Codigo negro (Identidad desconocida) (34 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

—No, no lo está —dije.

Lucy se puso de pie y clavó el atizador en un leño. Brotaron infinidad de chispas como protesta.

—Esta vez fue demasiado lejos. Esta vez se terminó —exclamó mi sobrina.

—No hablemos de ella. Cuéntame de ti. Dime qué pasó en Miami.

Lucy se sentó sobre la alfombra, se recostó contra el sofá y miró fijo el fuego. Yo me puse de pie, me acerqué al bar y le serví un whisky.

—Tía Kay tengo que verla.

Le di a Lucy el vaso y volví a sentarme. Le masajeé los hombros y ella comenzó a aflojarse y su voz se puso soñolienta.

—Jo está allá adentro y no sabe que la estoy esperando. Es posible que crea que ella no me importa.

—¿Por qué se te ocurre que ella piensa eso, Lucy?

Ella no me contestó; parecía inmersa en el humo y las llamas. Bebió un sorbo de whisky.

—Cuando veníamos hacia aquí en mi pequeño Benz V-12 —dijo con voz distante—, Jo tuvo un mal presentimiento y me lo contó. Yo le dije que era normal tener malos presentimientos en estas circunstancias. Hasta le hice bromas al respecto.

Calló un momento y se quedó mirando las llamas como si viera en ellas algo más.

—Llegamos a la puerta del departamento que los tarados «Ciento Sesenta y Cinco» utilizan como su club —continuó—, y Jo entró primero. Allí había seis en lugar de tres. Enseguida supimos que estábamos perdidas y, también, lo que ellos harían. Uno de ellos agarró a Jo, le apuntó un arma a la cabeza y la obligó a que les dijera cuál era el lugar de la Fisher Island que habíamos preparado para el golpe.

Hizo una inspiración profunda y calló, como si no pudiera continuar. Bebió un sorbo de whisky.

—Dios, ¿qué es esto? Los vapores ya me están dejando KO.

—Sí, es muy fuerte, pero en este momento no te vendría nada mal algo que te derribara. Quédate un tiempo aquí conmigo —dije.

—El ATF y la DEA lo hicieron todo bien —dijo.

—Estas cosas suceden, Lucy.

—Tuve que pensar rápido. Lo único que se me ocurrió fue simular que no me importaba nada que a Jo le volaran los sesos. Ellos siguieron apuntándole a la cabeza y entonces yo actué como si estuviera furiosa con Jo, y eso los desconcertó por completo.

Bebió otro sorbo de whisky. Comenzaba a hacerle mucho efecto.

—Me acerqué a ese tarado marroquí que empuñaba el arma y le dije: «Adelante, mátala, es una perra estúpida y estoy harta de que siempre se me cruce en el camino. Pero si lo haces, lo único que conseguirás es joderte y joder a los otros».

Lucy se quedó mirando el fuego, con los ojos bien abiertos y sin parpadear, como si volviera a ver mentalmente la escena.

—Entonces dije: «¿Crees que yo no me imaginé que nos usarías y después harías esto? Adivina qué. Olvidé decirte que el señor Tortora nos espera, y miré mi reloj, exactamente dentro de una hora y dieciséis minutos. Me pareció que sería bueno entretenerlo antes de que ustedes, hijos de puta, se presentaran, le volaran los sesos y se llevaran todas sus armas, su dinero y su cocaína. ¿Qué pasará si nosotras no cumplimos con la cita? ¿No creen que se pondrá nervioso?

Yo no podía apartar la vista de Lucy. Por mi mente desfilaron toda clase de imágenes. La imaginé llevando a cabo su acto peligroso y la vi en traje de fajina en escenas de incendios y volando un helicóptero y programando computadoras. La recordé como la criatura irritante e indomable que yo virtualmente había criado. Marino tenía razón. Lucy estaba convencida de que tenía tanto que probar. Su primer impulso siempre era presentar lucha.

