Codigo negro (Identidad desconocida) (16 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

—Entiendo —dije—. Yo tengo el mismo problema.

—A primera hora de la mañana puedo cambiar su contraseña.

—Es una buena idea. Y, Ruth, esta vez no la pongas en un lugar donde cualquiera pueda encontrarla. No en ese archivo, ¿de acuerdo?

—Espero no estar metida en un lío —sugirió, inquieta, mientras su bebé seguía gritando.

—Tú no, pero alguien sí lo está —le aseguré—. Y tal vez puedas ayudarme a descubrir quién es esa persona.

No hacía falta tener mucha intuición para que inmediatamente pensara en Ruffin. Era un muchacho inteligente y era obvio que no me tenía simpatía. Ruth por lo general mantenía la puerta cerrada para poder concentrarse. No creo que a Ruffin le resultara difícil deslizarse en su oficina y cerrar la puerta cuando ella estaba en el salón de descanso.

—Esta conversación es absolutamente confidencial —le aclaré a Ruth—. No puedes mencionársela a tus amigos ni a tu familia.

—Tiene mi palabra de que no lo haré.

—¿Cuál es la contraseña de Chuck?

—G-A-L-L-I-T-O. Lo recuerdo porque me irritó cuando él quería que se la asignara. Como si él fuera el REY del gallinero —dijo ella—. Como usted sabe, su dirección es C-H-U-C-K-O-J-M-F, como Chuck, Oficina de la Jefa de Médicos Forenses.

—¿Qué pasaría si yo entrara en el sistema y otra persona lo intentara al mismo tiempo? —pregunté entonces.

—Esa persona sufriría un rechazo y se le advertiría que alguien ya estaba conectado. Aparecería un mensaje de error y una advertencia. Pero no ocurriría lo mismo en el caso contrario. Si, digamos, el malo ya ha entrado en el sistema y usted trata de hacerlo, aunque usted reciba el mensaje de error, él no recibe la advertencia.

—De modo que alguien podría tratar de hacerlo mientras estoy conectada, y yo no lo sabría.

—Exactamente.

—¿Chuck tiene una computadora en su casa?

—En una ocasión me preguntó qué podía comprar que no fuera demasiado caro, y yo le aconsejé que lo intentara en una tienda de máquinas en consignación. Y le di el nombre de una.

—¿Cuál era?

—Disk Thrift. El dueño es amigo mío.

—¿Podrías llamar a esa persona a su casa y averiguar si Chuck les compró algo?

—Puedo intentarlo.

—Me quedaré en la oficina un rato más —dije.

Bajé el menú en mi computadora y busqué el icono de Internet. Entré en el sistema sin problemas, lo cual significaba que nadie lo había hecho primero. Estuve tentada de entrar en el sistema como Ruffin para ver con quién mantenía correspondencia y comprobar si eso me decía más con respecto a qué tramaba, pero tuve miedo. La sola idea de entrar en el buzón de e-mail de otra persona me producía escalofríos.

Traté de comunicarme con Marino por el pager y, cuando lo tuve en el teléfono, le expliqué la situación y le pedí su opinión sobre lo que debía hacer.

—Demonios —dijo—. Yo lo haría. Siempre te dije que no confiaras en ese tarado de mierda. Y, otra cosa, Doc: ¿cómo sabes que él no entró antes en tu correo electrónico y te borró cosas o incluso les mandó cosas a otras personas además de Rose?

—Tienes razón —acepté, enfurecida por la idea—. Te avisaré qué encuentro.

Ruth llamó algunos minutos después y sonaba excitada.

—Chuck compró una computadora y una impresora el mes pasado —me informó—. Por alrededor de seiscientos dólares. Y la computadora venía con un módem.

—Y aquí tenemos software de AOL.

—Sí, toneladas. Si él no compró el suyo, no cabe duda de que podría haber metido mano en la oficina y conseguirlo.

—Es posible que tengamos una situación muy grave en nuestras manos. Es vital que no digas ni una palabra —le recordé una vez más.

—Chuck nunca me gustó.

—Y tampoco quiero que le digas eso a la gente.

Corté la comunicación, me puse el abrigo, pensé en Rose y me preocupé. Estaba segura de que había quedado muy mal. No me sorprendería nada que hubiera llorado durante todo el trayecto a su casa. Era una mujer estoica y rara vez demostraba lo que sentía, y yo sabía que si creía haberme lastimado se sentiría espantosamente mal. Salí en busca de mi auto. Quería hacer que se sintiera mejor y necesitaba su ayuda. El e-mail de Chuck tendría que esperar.

