Codigo negro (Identidad desconocida) (17 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

—Hay otras cosas —continué.

—¿Quieres que vaya para allá?

—Sí que me gustaría.

Me esperaba en el sendero de casa cuando llegué allí, y se bajó con torpeza de su auto porque el cinturón de su uniforme se le enredó y el correaje del hombro, que no estaba acostumbrado a usar, tendía a trabársele en alguna parte.

—¡Maldita porquería! —exclamó y se soltó el cinturón—. No sé durante cuánto tiempo más toleraré esto. —Pateó la portezuela para cerrarla—. Este auto es una mierda.

—¿Cómo hiciste para llegar aquí antes que yo si el auto es una mierda? —pregunté.

—Estaba más cerca que tú. La espalda me está matando.

Siguió quejándose mientras subíamos los escalones y yo abría la puerta de calle con la llave. Me sorprendió tanto silencio. La luz de la alarma estaba verde.

—Bueno, esto no está nada bien —declaró Marino.

—Sé que activé la alarma esta mañana —dije.

—¿Vino la señora de la limpieza? —preguntó, miró en todas direcciones y aguzó el oído.

—Ella siempre la activa —contesté—. No olvidó hacerlo ni una sola vez en los dos años que trabaja para mí.

—Tú quédate aquí —me sugirió Marino.

—Por cierto que no lo haré —repliqué, porque lo último que quería era esperar allí sola, y nunca era una buena idea que dos personas armadas estuvieran nerviosas y en guardia en dos diferentes sectores del mismo espacio.

Volví a activar la alarma y lo seguí de una habitación a otra; lo observé abrir cada armario y mirar detrás de cada cortina de ducha, cortinado y puerta. Revisamos los dos pisos y nada estaba fuera de lugar hasta que volvimos abajo, donde noté que a la mitad de la alfombra de la escalera le habían pasado la aspiradora y a la otra mitad, no, y en el
toilette
para visitas, Marie, la mucama, había olvidado reemplazar las toallas de mano sucias con otras limpias.

—No suele ser tan distraída —dije—. Ella y su marido tienen que mantener a sus hijos pequeños con muy poco dinero y ella trabaja más que cualquier persona que conozco.

—Espero que nadie me llame ahora —se quejó Marino—. ¿Tienes café en esta pocilga?

Preparé café bien fuerte con la máquina que Lucy me había mandado desde Miami, y el estuche de color rojo y amarillo me hizo sentir mal de nuevo. Marino y yo llevamos nuestras tazas a mi estudio. Entré en AOL utilizando la dirección y la contraseña de Ruffin y me alivió mucho no tener problemas.

—Todo despejado —anuncié.

Marino acercó una silla y miró por sobre mi hombro. Ruffin tenía correspondencia.

Había ocho mensajes y no reconocí al remitente de ninguno.

—¿Qué ocurre si los abres? —quiso saber Marino.

—Permanecen en el buzón, siempre y cuando se los guarde como nuevos —contesté.

—Quiero decir, ¿él se dará cuenta de que los abriste?

—No. Pero sí puede saberlo el que los envió. Puede verificar el estado de la correspondencia que mandó y ver a qué hora se abrió.

—Mmmm. ¿Y qué? ¿A cuántas personas se les ocurre verificar a qué hora abrieron su correo electrónico?

No le contesté y procedí a entrar en la correspondencia de Chuck. Tal vez debería haberme sentido asustada por lo que estaba haciendo, pero estaba demasiado enojada. Cuatro de los e-mails eran de su esposa, quien le enviaba tantas instrucciones con respecto a cuestiones domésticas que Marino no pudo evitar sonreír.

—Lo tiene agarrado de las pelotas —dijo con regocijo.

La dirección del quinto mensaje era MAYFLR, y simplemente decía: «Tenemos que hablar».

—Muy interesante —le comenté a Marino—. Veamos qué correspondencia puede haberle enviado a ese tal
Mayflower.

Entré en el menú de correspondencia enviada y descubrí que Chuck le había estado mandando e-mails a esa persona casi a diario durante las últimas dos semanas. Rápidamente repasé las notas, mientras Marino observaba, y muy pronto fue evidente que mi supervisor de la morgue había mantenido encuentros con esa persona, y muy posiblemente una aventura.

