Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online
Authors: Patricia Cornwell
Tags: #Policíaco, Thriller
Tomó el teléfono.
—¿Qué? —le gritó a la persona que estaba en el otro extremo de la línea.
—Aja, sí —dijo Marino y escuchó.
Yo busqué en las alacenas y encontré una caja abollada de té Lipton en bolsitas.
—Estoy aquí. ¿Por qué demonios no me hablas? —gritó Marino indignado, en el teléfono.
Escuchó y siguió caminando por la habitación.
—Eso sí que está bueno —dijo—. Aguarda un minuto. Se lo preguntaré.
Tapó el micrófono con la mano y me preguntó en voz baja:
—¿Estás segura de que eres la doctora Scarpetta?
Volvió a dirigirse a la persona que le hablaba por teléfono.
—Dice que lo era la última vez que lo verificó —y, con rabia, me arrojó el teléfono.
—¿Sí? —pregunté.
—Doctora Scarpetta —dijo una voz que yo no conocía.
—Sí, soy yo.
—Le habla Ted Francisco, oficial de campo del ATF.
Quedé paralizada, como si alguien me apuntara con un arma.
—Lucy me dijo que el capitán Marino sabría dónde localizarla si no la encontrábamos en su casa. ¿Puede hablar con ella?
—Desde luego —dije, alarmada.
—¿Tía Kay? —dijo la voz de Lucy.
—¡Lucy! ¿Qué ocurre? —pregunté—. ¿Estás bien?
—No sé si estás enterada de lo que pasó aquí…
—No, no sé nada —me apuré a decir mientras Marino interrumpía lo que estaba haciendo y me miraba fijo.
—Nuestro plan. No salió bien. Es demasiado largo para contártelo ahora, pero todo anduvo mal, muy mal. Tuve que matar a dos de ellos. Jo recibió un disparo.
—Dios mío —dije—. Por favor dime que ella está bien.
—No lo sé —contestó Lucy con una tranquilidad completamente anormal—. La llevaron al Jackson Memorial bajo otro nombre y no se me permite llamarla. Me tienen aislada por miedo de que otros traten de encontrarnos. Venganza. El cartel. Lo único que sé es que a Jo le sangraba la cabeza y una pierna y estaba inconsciente cuando la ambulancia se la llevó.
Lucy no registraba ninguna emoción. Por su voz, parecía uno de los robots o las computadoras de inteligencia artificial que ella había programado en épocas más tempranas de su carrera.
—Hablaré con… —comencé a decir, cuando el agente Francisco de pronto apareció de nuevo en la línea.
—Se enterará de todo en las noticias, doctora Scarpetta. Quería estar seguro de que lo supiera. Sobre todo, que supiera que Lucy está ilesa.
—Tal vez no tanto físicamente —dije.
—Quiero decirle exactamente qué sucederá a continuación.
—Lo que sucederá a continuación —lo interrumpí— es que yo volaré hacia allá enseguida. Si es necesario contrataré un avión privado.
—Le pido que no lo haga —dijo él—. Permítame que se lo explique. Se trata de un grupo muy, muy peligroso, y Lucy y Jo saben demasiado acerca de ellos, acerca de quiénes son algunos y cómo hacen negocios. Casi inmediatamente después del hecho enviamos un escuadrón especializado en bombas a las respectivas viviendas secretas de Lucy y de Jo y nuestro perro detectó bombas debajo de los automóviles de cada una de ellas.
Tomé una silla de la cocina de Marino y me senté. Sentí una debilidad tremenda y se me nubló la vista.
—¿Está allí? —preguntó el hombre.
—Sí, sí.
—Lo que sucede ahora, doctora Scarpetta, es que el escuadrón especializado trabaja en los casos, como cabría esperarse, y normalmente tendríamos un equipo de tiradores camino hacia allá además de un grupo de apoyo, agentes que se han visto envueltos en incidentes críticos y que están entrenados para trabajar con otros agentes que tienen que pasar por situaciones similares. Pero, debido al nivel de amenaza, estamos enviando a Lucy al norte, a D.C., a un lugar donde se encuentre a salvo.
—Gracias por cuidar tanto a Lucy. Que Dios lo bendiga —dije, con una voz que no parecía la mía.
—Mire, sé cómo se siente —afirmó el agente Francisco—. Se lo aseguro. Yo estuve en Waco.
—Gracias —dije de nuevo—. ¿Qué hará la DEA con Jo?
—Transferirla a otro hospital a millones de kilómetros de aquí, tan pronto como podamos.
—¿Por qué no el de la Facultad de Medicina de Virginia? —pregunté.
—Bueno, no estoy familiarizado con…
—La familia de ella vive en Richmond, como sin duda sabe, pero aun más importante, ese hospital-escuela es excelente y yo trabajo allí —le expliqué—. Si la traen aquí, yo personalmente me aseguraré de que la cuiden bien.
Él vaciló un momento y después dijo:
—Gracias. Lo tendré en cuenta y lo hablaré con el supervisor de Jo.
Cuando él cortó la comunicación, yo me quedé mirando el teléfono.
