Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online
Authors: Patricia Cornwell
Tags: #Policíaco, Thriller
No le contesté.
—Bueno, todos lamentan lo que pasó el año pasado —aclaró, como preludio de su discurso—. Nadie imagina cómo hizo usted para salir adelante. Realmente. Quiero decir, si alguien le hiciera algo así a mi esposa, no sé qué haría, sobre todo si fuera algo parecido a lo que le sucedió al agente especial Wesley.
Ruffin siempre se había referido a Benton como «agente especial», algo que a mí me parecía más bien tonto. Si había alguien nada pretencioso y un poco incómodo con ese título, ése era Benton. Pero al reflexionar sobre los comentarios despectivos de Marino con respecto a la atracción que Ruffin sentía por las fuerzas del orden, entendí mejor las cosas. Lo más probable era que mi pequeño y débil supervisor de la morgue hubiera sentido un temor reverente por un agente veterano del FBI, en especial uno que era, además, el encargado de trazar perfiles psicológicos, y se me ocurrió que quizá la buena conducta de Ruffin en aquellos días había tenido más que ver con Benton que conmigo.
—Nos afectó también a nosotros —continuó Ruffin—. Como sabe, él solía venir aquí y ordenar cosas para comer, pizza, bromear y charlar con nosotros. Un tipo importante como él se mostraba tan sencillo y cordial. Me impresionó muchísimo.
También los trozos del pasado de Ruffin cayeron en su lugar. Su padre había muerto en un accidente automovilístico cuando Ruffin era chico. Lo crió su madre, una mujer formidable e inteligente que enseñaba en la escuela. Su esposa era también muy fuerte, y ahora trabajaba para mí. Siempre me resultaba fascinante la forma en que tantas personas volvían a las escenas de sus crímenes infantiles y buscaban siempre el mismo villano, que en este caso era una figura femenina de autoridad como yo.
—Todos la han estado tratando como si camináramos sobre cáscaras de huevos —siguió Ruffin—. Por eso nadie dice nada cuando usted no presta atención y pasan toda clase de cosas sobre las que usted no tiene ni idea.
—¿Como qué? —pregunté mientras con mucho cuidado hacía girar el escalpelo.
—Bueno, para empezar, tenemos un maldito ladrón en el edificio —me retrucó—. Y apuesto a que es alguien de adentro. Hace semanas que sucede y usted no ha hecho nada al respecto.
—No lo supe hasta hace muy poco.
—Lo cual prueba lo que digo.
—Eso es ridículo. Rose no me oculta información —afirmé.
—A ella también la gente la trata con guantes de seda. Enfréntelo, doctora Scarpetta. Para todos, Rose es su soplona. Nadie confía en ella.
Me obligué a concentrarme mientras sus palabras herían mis sentimientos y mi orgullo. Seguí desplazando hacia atrás tejidos, tratando de no cortarlos ni perforarlos. Ruffin aguardó mi reacción. Lo miré a los ojos.
—Yo no tengo ninguna soplona —dije—. No la necesito. Cada uno de los integrantes de mi equipo sabe desde siempre que puede entrar en mi oficina y hablar conmigo de cualquier cosa.
Su silencio me pareció una acusación perversa. Siguió mostrándose desafiante y disfrutando mucho de la situación. Apoyé las muñecas en la mesa de acero.
—No creo que necesite defenderme ante nadie, Chuck —agregué—. Creo que tú eres la única persona de mi equipo que tiene un problema conmigo. Desde luego, entiendo que te sientas incómodo con una jefa mujer, cuando es obvio que todas las figuras de poder de tu vida han sido mujeres.
El brillo de sus ojos desapareció y la furia endureció su cara. Seguí apartando hacia atrás tejido frágil y resbaloso.
—Pero te agradezco que me hayas dicho lo que piensas —terminé con tono frío y calmo.
—No es sólo mi opinión —me contestó con rudeza—. Lo cierto es que todo el mundo piensa que usted va barranca abajo.
—Me alegra que parezcas saber lo que todos piensan —le repliqué sin demostrar la furia que sentía.
—No es difícil. Yo no soy el único que ha notado que ya no hace las cosas como antes. Y usted sabe que es así. Tiene que reconocerlo.
—Dime qué es lo que debería reconocer.
Él parecía tener preparada una lista.
—Cosas atípicas. Por ejemplo matarse trabajando y asistir a operativos en los que no se la necesitaba y, como consecuencia, estar todo el tiempo cansada y no darse cuenta de lo que ocurre en la oficina. Y cuando llaman los deudos o familiares de los muertos, usted no se toma el tiempo necesario para hablar con ellos, como solía hacerlo.
—¿Cómo dices eso? —Mi autocontrol estaba a punto de derrumbarse—. Yo siempre hablo con las familias, con cualquiera que lo pide, siempre y cuando esa persona tenga derecho a recibir información.
—Tal vez debería hablar con el doctor Fielding y preguntarle cuántos de sus llamados ha tomado él, con cuántas familias de sus casos ha tenido que vérselas, cuántas veces se ha visto obligado a cubrirla. Y, además, lo de Internet. Eso sí que fue ir demasiado lejos. Es la gota que colmó el vaso.
