Codigo negro (Identidad desconocida) (31 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

—¿Te dirigías ya a tu casa? —pregunté.

—Sí. Y en realidad no pensé nada hasta doblar en Grove y ver que el otro auto lo hacía también y permanecía casi pegado a mi paragolpes, con esos malditos faros que casi me enceguecían. Los vehículos que avanzaban en dirección contraria hacían parpadear sus luces para avisarle que tenía encendidos los faros altos, por si él no lo sabía. Pero era obvio que el tipo estaba empeñado en dejarlos así. A esa altura yo ya empecé a asustarme.

—¿Alguna idea con respecto a qué clase de auto era? ¿Alcanzó a ver algo? —preguntó Marino.

—Yo estaba prácticamente ciega y, además, me sentía confundida. Inmediatamente pensé en el auto que había en mi cochera del estacionamiento la noche del martes cuando usted pasó —me dijo—. Y, después, me comentó que la habían seguido. Empecé a pensar en Chuck, en las drogas y en la clase espantosa de personas que se ven involucradas en eso.

—De modo que conduce el auto por Grove —repitió Marino, para volverla a meter en el relato.

—Sí, desde luego. Pasé frente el edificio de mi departamento y traté de pensar adonde ir para librarme de él. Y no sé cómo se me ocurrió, pero lo cierto es que de pronto doblé a la izquierda e hice un giro en U. Después seguí hacia donde termina Grove en Three Chopt y doblé a la izquierda, con el otro auto todavía detrás de mí. Después, a la derecha estaba el Country Club de Virginia, doblé hacia la entrada y la transpuse. No hace falta decir que quienquiera que fuera, se hizo humo.

—Fue muy astuto de su parte —la felicitó Marino—. Muy astuto. Pero, ¿por qué no llamó a la policía?

—No habría servido de nada. No me habrían creído y, de todos modos, yo no podría haber aportado ninguna prueba.

—Bueno, pero al menos debería haberme llamado a mí —dijo Marino.

—Ya lo sé.

—¿Y después adonde fuiste? —pregunté.

—Me vine para aquí.

—Rose, me asustas —confesé—. ¿Y si el tipo te esperaba en alguna parte?

—Yo no podía quedarme afuera toda la noche, y tomé un camino distinto para venir a casa.

—¿Tiene alguna idea de a qué hora desapareció el tipo? —preguntó Marino.

—En algún momento entre las seis y las seis y cuarto. Dios mío, no puedo creer que cuando fui a ese minimercado, ella estuviera adentro. ¿Y si también estaba él? Si tan sólo lo hubiera sabido. No puedo dejar de pensar que debe de haber algo que yo debería haber notado. Tal vez incluso cuando estuve allá el martes por la noche.

—Rose, usted no podía adivinar lo que sucedía a menos que fuera una gitana con una bola de cristal —le dijo Marino.

Ella respiró hondo y se apretó más la bata.

—No puedo sacarme el frío de encima —comentó—. Kim era una muchacha tan agradable.

Calló de nuevo y su cara quedó desfigurada por la pena. Los ojos se le llenaron de lágrimas que después le rodaron por las mejillas.

—Nunca era descortés con nadie y trabajaba tanto. ¡Cómo pudo alguien hacerle una cosa así! ¡Ella quería ser enfermera! ¡Quería dedicar su vida a ayudar a la gente! Recuerdo que me preocupaba la idea de que estuviera allá sola hasta tan tarde por las noches, que Dios me ayude. ¡Hasta lo pensé cuando estuve allá el martes, pero no dije nada!

Su voz se quebró como si cayera por un tramo de escaleras. Me acerqué, me arrodillé junto a ella y la abracé.

—Es como cuando Sassy no se sentía bien… estaba tan letárgica y pensé que había comido algo que no debía…

—Está bien, Rose. Todo va a estar bien —la consolé.