—¿Qué? —preguntó Marino.
—Todo salió mal. Lucy mató a tiros a dos personas…
—¿Fue un buen tiroteo? —me interrumpió Marino.
—¡Ningún tiroteo es bueno!
—Maldición, Doc, ya sabes lo que quiero decir. ¿Estaba justificado? ¡No me digas que les disparó a dos agentes por accidente!
—No, por supuesto que no. A Jo la hirieron. Y no sé bien cómo está.
—¡Mierda! —exclamó él y pegó un puñetazo tan fuerte contra la mesada de la cocina que los platos se sacudieron en el secador—. Y claro, Lucy tuvo que tomársela con alguien. No deberían haber dejado que ella participara de una operación como ésa. ¡Hasta yo se los podría haber advertido! Ella ha estado esperando la oportunidad de dispararle a alguien, de jugar al vaquero con pistolas humeantes para vengarse de todos los que odia…
—Marino, basta.
—Ya viste cómo estaba en tu casa la otra noche —continuó él—. Se ha portado como una psicótica desde que mataron a Benton. Ninguna venganza es suficiente, ni siquiera dispararle a ese maldito helicóptero en el aire y hacer que cayeran al agua partes de Carrie Grethen y de Newton Joyce.
—Suficiente —dije, agotada—. Por favor, Marino. Esto no me ayuda nada. Lucy es una profesional y sabes bien que los de la ATF jamás le habrían asignado esta misión si no lo fuera. Ellos conocen perfectamente su historia y la evaluaron y se asesoraron muy bien después de lo que le pasó a Benton y todo eso. De hecho, la forma en que ella manejó toda esa pesadilla hizo que la respetaran aun más como agente y como ser humano.
Marino permaneció callado y abrió una botella de Jack Daniel's.
Después, dijo:
—Bueno, tú y yo sabemos que no lo está manejando tan bien.
—Lucy siempre fue capaz de separar los problemas en compartimientos estancos.
—Sí, ¿y eso es bueno?
—Supongo que nosotros deberíamos preguntárnoslo.
—Te digo ya mismo que esta vez Lucy no lo manejará bien, Doc —dijo, se sirvió whisky en un vaso y agregó varios cubitos de hielo—. Ella mató a dos personas en cumplimiento del deber hace menos de un año, y ahora ha vuelto a hacerlo. La mayoría de los tipos pasan toda su carrera sin disparar un solo tiro. Por eso trato de hacerte entender que esta vez ese hecho será visto de manera distinta. Los capitostes de Washington van a pensar que a lo mejor tienen en las manos a alguien de gatillo fácil, a una persona que es un problema.
Me pasó un vaso.
—Yo he conocido a policías y a agentes así —continuó—. Siempre tienen una justificación, una razón legítima para un homicidio judicial, pero cuando uno lo piensa bien, se da cuenta de que, subconscientemente, ellos armaron todo para que saliera mal.
—Lucy no es así.
—Sí, está enojada desde el día en que nació. Y, a propósito, esta noche tú no irás a ninguna parte. Te quedarás aquí conmigo y con Papá Noel.
Se sirvió un whisky y fuimos a su living abarrotado, con sus pantallas torcidas, sus cortinas venecianas llenas de tierra y la mesa de café de vidrio por la que me echaba la culpa. Se desplomó en su sillón reclinable, que era tan viejo que había remendado con cinta adhesiva plástica. Recordé la primera vez que entré en esa casa. Después de recuperarme de la impresión, comprendí que él se sentía orgulloso por la forma en que iba gastando todo, salvo su camioneta, su piscina elevada y, ahora, sus decoraciones de Navidad.
Me pescó mirando con desaliento su sillón mientras me acurrucaba en un rincón del sofá de pana verde que casi siempre elegía para sentarme. Quizá sus resortes cedieran cada vez que alguien se instalaba encima, pero era un mueble acogedor.
—Un día compraré uno nuevo —anunció y apretó la palanca del costado del sillón para que el apoyapiés se proyectara hacia adelante.
Movió los pies como si tuviera los dedos acalambrados y encendió el televisor. Me sorprendió que cambiara de canal y pusiera el número veintiuno, Arts & Entertainment.
—No sabía que mirabas
Biografías
—dije.
—Sí. Y los programas de la vida real de policías que por lo general pasan. Tal vez esto te sonará rebuscado, ¿pero no te llama la atención la forma en que todo parece haberse ido al tacho desde que Bray vino a la ciudad?
—Me parece comprensible que te parezca así, después de lo que ella te hizo.
—Mmmm. ¿No te está haciendo lo mismo a ti? —me desafió y bebió un trago de whisky—. Yo no soy la única persona de esta habitación que Bray trata de arruinar.
—Yo no creo que ella tenga poder suficiente para provocar todos los males del mundo —contesté.
—Te ayudaré a repasar la lista, Doc, y te prevengo que hablamos de un período de tres meses, ¿de acuerdo? Ella llega a Richmond. Yo tengo que usar uniforme. De pronto, tú tienes un ladrón en tu oficina. Y un soplón que entra en tu e-mail y te convierte en Querida Abby.