—No pensé que me hubieran creído —dijo—. Así que miré a Jo. Nunca olvidaré la expresión de sus ojos, el cañón de la pistola contra su sien. Sus ojos. —Calló un momento—.Tenían una expresión tan serena cuando me miró porque…

Se le quebró la voz.

—Porque quería que yo supiera que me amaba… —Lucy empezó a sollozar—. ¡Ella me amaba! Quería que yo lo supiera porque pensó… —Su voz subió de tono y cesó—. Porque pensó que íbamos a morir. Y en ese momento me puse a gritarle. Le dije que era una perra estúpida y la abofeteé con tanta fuerza que me quedó insensible la mano.

»Y Jo siguió mirándome como si yo fuera lo único que tenía en la vida, mientras la sangre fluía de su nariz y de los costados de su boca, un río rojo que descendía de su cara y goteaba de su mentón. Ni siquiera lloró. De pronto había desaparecido de la historia, perdido su rol, su entrenamiento, todo lo que sabe hacer bien. Yo la aferré, la arrojé al piso, me trepé sobre ella y comencé a imprecar, a abofetearla y a gritar.

Se secó los ojos y clavó la vista hacia adelante.

—Y lo más terrible, tía Kay es que, en parte, es real. Estoy tan enojada con Jo por fallarme, por darse por vencida. ¡Iba a rendirse y dejar que la mataran, maldita sea!

—Como hizo Benton —dije en voz baja.

Lucy se secó la cara con la camisa. No pareció oír lo que yo acababa de decir.

—Estoy harta de que las personas se den por vencidas y me abandonen —continuó con voz quebrada—. ¡Justo cuando yo más las necesito!

—Benton no se rindió, Lucy.

—Yo seguí gritándole a Jo, gritándole, pegándole y diciéndole que la iba a matar mientras estaba montada sobre ella y la sacudía tirándola de los pelos. Eso hizo que reaccionara, quizá también que se enojara y comenzó a defenderse y a golpearme. Me dijo que era una puta cubana, me escupió sangre en la cara, me pegó puñetazos, y a esa altura los tipos se mataban de risa, silbaban y se tocaban los genitales…

Hizo otra prolongada inspiración profunda, cerró los ojos y casi no podía permanecer sentada. Se recostó contra mis piernas y las luces del fuego juguetearon sobre su rostro fuerte y hermoso.

—Ella se puso a luchar en serio. Yo tenía las rodillas tan apretadas contra sus costados que me sorprendió que no le hubiera roto las costillas, y en medio de esa lucha desaforada, le desgarré y le abrí la camisa, y eso realmente excitó a los tipos, quienes entonces no vieron que yo tomaba mi arma de la pistolera de tobillo y comenzaba a disparar. Disparar. Disparar. Disparar… —Su voz se fue desvaneciendo.

Me agaché y la abracé.

—¿Sabes? Uso estos jeans de piernas anchas para ocultar el arma. Dicen que hice once disparos. Yo ni siquiera recuerdo haber dejado caer el cargador vacío y colocado uno lleno. Había agentes por todas partes y, de alguna manera, logré arrastrar a Jo por la puerta. La cabeza le sangraba mucho.

El labio inferior de Lucy tembló cuando trató de continuar con voz muy lejana. En realidad, no estaba allí conmigo; revivía la escena vivida en aquel otro lugar.

—Disparé. Disparé. Disparé. Tenía su sangre en mis manos.

Su voz se elevó.

—La golpeé y la golpeé. Todavía siento su mejilla contra la palma de mi mano.

Se la miró, como si debiera condenarla a muerte.

—Se la sentí. Sentí lo suave que era su piel. Y que sangraba. Yo se la hice sangrar. De esa piel que tanto había acariciado y amado, yo extraje sangre. Después las pistolas, las pistolas, las pistolas, y el humo y el estruendo en mis oídos. Y es como una llamarada enceguecedora cuando sucede de esa manera. Es algo que termina sin haber empezado. Pensé que Jo estaba muerta.