—Y resultó que, no sé cómo, se había tragado un trozo de vidrio… Mi pobrecita bebé sangraba por dentro… Y yo no hice nada.

—No lo sabías. No podemos saberlo todo. —También yo sentí una oleada de pesar.

—Si tan sólo la hubiera llevado enseguida al veterinario… Nunca, nunca me lo perdonaré. La pobrecita, prisionera en una jaulita y con bozal, y algún monstruo la golpeó con algo y le rompió la nariz… ¡en esa maldita pista para carreras de galgos! ¡Y después la dejó tirada para que sufriera y muriera!

Lloró como si le doliera cada pérdida y acto de crueldad que el mundo había sufrido alguna vez. Sostuve sus puños cerrados en mis dos manos.

—Rose, ahora escúchame tú —dije—. Salvaste a Sassy de un infierno, tal como salvaste a otros. No podrías haber hecho nada por ella, así como no podrías haber hecho nada cuando paraste en la tienda para comprar los bizcochos. Kim estaba muerta. Estaba muerta desde hacía horas.

—¿Y qué me dice de él? —gritó—. ¿Y si hasta un momento antes estaba en el interior de la tienda y acababa de salir cuando yo detuve el auto? Yo también estaría muerta, ¿no? Muerta de un tiro y arrojada a alguna parte como basura. O tal vez también a mí me habría hecho cosas horribles.

Rose cerró los ojos, agotada, mientras las lágrimas seguían surcándole la cara. Se distendió, ahora que la tormenta había pasado. Marino se inclinó y le tocó una rodilla.

—Tiene que ayudarnos —le pidió—. Necesitamos saber por qué cree que el hecho de que alguien la siguiera y el homicidio pueden estar relacionados.

—¿Por qué no te vienes a casa conmigo? —le pregunté.

Sus ojos se despejaron y comenzó a recuperar la compostura.

—Bueno, ese auto arrancó justo detrás de mí, allí, donde se cometió un asesinato. ¿Por qué no comenzó a seguirme mucho antes que eso? —dijo—. Y una hora, una hora y media antes de que la alarma sonara. ¿No les parece una coincidencia sorprendente?

—Por supuesto que sí —afirmó Marino—. Pero en mi carrera han habido muchas coincidencias sorprendentes.

—Me siento muy tonta —dijo Rose y se miró las manos.

—Todos estamos cansados. Yo tengo suficiente lugar…

—Vamos a detener a Chuckie-querido por drogas —le aseguró Marino—. Eso no tiene nada de tonto.

—Yo me quedaré aquí y me acostaré —dijo Rose.

Seguí tratando de asimilar todo lo que ella nos había contado mientras bajamos por la escalera y nos dirigimos al estacionamiento.

—Mira —dijo Marino y abrió las puertas de su vehículo—. Tú has estado cerca de Chuck más que yo. Lo conoces mucho mejor, lo cual no es nada bueno para ti.

—Y tú me vas a preguntar si él es el que conduce el auto alquilado que nos sigue —me adelanté mientras él salía marcha atrás y doblaba hacia Randy Travis—. La respuesta es no. Chuck es un tipo escurridizo. Es mentiroso y ladrón, pero es un cobarde, Marino. Hace falta mucha arrogancia para seguir de cerca a otro vehículo con los faros altos encendidos. Quienquiera que lo haga está muy seguro de sí mismo. No tiene miedo de que lo pesquen porque se considera demasiado astuto.

—Se parece mucho a la definición de un psicópata —dijo él—. Y ahora me siento peor. Mierda. No quiero pensar que el tipo que mató a Luong es el que las sigue a ti y a Rose.

Las calles se habían helado de nuevo y los insensatos conductores de Richmond patinaban y hacían trompos por todas partes. Marino tenía su radiotransmisor policial portátil encima y monitoreaba los accidentes.

—¿Cuándo vas a devolver esa cosa? —pregunté.

—Cuando ellos vengan y traten de quitármela —respondió—. No pienso devolverla.