Yo estaba estupefacta.
—¿Qué pasa con Internet? —pregunté.
—Sus chateos o lo que sea que hace. Para serle franco, como no tengo una computadora en casa y no utilizo Internet ni nada, no lo he visto con mis propios ojos.
Una serie de pensamientos furiosos y bizarros desfilaron por mi mente como bandadas de estorninos y nublaron la percepción que yo tenía de mi vida. Una cantidad de pensamientos oscuros y desagradables se prendieron de mi razón y allí clavaron sus garras.
—No fue mi intención hacerla sentirse mal —aclaró Chuck—. Y quiero que sepa que entiendo que esto haya sucedido después de todo lo que usted tuvo que soportar.
Yo no quería oír ni una sola palabra más acerca de lo que había tenido que soportar.
—Gracias por tu comprensión, Chuck —dije y mis ojos perforaron los suyos hasta que apartó la mirada.
—Tenemos un caso que viene de Powhatan, y ya debería estar aquí. Si quiere me fijaré —ofreció, impaciente por irse.
—Hazlo, y después lleva este cuerpo de vuelta a la cámara refrigeradora.
—Sí, claro.
Las puertas se cerraron detrás de él y el silencio volvió a la habitación. Desplacé hacia atrás la última parte del tejido y lo coloqué sobre la tabla de corte mientras una paranoia y una inseguridad heladas se filtraban por debajo de la pesada puerta de mi confianza. Comencé a sujetar el tejido con pinches para sombrero, a estirarlo, a medirlo y a estirarlo de nuevo. Puse la tabla de corcho dentro del recipiente quirúrgico, lo cubrí con un paño verde y lo coloqué en la cámara refrigeradora.
Me duché y me cambié en el vestuario. Despejé mis pensamientos de fobias e indignación. Me tomé un rato largo de descanso para beber un café; era viejo, y el fondo de la cafetera estaba negro. Inicié un nuevo fondo para café dándole veinte dólares al administrador de la oficina.
—Jean, ¿has leído esas sesiones de chateo que se supone que yo mantengo por Internet? —le pregunté.
Ella sacudió la cabeza pero pareció sentirse incómoda. Les hice la misma pregunta a Cleta y a Polly.
Las mejillas de Cleta se encendieron y, con la vista baja, ella confesó:
—A veces.
—¿Polly? —pregunté.
Ella dejó de escribir a máquina y también se ruborizó.
—No todo el tiempo —contestó.
Yo asentí.
—No fui yo —les dije—. Fue alguien que se hacía pasar por mí. Ojalá lo hubiera sabido.
Mis dos empleadas parecían desorientadas. No estaba segura de que me creyeran.
—Entiendo por qué no querían decirme nada cuando supieron de esas supuestas sesiones de chateo —continué—. Es probable que tampoco yo hubiera dicho nada si hubiera estado en el lugar de ustedes. Pero necesito que me ayuden. Si llegan a tener alguna idea sobre quién puede estar haciéndome esto, ¿me lo dirán?
Parecían aliviadas.
—Qué terrible —dijo Cleta, con emoción—. Quienquiera que lo esté haciendo debería ir a la cárcel.
—Lamento no haber dicho nada —agregó Polly con tono contrito—. No tengo idea de a quién se le ocurriría hacer algo así.
—Quiero decir, el problema es que parecía ser usted —añadió Cleta.
—¿Parecía ser yo? —dije y fruncí el entrecejo.
—Ya sabe, daba consejos sobre la prevención de accidentes, la seguridad, cómo enfrentar la tristeza y toda clase de advertencias médicas.
—¿Me estás diciendo que da la impresión de que un médico lo escribe, o alguien con formación en el cuidado de la salud? —pregunté mientras mi incredulidad aumentaba.
—Bueno, quienquiera que sea, parece saber de qué habla —contestó Cleta—. Pero parece más una conversación. No es como leer un informe de autopsia ni nada por el estilo.
—A mí tampoco me pareció que podía ser ella —dijo Polly—. Ahora que lo pienso.
Sobre su escritorio advertí una carpeta abierta, en la que había fotografías color generadas por computadora de la autopsia de un hombre cuya cabeza destrozada por disparos de escopeta tenía el aspecto de una huevera macabra. Lo reconocí como la víctima de homicidio cuya esposa me había estado escribiendo desde la cárcel, acusándome de todo, desde incompetencia hasta latrocinio.
—¿Qué es esto? —le pregunté.
—Al parecer, tanto el
Times-Dispatch
como la oficina del fiscal general han recibido noticias de esa mujer desquiciada, e Ira Herbert llamó aquí hace un rato para interiorizarse del asunto —me respondió.
Herbert era el reportero de la sección policial del periódico local. Si él llamaba, probablemente significaba que me iban a querellar.
—Y entonces Harriet Cummins llamó a Rose para obtener una copia de sus antecedentes —explicó Cleta—. Parece que la última versión de la esposa psicótica es que el individuo se puso el cañón de la escopeta en la boca y apretó el gatillo con un dedo del pie.