Bajó la cabeza y lloró en silencio, y yo le acaricié el pelo.

—Le salvaste la vida. Y también salvaste la tuya —dije por último—. Jo sabe qué hiciste y por qué lo hiciste, Lucy. Eso la hará amarte más.

—Esta vez estoy en problemas, tía Kay —dijo ella.

—Eres una heroína. Eso es lo que eres.

—No. No lo entiendes. No me importa si fui o no una buena tiradora. No me importa si el ATA me da una medalla.

Se sentó y se puso de pie. Me miró con derrota en sus ojos y otro sentimiento que no logré descifrar. Tal vez era tristeza. Lucy en ningún momento demostró tristeza cuando asesinaron a Benton. Lo único que vi entonces en ella fue rabia.

—La bala que le sacaron de la pierna era igual a las que yo tenía en mi arma.

No supe qué decir.

—Yo fui la que le disparó, tía Kay.

—Aunque lo hubieras hecho…

—¿Y si Jo no puede volver a caminar…? ¿Y si por culpa mía ya no puede pertenecer a las fuerzas del orden?

—No creo que pueda lanzarse de helicópteros en el corto plazo, pero se pondrá bien.

—¿Y si le arruiné la cara de manera permanente con mis malditos puños?

—Lucy, escúchame —le rogué—. Le salvaste la vida. Si tuviste que matar a dos personas para hacerlo, sea. No te quedó otra opción. No es lo que querías hacer.

—¿Cómo que no quería? —dijo ella—. Ojalá los hubiera matado a todos.

—No lo dices en serio.

—Quizá sólo sea un soldado mercenario —concluyó con furia y amargura—. ¿Tienes algunos asesinos, ladrones de autos, pedófilos, narcotraficantes de los que te gustaría librarte? Sólo llama al uno-ocho-cero-cero-L-U-C-Y.

—Matando no harás regresar a Benton.

De nuevo, fue como si no me hubiera oído.

—Él no querría que te sintieras así —aseguré.

Sonó la campanilla del teléfono.

—Benton no te abandonó, Lucy No estés enojada con él porque murió.

El teléfono sonó por tercera vez y ella no pudo contenerse. Lo tomó, incapaz de ocultar en sus ojos la esperanza y el miedo que sentía. Yo no me sentí capaz de contarle lo que el doctor Worth me había dicho. No era momento para hacerlo.

—Sí, un momento —dijo y una expresión de decepción y de más pesar le cruzó la cara cuando me entregó el teléfono.

—Hola —dije de mala gana.

—¿Habla la doctora Scarpetta? —preguntó una voz masculina desconocida.

—¿Quién es?

—Es importante que verifique quién es usted. —El acento era norteamericano.

—Si usted es otro reportero…

—Le daré un número de teléfono.

—Y yo le prometeré algo —repliqué—. Si no me dice quién es, cortaré.

—Permítame que le dé este número —dijo y comenzó a recitarlo antes de que yo tuviera tiempo de negarme.

Reconocí el código de Francia.

—En Francia son las tres de la mañana —comenté, como si él no lo supiera.

—No importa qué hora es. Hemos estado recibiendo información de usted y la pasamos por nuestro sistema de computación.

—No fue de mi parte.

—No, no en el sentido de que usted la tipeó en la computadora, doctora Scarpetta.

Su voz de barítono era suave, una madera fina pulida.

—Estoy en la secretaría en Lyon —me informó—. Llame al número que le di y, al menos, contáctese con nuestro correo de voz.

—¿Qué sentido tiene…?

—Por favor.

Corté y marqué el número, y una voz femenina grabada, con fuerte acento francés, dijo «Bonjour, hello» y dio los horarios de oficina en los dos idiomas. Entré en la extensión que el hombre me había dado, y la voz del individuo volvió a aparecer en línea.