—¡Así se hace!

—Lo difícil de todos los casos en que hemos trabajado —comentó— es que nunca pasa una sola cosa. Los policías tratan de relacionar tanta mierda que, cuando finalmente resolvemos el caso, podríamos haber escrito la biografía de la víctima. La mitad del tiempo, cuando encontramos una conexión, no es la que importa. Como el marido que se enfurece con su esposa. Ella se va de la casa, indignada, y termina siendo secuestrada en el estacionamiento de un centro comercial, violada y asesinada. El enojo de su marido no hizo que eso pasara. Tal vez ella igual hubiera ido allá de compras.

Dobló hacia el camino de entrada a casa y estacionó la camioneta en el parque. Lo miré fijo.

—Marino, ¿qué vas a hacer con respecto al dinero?

—Estaré bien.

Yo sabía que no era cierto.

—Podrías ayudarme por un tiempo como investigador de campo —dije—. Hasta que termine ese disparate de la suspensión.

Él se quedó callado. Mientras Bray siguiera en su puesto, eso no pasaría nunca. Haberlo suspendido sin goce de sueldo era su manera de obligar a Marino a renunciar. Si él lo hacía, quedaba fuera del camino como Al Carson.

—Yo puedo contratarte en dos aspectos —continué—. Caso por caso y cobrarías cincuenta dólares por…

Él soltó una carcajada.

—¿Cincuenta dólares? ¡Ni loco!

—O puedo contratarte por horas, pero en algún momento tendré que publicar un aviso y tú tendrás que postularte para el empleo como cualquier hijo de vecino.

—No me jodas.

—¿Cuánto ganas ahora?

—Alrededor de sesenta y dos mil, más beneficios —contestó.

—En lo más que podría convertirte es en un P-catorce de nivel senior. Treinta horas por semana. Ningún beneficio. Treinta y cinco mil anuales.

—Eso sí que está bueno. Es una de las cosas más divertidas que oigo en mucho tiempo.

—Siempre puedo tomarte como instructor y coordinador en la investigación de muertes en el Instituto. Eso serían otros treinta y cinco. De modo que sumarían setenta. Ningún beneficio. De hecho, lo más probable es que te vaya mejor por tu cuenta.

Él lo pensó un momento mientras inhalaba humo.

—En este momento no necesito tu ayuda —respondió, groseramente—. Y estar siempre cerca de médicos forenses y cadáveres no entra en mi proyecto de vida.

Me bajé de su camioneta.

—Buenas noches —dije.

Él partió en su vehículo, enojadísimo, y yo sabía que en realidad no era yo el principal blanco de su ira. Se sentía frustrado y furioso. Su autorrespeto y vulnerabilidad habían quedado al descubierto frente a mí y él no deseaba que yo lo viera. De todo modos, sus palabras me dolieron.

Arrojé el saco sobre una silla del foyer y me saqué los guantes de cuero. Puse la sinfonía «Heroica» de Beethoven en el equipo de música y mis nervios comenzaron a recuperar su ritmo como las cuerdas que ejecutaban esa música. Comí una omelette y me instalé en la cama con un libro que estaba demasiado cansada para leer.

Me quedé dormida con la luz encendida y desperté sobresaltada por el sonido de mi alarma antirrobos. Saqué el arma de un cajón y luché contra el impulso de desactivar el sistema. Ese estrépito me resultaba insoportable. Pero no sabía qué lo había iniciado. Algunos minutos después sonó la campanilla del teléfono.

—Somos del servicio de vigilancia…

—Sí, sí —dije en voz muy alta—. No sé por qué sonó la alarma.

—Vemos que es en la zona cinco —dijo el hombre—. La puerta de atrás que da a la cocina.

—No tengo idea.

—¿Desea entonces que le informemos a la policía?

—Creo que sería lo mejor —acepté, mientras ese estruendo parecido a un ataque aéreo continuaba en mi casa.

