradable del trabajo, entonces debía dedicarse a otra cosa.
Además, los olores son importantes. Cuentan su propia historia. Un olor dulzón puede indicar la existencia de etilclorovinol, mientras que el hidrato de cloral tiene el mismo olor de las peras. Los dos pueden hacerme pensar en una sobredosis de hipnóticos, al tiempo que un dejo de olor a ajo puede señalar arsénico. Los fenoles y el nitrobenceno me hacen pensar, respectivamente, en éter y betún para zapatos, y el etilenglicol tiene el mismo olor que los anticongelantes porque eso es precisamente lo que es. Aislar olores potencialmente significativos del espantoso hedor de cuerpos sucios y carne en descomposición se parece mucho a un trabajo de arqueología. Uno debe concentrarse en lo que está allí para que lo hallemos y no en las lamentables condiciones de lo que lo rodean.
La sala de descomposición, como nosotros la llamábamos, era una versión en miniatura de la sala de autopsias. Tenía su propio sistema de refrigeración y de ventilación y una única mesa que era posible plegar y anexar a un enorme piletón. Todo, incluyendo los armarios y las puertas, era de acero inoxidable. Las paredes y el piso estaban cubiertos con una capa de acrílico no absorbente capaz de soportar los lavados más enérgicos con desinfectantes y lavandina. Las puertas automáticas se abrían con botones de acero suficientemente grandes como para poder ser oprimidos con los codos en lugar de con las manos.
Cuando las puertas de cerraron detrás de Marino y de mí, quedé helada al ver a Anderson apoyada contra una mesada; la camilla con la bolsa con el cadáver estacionada en mitad del piso. El cuerpo representa una prueba. Yo jamás dejaba a un investigador a solas con un cuerpo sin examinar, y por cierto menos desde el juicio a O. J. Simpson, cuando se convirtió en moda que todos, salvo el acusado, fueran impugnados en la corte.
—¿Qué hace usted aquí y dónde está Chuck? —le pregunté a Anderson.
Chuck Ruffin era mi supervisor de la morgue y debería haber estado allí un tiempo antes para revisar el instrumental quirúrgico, rotular los tubos de ensayo y asegurarse de que yo tenía todo el material necesario.
—Él me dejó entrar y se fue a alguna parte.
—¿La hizo entrar aquí y la dejó sola? ¿Eso fue hace cuánto tiempo?
—Hace unos veinte minutos —respondió Anderson.
Miraba a Marino con cautela.
—¿Detecto pomada de eucalipto en su nariz? —preguntó Marino.
En el labio superior de Anderson brillaba un rastro de vaselina.
—¿Ve ese equipo desodorante de tamaño industrial que hay allí? —Marino indicó con la cabeza el sistema especial de ventilación que había en el cielo raso—. ¿Sabe qué, Anderson? Que no servirá de nada cuando esta bolsa se abra.
—No pienso quedarme aquí —respondió ella.
Eso era obvio. Ni siquiera se había puesto guantes quirúrgicos.
—No debería estar aquí sin un atuendo protector —le advertí.
—Sólo quería que supiera que estaré hablando con los testigos y quiero que se comunique conmigo cuando tenga información sobre qué le sucedió a ese hombre —dijo ella.
—¿Qué testigos? ¿Bray piensa mandarla a Bélgica? —preguntó Marino, y su aliento nubló su visor.
No creí ni por un momento que Anderson hubiera entrado en ese lugar tan desagradable para decirme algo. Sin duda su intención había sido otra. Miré la bolsa para cadáveres color rojo oscuro para comprobar si había sido alterada de alguna manera, mientras los dedos helados de la paranoia me rozaban el cerebro. Miré el reloj de pared. Eran casi las nueve.
—Llámeme —repitió Anderson, como quien imparte una orden.
Las puertas se cerraron detrás de ella. Tomé el intercomunicador y llamé a Rose.
—¿Dónde demonios está Chuck? —pregunté.
—Sólo Dios lo sabe —respondió Rose, quien no hizo ningún esfuerzo por ocultar el desprecio que sentía por ese muchacho.
—Por favor, encuéntralo y dile que venga aquí ya mismo —ordené—. Me está volviendo loca. Y, como siempre, anota este llamado. Documéntalo todo.
—Siempre lo hago.
—Uno de estos días lo despediré —le dije a Marino cuando corté la comunicación—. Tan pronto tenga suficientes pruebas contra él. Es perezoso y totalmente irresponsable, y no solía serlo antes.
—Es «más» perezoso e irresponsable de lo que solía ser —me corrigió Marino—. A ese tipo le faltan caramelos en el frasco, Doc. Está tramando algo y, para que sepas, te diré que quiere entrar en la policía.
—Estupendo —dije—. Pueden quedárselo.
—Es uno de esos tipos que se mueren por los uniformes, las pistolas y los silenciadores —dijo mientras yo empezaba a abrir el cierre de la bolsa.
La voz de Marino comenzaba a perder entusiasmo. Hacía todo lo posible por mostrarse estoico.