—El pobre hombre usaba botas militares —dije—. Es imposible que hubiera apretado el gatillo con un dedo del pie. Además, le dispararon a quemarropa en la nuca.
—Yo no sé qué le pasa a la gente —murmuró Polly con un suspiro—. Lo único que hacen todos es mentir y trampear, y si los apresan, empiezan a armar lío y a iniciar querellas. Me asquea.
—A mí también —dijo Cleta.
—¿Sabes dónde está el doctor Fielding? —les pregunté a ambas.
—Lo vi dando vueltas hace un rato —contestó Polly.
Lo encontré en la biblioteca médica hojeando
La nutrición en el ejercicio y el deporte.
Sonrió cuando me vio, pero lo noté cansado y un poco malhumorado.
—No estoy comiendo suficientes hidratos de carbono —dijo—. No hago más que decirme que si no incorporo en mi dieta entre cincuenta y cinco y setenta por ciento de hidratos de carbono, terminaré con falta de glucógeno. Últimamente no he tenido mucha energía…
—Jack. —Mi tono lo hizo callar—. Necesito la mayor sinceridad para conmigo en este momento.
Cerré la puerta de la biblioteca. Le conté lo que Ruffin me había dicho y en la cara de mi subjefe apareció una expresión acongojada. Tomó una silla y se sentó frente a una mesa. Cerró el libro. Yo me senté junto a él y giramos las sillas para quedar frente a frente.
—Se corrió la voz de que el secretario Wagner pensaba despedirla —dijo—. En mi opinión, son mentiras y lamento que se haya enterado. Chuck es un idiota.
Sinclair Wagner era el Secretario de Salud y Servicios Humanos, y solamente él o el gobernador tenía la facultad de despedir al jefe de médicos forenses.
—¿Cuándo comenzaron esos rumores? —pregunté.
—Hace poco. Algunas semanas.
—¿Por qué razón habría de echarme?
—Supuestamente, porque ustedes dos no se llevan bien.
—¡Eso es absurdo!
—O él no está satisfecho con usted por alguna razón y, por consiguiente, tampoco lo está el gobernador.
—Jack, por favor sé más específico.
Él vaciló y se movió con incomodidad en la silla. Parecía sentirse culpable, como si mis problemas fueran, de alguna manera, culpa suya.
—Muy bien, se lo diré sin vueltas, doctora Scarpetta —dijo—. Se dice que usted hizo quedar mal a Wagner con todo ese chateo en Internet.
Me incliné más hacia él y le puse una mano en el brazo.
—No soy yo —le aseguré—. Es alguien que se hace pasar por mí.
Él me miró con desconcierto.
—Bromea.
—En absoluto. Esto no tiene nada de gracioso.
—Dios mío —exclamó él, con aversión—. A veces pienso que Internet es lo peor que nos ha pasado jamás.
—Jack, ¿por qué no me lo preguntaste? Si creías que yo estaba haciendo algo inapropiado… bueno, ¿acaso me he granjeado la enemistad de todas las personas de esta oficina, de modo que ya nadie se anima a decirme nada?
—No es eso —se excusó él—. No es para nada que a la gente no le importe usted o la considere una enemiga. En todo caso, es lo contrario. Nos importa tanto que creo que hemos sido un poco sobreprotectores.
—¿De qué me protegieron? —quise saber.
—A todo el mundo debería permitírsele hacer su duelo o incluso estar un tiempo sentado en el banco de suplentes —fue su respuesta—. Nadie espera que usted funcione con todos los motores. Yo le aseguro que no lo esperaría. Dios, si casi no pude salir a flote después de mi divorcio.
—Yo no estoy sentada en el banco de suplentes, Jack. Y funciono con todos los motores. Mi dolor privado y personal es precisamente eso, privado y personal.
Él me miró un buen rato, me sostuvo la mirada y no creyó lo que acababa de decirle.
—Ojalá fuera así de fácil —dijo.
—No dije que fuera fácil. Algunas mañanas, levantarme me resulta una tarea ímproba. Pero no puedo dejar que mis problemas personales interfieran lo que estoy haciendo aquí, y no me lo permito.
—Francamente, yo no sabía qué hacer, y eso hizo que me sintiera muy mal —confesó—. Tampoco yo supe cómo manejar la muerte de Benton. Sé cuánto lo amaba usted. Una y otra vez pensé en invitarla a cenar o preguntarle si no había algo que yo pudiera reparar en su casa. Pero yo también tuve mis problemas, como sabe. Y supongo que sentí que no tenía nada para ofrecerle, salvo quitarle de los hombros parte de la carga del trabajo de aquí.
—¿Estuviste tomando los llamados dirigidos a mí? ¿Por ejemplo, cuando las familias necesitaban hablar conmigo?
—No fue ningún problema —respondió él—. Era lo menos que podía hacer.
—Dios mío —dije, bajé la cabeza y me pasé los dedos por el pelo—. No puedo creerlo.
—Yo sólo hice lo que…
—Jack —lo interrumpí—. Yo he estado aquí todos los días, excepto cuando tuve que ir a tribunales. ¿Por qué te pasaban mis llamados? Es algo de lo cual no estaba enterada.