»Después, un muerto aparece en un contenedor y en el cuadro aparece Interpol, y ahora Lucy mata a dos personas, algo que, a propósito, le viene bien a Bray. No olvides que ella desea conseguir que Lucy trabaje en Richmond, y si el ATF arroja a Lucy de su seno como un pescado, ella necesitará conseguir un trabajo. Y, ah, claro, ahora alguien te sigue.
Vi cómo un Liberace joven y deslumbrante tocaba el piano y cantaba mientras en off un amigo hablaba de lo bueno y generoso que había sido el músico.
—No me estás escuchando —me reprendió Marino en voz muy alta.
—Sí que te escucho.
Se puso trabajosamente de pie y se dirigió a la cocina.
—¿Hemos tenido noticias de Interpol? —pregunté a los gritos mientras desde la cocina se oía ruido a papel roto y Marino buscaba algo en el cajón de los cubiertos.
—Nada que valga la pena.
Se oyó el zumbido del horno de microondas.
—Igual, habría sido bueno que me pasaras esa información —dije, enojada.
Las luces del escenario iluminaron a Liberace en el momento en que le tiraba besos a su público y sus lentejuelas brillaban como fuegos artificiales de color rojo y dorado. Marino regresó al living con un bol con papas fritas y otro con una salsa para sumergirlas.
—Ese tipo de la policía estatal recibió un mensaje de ellos por computadora. Lo único que pedían era que enviáramos más información.
—Eso nos dice mucho —comenté, decepcionada—. Probablemente significa que no descubrieron nada significativo. La vieja fractura de mandíbula, la nada frecuente cúspide de Carabelli adicional, para no mencionar las huellas dactilares. Nada correspondía a ninguna persona buscada o desaparecida.
—Sí, es un desastre —admitió él con la boca llena mientras extendía el bol hacia mí.
—No, gracias.
—Mira que está muy rico. Lo que se debe hacer es ablandar primero el queso crema en el microondas y después agregarle jalapeños. Es mucho mejor que la salsa de cebolla.
—Estoy segura.
—¿Sabes?, siempre me gustó. —Con un dedo engrasado señaló el televisor—. No me importa si era homosexual. Debes reconocer que el tipo tenía estilo. Para que la gente gaste tanto dinero en discos y entradas para conciertos, hay que darles personajes que no parezcan ni actúen como un pelmazo de la calle.
»Te diré una cosa —continuó Marino con la boca llena—. Los tiroteos son un desastre. Lo investigan a uno como si hubiera atentado contra el mismísimo presidente, y después vienen los consejeros y todo el mundo se preocupa tanto por nuestra salud mental que enloquecemos.
Bebió otro trago de whisky y comió más papas fritas.
—A ella la pondrán un tiempo en el freezer —dijo, utilizando la jerga policial para referirse a un tiempo de licencia forzosa—. Y los detectives de Miami trabajarán en el asunto como siempre lo hacen con los homicidios. Deben hacerlo. Y todo se revisará hasta el hartazgo.
Me miró y se limpió las manos en los jeans.
—Sé que esto no te hará feliz, pero es posible que en este momento tú seas la última persona que Lucy desea ver —concluyó.
En nuestro edificio regía la norma de que cualquier prueba, por insignificante que fuera, debía ser transportada en el ascensor de servicio. Se encontraba al final de un pasillo, donde dos mujeres encargadas de la limpieza en ese momento empujaban sus carritos cuando yo me dirigí al laboratorio de Neils Vander.
—Buenos días, Merle. Y Beatrice, ¿cómo están? —pregunté y les sonreí a las dos.
Las miradas de ambas se dirigieron al recipiente quirúrgico tapado con una toalla y las sábanas de papel que cubrían la camilla que yo empujaba. Trabajaban allí el tiempo suficiente para saber que cada vez que yo transportaba algo en una bolsa y empujaba algo cubierto, no se trataba de nada que ellas quisieran saber.
—Caramba —dijo Merle.
—Sí, caramba —dijo Beatrice.
Oprimí el botón del ascensor.
—¿Piensa ir a un lugar especial para Navidad, doctora Scarpetta?
Por la expresión de mi cara, se dieron cuenta de que la Navidad no era un tema acerca del cual me interesara hablar.
—Lo más probable es que esté demasiado ocupada en Navidad —se apresuró a decir Merle.
Como les pasaba a todos, las dos mujeres se sintieron incómodas al recordar lo que le había pasado a Benton.
—Sé que en esta época del año hay muchísimo trabajo —agregó Merle, cambiando de tema con un poco de torpeza—. Toda esa gente que se emborracha y después conduce un auto. Más suicidios y más peleas.
Navidad llegaría en unas dos semanas. Fielding estaba de servicio ese día. Eran tantas las Navidades en que yo llevaba puesto un pager.
—Además, estallan muchos incendios.
—Cuando pasan cosas malas en esta época del año —les dije cuando se abrían las puertas del ascensor—, las sentimos más.
—Sí, quizá sea eso.
—Bueno, no sé, ¿recuerda ese incendio por cortocircuito…?