—Me pregunto quién demonios es ella —dijo Marino—. Saberlo sería un arma contra ese hijo de mil putas.

—No va a ser nada fácil averiguarlo —lo desalenté.

Salí rápido del menú y tuve la sensación de estar escapando de una casa en la que acababa de cometer un robo.

—Intentémoslo en Chatplanet —dije.

La única razón por la que yo estaba familiarizada con los chat rooms era que, en algunas ocasiones, colegas míos de distintas partes del mundo las usaban para reunirse conmigo y pedirme ayuda en casos particularmente difíciles o para compartir información que podía resultarnos útil. Entré en el sistema, cargué el programa y elegí un buzón que me posibilitaba estar en el chat room sin que nadie me viera.

Revisé la lista de chat rooms y elegí en uno llamado
Querida Jefa Kay.
La doctora Kay en persona estaba como moderadora de una sesión de chateo con sesenta y tres personas.

—Mierda. Dame un cigarrillo, Marino —dije, muy tensa.

Él sacudió uno del paquete, acercó una silla y se sentó junto a mí mientras espiábamos.

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FONTANERO
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QUERIDA JEFA KAY, ¿ES VERDAD QUE ELVIS MURIÓ SENTADO EN EL INODORO Y QUE MUCHAS PERSONAS MUEREN EN LA MISMA POSICIÓN? SOY PLOMERO, ASÍ QUE COMPRENDERÁ POR QUÉ ME LO PREGUNTO. GRACIAS, INTERESADO DE ILLINOIS.

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QUERIDA JEFA KAY
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QUERIDO INTERESADO EN ILLINOIS, SÍ, LAMENTO DECIRLE QUE ELVIS SÍ MURIÓ SENTADO EN EL INODORO Y QUE NO ES ALGO EXTRAÑO QUE ELLO SUCEDA POR EL ESFUERZO QUE LAS PERSONAS SUELEN HACER EN ESE LUGAR, ALGO QUE EL CORAZÓN NO RESISTE. LAMENTO DECIR QUE LOS MUCHOS AÑOS DE COMER MAL Y DE INGERIR TANTAS PASTILLAS SE COBRARON UNA REVANCHA CON ELVIS Y QUE ÉL MURIÓ DE PARO CARDÍACO EN SU LUJOSO CUARTO DE BAÑO DE GRACELAND, Y ELLO DEBERÍA SER UNA LECCIÓN PARA TODOS NOSOTROS.

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ESTUMED
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QUERIDA JEFA KAY, ¿POR QUÉ DECIDIÓ TRABAJAR CON MUERTOS EN LUGAR DE PACIENTES VIVOS? MORBOSO DE MONTANA.

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QUERIDA JEFA KAY
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QUERIDO MORBOSO DE MONTANA, NO TENGO DEMASIASO BUEN TRATO CON LOS ENFERMOS Y DE ESE MODO NO TENGO QUE PREOCUPARME POR LO QUE SIENTE EL PACIENTE. CUANDO ESTUDIABA EN LA FACULTAD DE MEDICINA DESCUBRÍ QUE LOS PACIENTES VIVOS SON UNA REVERENDA LATA.

—Por todos los demonios, ¡qué inmundicia! —saltó Marino.

Yo estaba exasperada y no podía hacer nada al respecto.

—¿Sabes? —continuó Marino, indignado—. Desearía que la gente dejara tranquilo a Elvis. Estoy harto de oír decir que murió sentado en el inodoro.

—Cállate, Marino —le pedí—. Por favor. Estoy tratando de pensar.

La sesión continuó y fue un espanto. Estuve tentada de meterme en las conversaciones y decirles a todos que Querida Jefa Kay no era yo.

—¿Existe alguna manera de averiguar quién es en realidad Querida Jefa Kay? —preguntó Marino.

—Si esa persona es la moderadora del chat room, la respuesta es no. Él o ella puede saber quiénes son las otras personas, pero no viceversa.