Rose se había cansado de manejar una casa y se había mudado a un departamento en West End, cerca de la avenida Grove, a varias cuadras de un café llamado Du Jour, donde cada tanto yo desayunaba tarde los domingos. Rose vivía en un edificio de ladrillos color rojo oscuro de tres plantas, a la sombra de enormes robles. Era una zona relativamente segura de la ciudad, pero yo siempre miraba bien los alrededores antes de bajarme del coche. Cuando estacioné junto al Honda de Rose, advertí la presencia de lo que parecía un Taurus de color oscuro a varios automóviles de distancia.

En su interior había alguien sentado, y tanto el motor como las luces se encontraban apagadas. Yo sabía que la mayoría de los autos policiales sin marcas eran en la actualidad Taurus, y me pregunté si habría alguna razón para que un agente estuviera allí esperando en la oscuridad y el frío. También era posible que la persona aguardara la llegada de otra para ir juntas a alguna parte, pero por lo general eso no se hacía con los faros y el motor apagados.

Tuve la sensación de ser vigilada y saqué mi revólver de mi bolso y lo deslicé en el bolsillo del abrigo. Caminé por la vereda y me fijé en la chapa patente del auto, ubicada en el paragolpes delantero. Mientras lo registraba mentalmente sentí la mirada de alguien en mi espalda.

La única forma de llegar al departamento del segundo piso de Rose era subir por las escaleras iluminadas sólo por una única luz cenital en cada descanso. Me sentía muy ansiosa. Cada tanto me paraba para ver si alguien subía detrás de mí. Pero no vi a nadie. Rose había colgado una guirnalda de Navidad en su puerta y su fragancia suscitó en mí sentimientos muy fuertes. Alcancé a oír música de Haendel en el interior del departamento. Metí la mano en mi bolso, saqué una lapicera y un bloc y escribí en él el número de la patente de ese auto. Después toqué el timbre.

—¡Dios Santo! —exclamó Rose—. ¿Qué la trae por aquí? Pase, por favor. Qué sorpresa tan agradable.

—¿Espiaste por la mirilla antes de abrir la puerta? —le pregunté—. Al menos deberías preguntar quién es.

Ella rió. Siempre se burlaba de mis preocupaciones de seguridad, que para la mayoría de la gente eran extremas, porque no vivían mi vida.

—¿Vino aquí a ponerme a prueba? —se burló una vez más.

—Tal vez debería empezar a hacerlo.

Los muebles de Rose eran acogedores y estaban perfectamente lustrados y, aunque yo no diría que su gusto era formal, era adecuado y todo se encontraba bien dispuesto. Los pisos eran de una hermosa madera dura que ya no se encontraba en ninguna parte, y las pequeñas alfombras orientales que los cubrían eran como manchas de color. Una estufa a gas estaba encendida y había velas eléctricas encendidas en las ventanas que daban a un terreno con césped en el que la gente usaba sus parrillas de carbón cuando el clima era más cálido.

Rose se instaló en un sillón y yo, en el sofá. Yo había estado en su departamento sólo dos veces antes, y me pareció triste y extraño no ver señales de sus amados animalitos. Sus dos últimos galgos grises adoptados se los había llevado su hija, y su gato había muerto. Lo único que le quedaba era una pecera con un número modesto de olominas, carpas doradas y otros pececillos que se movían sin cesar, porque en el edificio no se permitían mascotas.

—Sé que extrañas a tus perros —dije, pero no mencioné al gato porque los gatos y yo no nos llevábamos bien—. Uno de estos días me compraré un galgo. Mi problema es que querría salvarlos a todos.

Recordé los de ella. Los pobres perros no permitían que nadie les tocara las orejas porque los entrenadores se las habían tironeado; una de las muchas crueldades que sufrían en las pistas de carreras para galgos. En los ojos de Rose brillaron lágrimas, apartó la cara y se frotó las rodillas.

—Este frío me afecta las articulaciones —comentó y carraspeó—. Mis perros se estaban volviendo tan viejos. Es mejor que ahora los tenga Laurel. Yo no podría soportar que murieran aquí. Ojalá usted se consiguiera uno. Ojalá todas las personas buenas tuvieran uno.

Cientos de galgos se exterminaban cada año cuando ya no estaban en condiciones de correr a toda velocidad. Me moví en el sofá. En la vida había tantas cosas que me enfurecían.

—¿Puedo ofrecerle un té de ginseng caliente que el querido Simón me consigue? —Se refería al peluquero que ella adoraba—. ¿O quizás algo un poco más fuerte? Siempre pienso comprar unos bizcochos de mantequilla.

—No puedo quedarme mucho tiempo —dije—. Pero quise pasar por aquí para estar segura de que estabas bien.