—¿Te sientes bien? —pregunté.
—Sí, claro.
El hedor se abatió sobre nosotros como un frente de tormenta.
—¡Mierda! —se quejó Marino cuando abrí las sábanas que amortajaban el cadáver—. ¡Maldito hijo de puta de porquería!
Había casos en que un cuerpo estaba en un estado tan horroroso que se transformaba en un miasma surrealista de colores, texturas y olores anormales capaces de distorsionar, desorientar y hacer que alguien se desplomara en el piso. Marino corrió hacia la mesada y se alejó todo lo posible de la camilla; yo traté de no reír.
Con su atuendo quirúrgico, Marino tenía un aspecto ridículo. Cuando se ponía fundas en los zapatos, tendía a resbalar por el piso, y como el gorro no alcanzaba a cubrirle del todo su cabeza calva, solía trepársele como un pirotín de papel. Le di otros quince minutos antes de que se lo arrancara, como hacía siempre.
—Este hombre no puede evitar encontrarse en el estado que está —le recordé.
Pero Marino estaba muy ocupado en meterse pomada de eucalipto en cada uno de los orificios de la nariz.
—Bueno, eso me parece una actitud un poco hipócrita de tu parte —le comenté cuando las puertas volvieron a abrirse y Chuck Ruffin entró con las radiografías.
—No es buena idea traer a alguien aquí y después desaparecer —le dije—. En especial cuando se trata de una detective novata.
—No sabía que era nueva.
—¿Qué creíste que era? —le preguntó Marino—. Nunca antes había estado aquí y parece de trece años.
—Sí, ya lo creo. Tiene el pecho como una tabla. No como me gusta a mí, se los aseguro —dijo Ruffin—. ¡Alerta las lesbianas! ¡RWIRR-RWIRR-RWIRR! —se burló, imitando una sirena y moviendo las manos como si fueran luces de emergencia.
—No dejamos a personas no autorizadas junto a cuerpos que no han sido examinados. Y eso incluye a los policías. Tengan o no experiencia. —Tuve ganas de despedirlo allí mismo.
—Ya lo sé. —Trató de ser simpático—. Todo eso de O. J. y el guante de cuero que plantaron en la escena.
Ruffin era un joven alto y delgado, con ojos marrones y soñolientos y pelo rubio indisciplinado que parecía crecerle en varias direcciones y le daba ese aspecto de alguien que acababa de levantarse de la cama que a las mujeres les resultaba irresistible. Pero a mí no lograba seducirme y ya ni siquiera lo intentaba.
—¿A qué hora vino esta mañana la detective Anderson? —le pregunté.
Su respuesta fue seguir encendiendo los negatoscopios, que brillaron con fuerza en las paredes.
—Lamento haber llegado tarde. Hablaba por teléfono con mi esposa. Está enferma —prosiguió.
Eran tantas las veces que había usado a su esposa como excusa que a esta altura debía de tener una enfermedad crónica o ser hipocondríaca, tener el síndrome de Munchausen o estar casi muerta.
—Supongo que René decidió no quedarse… —dijo, refiriéndose a Anderson.
—¿René? —lo interrumpió Marino—. No sabía que ustedes se conocieran tanto.
Ruffin empezó a sacar las placas radiográficas de los sobres grandes de papel manila.
—Chuck, ¿a qué hora llegó aquí Anderson? —intenté de nuevo.
—¿Con exactitud? —Ruffin pensó un momento—. Supongo que a eso de las y cuarto.
—Las ocho y cuarto —dije.
—Sí.
—¿Y la dejaste en la morgue cuando sabías que todos estaríamos en la reunión de equipo? —pregunté mientras él ponía las placas en los negatoscopios—. Sabías que la morgue estaría desierta y por todos lados había papeles, efectos personales y cadáveres.
—Ella nunca había estado en una morgue, así que le ofrecí una visita guiada… —continuó—. Además, yo estaba aquí, tratando de ponerme al día con el recuento de píldoras.
Se refería a la interminable provisión de medicamentos recetados que acompañaban a la mayor parte de nuestros casos. A Ruffin le tocaba la tediosa tarea de contar esas píldoras y después arrojarlas al desagüe de la pileta.
—Vaya, miren eso —exclamó.
Las radiografías del cráneo, tomadas desde distintos ángulos, mostraban suturas metálicas en el lado izquierdo de la mandíbula. Se veían tan bien como las costuras de una pelota de béisbol.
—El Hombre del Contenedor tiene una mandíbula rota —concluyó Ruffin—. Eso debería ser suficiente para identificarlo, ¿no, doctora Scarpetta?
—Si es que logramos acceder a sus radiografías anteriores —repliqué.
—Ése es siempre el problema —agregó Ruffin. Hacía todo lo posible por distraerme porque sabía que estaba en problemas.
Observé las sombras radioopacas y la forma de los senos y del hueso y no vi otras fracturas, deformidades ni anomalías. Sin embargo, cuando le limpié los dientes, noté que tenía una cúspide de Carabelli adicional. Todos los molares tienen cuatro cúspides o prominencias. Ése tenía cinco.