28

Supuse que una ráfaga fuerte de viento había hecho sonar la alarma y, minutos después, la silencié para poder oír la llegada de la policía. Me senté en la cama, a la espera. No pasé por la temida rutina de registrar cada centímetro de mi casa, de entrar en cada cuarto y cada ducha y cada espacio oscuro de miedo.

Escuché el silencio y cobré conciencia de sus sonidos. Oí el viento, el leve clic de los números que iban cambiando en la cerradura digital, mi propia respiración. Un automóvil entró en el sendero de casa y corrí a la puerta de calle en el momento en que uno de los agentes la golpeaba con su bastón o cachiporra en lugar de tocar el timbre.

—Policía —anunció una voz de mujer.

Los dejé pasar. Eran dos agentes, una mujer joven y un hombre un poco mayor. La placa de la mujer la identificaba como J.E Butler, y había en ella algo que me afectó.

—La zona es la de la puerta de la cocina que da al exterior —les comuniqué—. Les agradezco mucho que hayan venido tan rápido.

—¿Cómo se llama usted? —me preguntó su compañero, R.I. McElwayne.

Actuaba como si no supiera quién era yo, como si yo fuera sólo una señora cuarentona de bata que por casualidad vivía en una linda casa de un vecindario que rara vez necesitaba la presencia de la policía.

—Kay Scarpetta.

Su semblante se aflojó un poco, y dijo:

—No sabía si de verdad usted realmente existía. Oí hablar mucho de usted, pero jamás estuve en la morgue, ni una sola vez en dieciocho años, lo cual agradezco.

—Eso es porque por aquella época no había que asistir a demostraciones de autopsias y aprender todos esos términos científicos —lo regañó Butler.

McElwayne trató de no sonreír mientras su mirada se paseaba con curiosidad por mi casa.

—Está invitado a asistir a una cuando quiera —le dije.

Butler se mostraba atenta y alerta. Ella todavía no estaba encallecida por el peso de su carrera, a diferencia de su compañero, cuyo principal interés en ese momento eran mi casa y mi persona. Lo más probable era que, a esta altura, él ya hubiera detenido a miles de automóviles y respondido a igual cantidad de alarmas falsas, todo por una paga mínima y todavía menos agradecimiento.

—Nos gustaría echar una mirada a todo —me dijo Butler y cerró con llave la puerta del frente—. Empezando por aquí abajo.

—Por favor, miren por donde quieran.

—Le ruego que permanezca aquí —me recomendó ella y se fue a la cocina, y en ese momento lo que sentí me desestabilizó por completo.

Butler me recordaba a Lucy. Eran los ojos, el puente recto de la nariz y la forma en que gesticulaba. Lucy no podía mover los labios sin mover también las manos, como si estuviera dirigiendo una conversación en lugar de participar de ella. Me quedé parada en el foyer y oí las pisadas de ambos sobre el piso de madera, sus voces amortiguadas, el ruido de puertas que se cerraban. Ambos se tomaron su tiempo, y yo supuse que era Butler la que se aseguraba de que no pasaran por alto ningún espacio del tamaño suficiente para ocultar a un ser humano.

Bajaron por la escalera y salieron hacia la noche helada, y los haces de luz de sus linternas barrieron las ventanas y se filtraron por las persianas. Esto continuó durante otros quince minutos, y cuando golpearon a la puerta para volver a entrar, me condujeron a la cocina, mientras McElwayne se soplaba las manos frías y enrojecidas. Butler tenía algo importante en mente.

—¿Sabe usted que en una parte de la puerta de la cocina hay una jamba torcida?

—No —contesté, sorprendida.

Ella le quitó la llave a la puerta que había cerca de la mesa, junto a la ventana, donde por lo general yo comía sola o con amigos. Una ráfaga de aire helado entró cuando me acerqué a ella para ver a qué se refería. Ella iluminó una pequeña hendidura en el borde del marco de madera, donde parecía que alguien había intentado forzar la puerta.

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