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JULIE W
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QUERIDA JEFA KAY, PUESTO QUE USTED SABE TODO SOBRE ANATOMÍA, ¿ESO LA HACE TENER MAYOR CONCIENCIA DE LOS PUNTOS DE PLACER, SI ENTIENDE LO QUE QUIERO DECIR? MI AMIGO PARECE ABURRIRSE EN LA CAMA Y A VECES HASTA SE QUEDA DORMIDO CUANDO ESTAMOS EN PLENO. QUIERO SER SEXY.

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QUERIDA JEFA KAY
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QUERIDA QUIERO SER SEXY, ¿SU NOVIO ESTÁ TOMANDO ALGUNA MEDICACIÓN QUE PUEDA DARLE SUEÑO? SI NO ASÍ, LA LENCERÍA PROVOCATIVA NO SERÍA MALA IDEA. LAS MUJERES YA NO HACEN LO SUFICIENTE PARA QUE SUS HOMBRES SE SIENTAN IMPORTANTES Y CAPACES DE FUNCIONAR BIEN.

—¡Esto ya es el colmo! —anuncié—. Lo mataré… a él o a ella… ¡quienquiera sea esa maldita Jefa Kay!

Me puse de pie de un salto, tan furiosa que no supe qué hacer.

—¡Con mi credibilidad no se juega!

Con los puños apretados, me puse a correr como loca hacia el living, donde de pronto me frené y miré en todas direcciones como si estuviera en un lugar que no había visto antes.

—En este juego podemos ser dos —anuncié al regresar a mi estudio.

—¿Pero cómo pueden jugar dos si ni siquiera sabes quién es la Jefa Kay número uno? —preguntó Marino.

—Quizá no pueda hacer nada con respecto a ese maldito chat room, pero siempre está el correo electrónico.

—¿Qué clase de correo electrónico? —preguntó Marino con cautela.

—En este juego podemos intervenir dos. Espera y lo verás. Ahora. ¿Qué tal si averiguamos lo del auto sospechoso?

Marino desprendió el radiotransmisor portátil del cinturón y sintonizó el canal de servicio.

—¿Cómo era el número de esa patente? —preguntó.

—RGG-7112 —recité de memoria.

—¿Chapa de Virginia?

—Lo siento —contesté—. Eso no pude verlo bien.

—Bueno, empezaremos allí.

Pasó el número de la patente a la Red de Información Criminal de Virginia o RICV, y pidió un 10-29. A esa altura ya eran más de las diez de la noche.

—¿Podrías prepararme un sándwich o algo antes de que me vaya? —preguntó Marino—. Estoy a punto de morir de inanición. Esta noche la RICV está un poco lenta y eso me enfurece.

Me pidió tocino, lechuga y tomate, con aderezo ruso y rebanadas gruesas de cebolla, y yo cociné bien el tocino en el microondas en lugar de freírlo.

—Caramba, Doc, ¿por qué lo hiciste? —dijo él y sostuvo entre los dedos una tira de tocino crujiente y nada grasoso—. No queda rico a menos que esté un poco gomoso y tenga algún sabor que no haya quedado en esas toallas de papel.

—Estará suficientemente sabroso. Y el resto depende de ti. No pienso sentirme culpable de taparte las arterias más de lo que ya deben de estar.

Marino tostó pan de centeno y lo cubrió con una capa de manteca, aderezo ruso, ketchup y encurtidos bien picados. Sobre esto puso lechuga y tomate, una buena cantidad de sal y rebanadas gruesas de cebolla dulce cruda.

Preparó dos de estas saludables creaciones suyas y las envolvió en papel de aluminio mientras por radio respondían a su pedido. El auto no era un Ford Taurus sino un Ford Contour 1998. Era de color azul oscuro y estaba registrado a nombre de la Compañía Avis de Alquiler de Automóviles.

—Qué interesante —dijo Marino—. En Richmond, por lo general las chapas de todos los autos alquilados empiezan con R, y a ti no se te ocurre nada mejor que querer saber de una que no. Comenzaron a hacerlo para que no fuera tan evidente para los ladrones de autos que alguien no vivía en la ciudad.

No existía ninguna orden de captura y el auto tampoco figuraba en la lista de vehículos robados.