—¿Qué es un Carabelli? —quiso saber Marino.
—Una persona. No sé bien quién. —Le señalé la pieza en cuestión—. Maxilar superior. Lingual y mesial o hacia la lengua y hacia adelante.
—Supongo que está bien —dijo Marino—. Aunque confieso que no tengo la menor idea de qué significa lo que acabas de decir.
—Es un rasgo poco frecuente —expliqué—. Para no mencionar su configuración sinusal, su mandíbula fracturada. Tenemos suficientes elementos para identificarlo media docena de veces si encontramos algún material premortem para comparar.
—Eso lo decimos todo el tiempo, Doc —me recordó Marino—. Demonios, has tenido aquí personas con ojos de vidrio, piernas ortopédicas, placas en el cerebro, anillos de sello, aparatos de ortodoncia en los dientes, lo que se te ocurra, y de todos modos nunca descubrimos quiénes demonios eran porque nadie denunció su desaparición. O quizá sí lo hicieron, pero el caso se perdió en el espacio. O no pudimos encontrar ni una maldita placa radiográfica ni registro dental.
—Tiene arreglos dentales aquí y allá —dije y señalé varias emplomaduras que aparecían de color blanco brillante en las formas opacas de dos molares—. Parece que tuvo una excelente atención odontológica. Sus uñas están cuidadosamente cortadas. Pongámoslo sobre la mesa. Será mejor que apuremos el trámite. Se está poniendo cada vez peor.
Tenía los ojos saltones como los sapos, y el cuero cabelludo y la barba comenzaban a desprenderse junto con la capa exterior de la piel que se oscurecía cada vez más. La cabeza cayó hacia un costado y de su cuerpo se filtró el poco fluido que le quedaba cuando lo tomé por las rodillas y Ruffin lo asió por debajo de los brazos. Luchamos para levantarlo y colocarlo sobre la mesa mientras Marino sostenía la camilla.
—El sentido de estas mesas nuevas —jadeé—, es que no necesitemos hacer esto.
No todos los servicios de traslado de cadáveres y funerarias se habían modernizado. Todavía utilizaban sus desvencijadas camillas y transferían el cuerpo a cualquier camilla con ruedas que encontraban en lugar de a una de las nuevas mesas de autopsias que podíamos llevar cómodamente al lado de la pileta. Hasta el momento, mis intentos de proteger nuestras espaldas no habían tenido demasiado éxito.
—Eh, Chuckie-querido —dijo Marino—. Oí decir que quieres trabajar con nosotros.
—¿Quién lo dice? —Era obvio que Ruffin estaba sorprendido. Enseguida se puso a la defensiva.
El cadáver golpeó contra el acero inoxidable.
—Es lo que se rumorea en la calle —continuó Marino.
Ruffin no contestó y se puso a manguerear la camilla. Después la secó con una toalla, la cubrió con sábanas limpias y lo mismo hizo con la mesada, mientras yo tomaba fotografías.
—Bueno, te prevengo una cosa —le advirtió Marino—, no es oro todo lo que reluce.
—Chuck —dije—. Necesitamos más película Polaroid.
—Ya va.
—La realidad siempre es un poco diferente —prosiguió Marino con su tono condescendiente—. Es recorrer la ciudad en auto toda la noche mientras no sucede nada y uno se muere de tedio. Es ser escupido, maldecido, despreciado, tener que conducir autos destartalados mientras una serie de imbéciles juegan a la política, son obsecuentes, consiguen elegantes oficinas y juegan al golf con los personajones.
El aire sopló, el agua tamborileó y corrió. Dibujé las suturas metálicas y la cúspide adicional y deseé que la pesadez que sentía dentro desapareciera. A pesar de todo lo que sabía acerca de cómo funcionaba el cuerpo, no entendía —no en realidad— cómo la tristeza podía iniciarse en el cerebro y diseminarse por todo el cuerpo como una infección general que corroe, pulsa, inflama y entumece y, en última instancia, destruye carreras y familias o, en algunos casos lamentables, la vida física de una persona.
—Buena ropa —decía Ruffin en ese momento—. De Armani. Es la primera vez que veo tan de cerca un traje así.
—Solamente sus zapatos y su cinturón de piel de cocodrilo deben de costar como mil dólares —comenté.
—¿En serio? —preguntó Marino—. Probablemente eso fue lo que lo mató. Su esposa le compra esas cosas para su cumpleaños, él descubre lo que le costaron y tiene un infarto. ¿Te importa si enciendo aquí un cigarrillo, Doc?
—Sí, me importa. ¿Qué puedes decirme con respecto a cuál era la temperatura en Antwerp cuando el barco zarpó? ¿Se lo preguntaste a Shaw?
—Una mínima de nueve y una máxima de veinte —contestó Marino—. El mismo clima cálido que los demás han tenido. Si el tiempo sigue así, sería mejor pasar la Navidad con Lucy en Miami. Eso o instalar una palmera en mi living.