—¿«Bonjour, hello»? ¿Se supone que eso lo identifica? —pregunté—. Por lo que sé, podría estar en un restaurante.

—Por favor, envíeme por fax una hoja con su membrete. Cuando lo vea le explicaré todo.

Me dio el número, lo puse en espera y fui a mi estudio. Le mandé un fax de mi papel con membrete mientras Lucy permanecía frente al fuego, los codos sobre las rodillas, el mentón en la mano, en silencio.

—Mi nombre es Jay Talley, el enlace del ATF en Interpol —se presentó cuando volví a comunicarme con él—. Necesitamos que vengan de inmediato. Usted y el capitán Marino.

—No lo entiendo —dije—. Usted debe de tener mis informes. Y, en este momento, no tengo nada más que agregar.

—No se lo pediríamos si no fuera importante.

—Marino no tiene pasaporte —dije.

—Él fue a las Bahamas hace tres años.

Yo había olvidado que Marino había hecho una de sus muchas elecciones desastrosas con respecto a las mujeres y se había llevado a una en un crucero de tres días. La relación no duró mucho más que eso.

—No me interesa que sea importante —le advertí—. De ninguna manera subiré a un avión y volaré a Francia cuando no sé qué…

—Aguarde un minuto —me interrumpió, cortésmente, pero con tono autoritario—. ¿Senador Lord? Señor, ¿está usted en línea?

—Sí, aquí estoy.

—¿Frank? —dije, sorprendida—. ¿Dónde estás? ¿En Francia?

Me pregunté durante cuánto tiempo habría estado en conferencia y escuchando.

—Ahora escúchame, Kay. Es importante —me aclaró el senador Lord con una voz que me recordó quién era—. Ve y hazlo enseguida. Necesitamos tu ayuda.

—¿Necesitamos?

Entonces habló Talley.

—Usted y Marino deben estar en la terminal privada Millionaire a las cuatro y media. De la mañana, hora de ustedes. En menos de seis horas.

—Yo no puedo salir ahora mismo… —comencé a decir mientras Lucy se paraba junto a la puerta.

—No llegue tarde. Su conexión a Nueva York despega a las ocho y media —me dijo él.

Pensé que el senador Lord había colgado, pero de pronto oí su voz.

—Gracias, agente Talley. Ahora hablaré yo con ella.

Alcancé a oír que Talley desaparecía de la línea.

—Quiero saber cómo estás, Kay —dijo mi amigo, el senador.

—No tengo la menor idea.

—Pues a mí me importa. No permitiré que nada te suceda. Confía en mí. Y ahora dime cómo te sientes.

—Además de haber sido convocada a Francia, de estar a punto de ser despedida y… —iba a agregar lo que le había pasado a Lucy, pero ella estaba allí de pie, muy cerca.

—Todo estará bien —aseguró el senador Lord.

—Cualquiera sea el significado de ese «todo» —contesté.

—Confía en mí.

Yo siempre lo había hecho.

—Te van a pedir que hagas cosas a las que te resistirás. Cosas que te asustarán.

—Yo no me asusto con facilidad, Frank —dije.

31

Marino me pasó a buscar a las cuatro menos cuarto. Era una hora despiadada de la mañana, que me recordó las guardias sin dormir en los hospitales, las primeras épocas de mi carrera, cuando me asignaban los casos que nadie más quería.

—Ahora sabes lo que se siente al estar en el turno de la noche —comentó Marino mientras avanzábamos por caminos helados.

—Lo sé de todos modos —contesté.

—Sí, pero la diferencia es que no estás obligada a pasar la noche en vela. Siempre puedes mandar a otra persona a la escena del crimen y quedarte en tu casa. Eres la jefa.

—Yo siempre dejo a Lucy cuando ella me necesita, Marino.

—Te juro que ella entiende, Doc. Seguro que de todos modos se irá a Washington para enfrentar toda esa mierda de la junta examinadora.

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