17

A las ocho de la mañana siguiente, miércoles, metí el auto en un lugar con parquímetro. Del otro lado de la calle, el Capitolio —una construcción del siglo XVIII— lucía prístino detrás de hierro forjado y fuentes en medio de la niebla.

El doctor Wagner, otros miembros del gabinete y el fiscal general trabajaban en el Edificio de Oficinas para Ejecutivos de la calle Nueve, y la seguridad era tan extrema que comencé a sentirme una criminal tan pronto llegué allí. Justo del otro lado de la puerta había una mesa en la que un agente de policía del Capitolio me revisó el bolso.

—Si llega a encontrar algo allí —bromeé—, por favor avíseme, porque yo no encuentro nada.

El sonriente policía me pareció conocido; era un hombre bajo y corpulento que calculé que tendría alrededor de treinta y cinco años. Tenía cabello castaño ralo y la cara de alguien que tuvo un aspecto agradable y adolescente antes de que los años y la gordura comenzaran a hacer estragos en él.

Le mostré mis credenciales y él casi no los miró.

—No necesito eso —dijo con tono animado—. ¿No me recuerda? Yo fui asignado un par de veces a su edificio cuando usted solía estar allá.

Señaló en dirección a mi antiguo edificio sobre la calle Catorce, que quedaba a sólo cinco cuadras cortas al este.

—Rick Hodges —dijo—. Por aquella época se produjo pánico por el uranio. ¿No recuerda?

—¿Cómo olvidarlo? —respondí—. No fue precisamente uno de nuestros mejores momentos.

—Wingo y yo solíamos juntarnos a conversar. Cuando no tenía demasiado que hacer yo bajaba a verlo a la hora del almuerzo.

Una sombra cruzó por su cara. Wingo era el mejor y más sensible supervisor de la morgue que yo haya tenido jamás. Varios años antes murió de viruela. Apreté el hombro de Hodges.

—Yo todavía lo extraño —confesé—. No te imaginas cuánto.

—¿Sigue viendo a algún miembro de su familia? —me preguntó en voz baja.

—Sí, cada tanto.

Por la forma en que lo dije él supo que la familia de Wingo no quería hablar de su hijo gay y tampoco que yo me comunicara con ellos. Por cierto, tampoco quería saber nada de Hodges ni de ninguno de los amigos de Wingo. Hodges asintió y la pena opacó el brillo de sus ojos. Trató de sonreír.

—Ese muchacho sí que estaba loco por usted, Doc —me dijo—. Hace mucho que quería decírselo.

—Eso significa mucho para mí —le agradecí, emocionada.

Pasé por el scanner sin problemas y él me entregó mi bolso.

—No desaparezca demasiado tiempo —dijo.

—No lo haré. —Miré sus ojos jóvenes y azules—. Tenerte cerca me hacer sentir más segura.

—¿Sabe adonde tiene que ir?

—Eso creo.

—Bueno, pero recuerde que el ascensor tiene vida propia.

Subí por los escalones gastados de granito al quinto piso, donde la oficina de Sinclair Wagner daba a la plaza del Capitolio. En esa mañana oscura y lluviosa, casi no alcanzaba a ver la estatua ecuestre de George Washington. La temperatura había descendido bajo cero durante la noche y el ruido de las gotas de lluvia sonaba con fuerza como perdigones de escopeta.

La sala de espera del Secretario de Salud y Servicios Humanos estaba agradablemente decorada con banderas y muebles coloniales que no eran precisamente del estilo del doctor Wagner. Su despacho estaba abarrotado de cosas. Hablaba de un hombre que trabajaba mucho y subestimaba su poder.

El doctor Wagner nació y pasó su infancia en Charleston, Carolina del Sur, donde su primer nombre, Sinclair, se pronunciaba
Sinkler.
Era psiquiatra con título de abogado y supervisaba organizaciones que brindaban servicios personales en el campo de la salud mental, el abuso de medicamentos, los servicios sociales y el seguro médico. Había sido profesor de la Facultad de Medicina de la Universidad de Virginia, antes de ocupar un cargo muy alto. Yo siempre lo había respetado mucho y sabía que también él me respetaba.

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