—Desde luego que estoy bien —contestó, como si no existiera ningún motivo para que no lo estuviera.

Callé un momento y Rose me miró como esperando que le explicara la razón de mi visita.

—Hablé con Ruth —comencé a decir—. Estamos siguiendo un par de pistas y tenemos ciertas sospechas…

—Que estoy segura conducen directamente a Chuck —anunció y asintió con la cabeza—. Siempre pensé que era una manzana podrida. Y él me evita como si yo fuera la peste porque sabe que veo a través de él. Hará frío en el infierno antes que las personas como él logren seducirme.

—Nadie podría seducirte —afirmé. Comenzó a sonar el
Mesías,
de Haendel, y en mi corazón se instaló una profunda tristeza.

Sus ojos me escrutaron. Ella sabía lo difícil que había sido para mí la última Navidad. La había pasado en Miami, donde podía evitarla todo lo posible. Pero no podía alejarme de esa música y esas luces, ni aunque huyera a Cuba.

—¿Qué hará este año? —preguntó ella.

—Tal vez iré al oeste —respondí—. Si allí nevara, las cosas me resultarían más fáciles, pero no tolero los cielos grises. La lluvia y las tormentas de hielo, el clima de Richmond. ¿Sabes?, cuando me mudé aquí, siempre había una o dos buenas nevadas cada invierno.

Imaginé nieve apilada sobre las ramas de los árboles y soplando contra el parabrisas de mi auto, el mundo todo blanco mientras yo manejaba hacia el trabajo, aunque las oficinas estatales estuvieran cerradas. La nieve y el sol tropical eran antidepresívos para mí.

—Fue muy bondadoso de su parte venir a ver cómo estaba —dijo mi secretaria y se puso de pie del sillón color azul intenso—. Siempre se preocupó demasiado por mí.

Fue a la cocina y la oí abrir el freezer y revolver su contenido. Cuando regresó al living me entregó un recipiente de plástico con algo congelado adentro.

—Mi sopa de verduras —explicó—. Justo lo que usted necesita esta noche.

—No tienes idea de cuánto —le dije, muy agradecida—. Iré a casa y me la calentaré enseguida.

—¿Y qué hará con respecto a Chuck? —preguntó, muy seria.

Yo vacilé. No quería hacerle esa pregunta.

—Rose, él dice que tú eres mi espía en la oficina.

—Bueno, lo soy.

—Necesito que lo seas —continué—. Me gustaría que hicieras lo que haga falta para averiguar qué trama.

—Lo que trama ese hijo de puta es sabotaje —dijo Rose, quien casi nunca decía malas palabras.

—Tenemos que conseguir pruebas. Ya sabes cómo es el Estado. Es más difícil despedir a alguien que caminar sobre el agua. Pero no permitiré que él gane.

Ella no me contestó enseguida. Después se animó:

—Para empezar, no debemos subestimarlo. No es tan inteligente como cree, pero es vivo. Y tiene demasiado tiempo para pensar y moverse por todas partes sin que se lo note. La pena es que conoce sus movimientos mejor que nadie, incluso mejor que yo, porque yo no la ayudo en la morgue… lo cual agradezco. Y ése es su principal escenario. Es allí donde él podría arruinarla realmente.

Rose tenía razón, aunque yo no tolerara reconocer el poder que Chuck poseía. Él podía cambiar etiquetas o los rótulos que se ponían en los dedos de los pies de los cadáveres o contaminar algo. Podía filtrarles mentiras a periodistas que protegerían siempre su identidad. No me animaba a imaginar el alcance de lo que él podía hacer.

—A propósito —dije y me levanté del sofá—, estoy bastante segura de que tiene una computadora en su casa, así que también mintió con respecto a eso.

Me acompañó a la puerta y recordé entonces el auto estacionado cerca del mío.

—¿Sabes si alguien del edificio conduce un Taurus negro? —le pregunté.

Ella frunció el entrecejo, perpleja.

—Bueno, los autos de esa marca están por todos lados. Pero no, no se me ocurre que nadie que conozco tenga uno.

—¿Es posible que en tu edificio viva un agente de policía y que cada tanto traiga el auto a su casa?

—Si es así, yo no lo sé. No se dé cuerda ni le preste atención a esos fantasmas que se le meten en la cabeza. Soy una convencida de que no se debe dar vida a las fantasías, porque entonces pueden hacerse realidad.

—Bueno, probablemente no es nada, pero tuve una sensación rara cuando vi a esa persona sentada dentro de un auto a oscuras, con el motor y los faros apagados —dije—. Tengo el número de la chapa.

—Bien por usted —me felicitó Rose y me palmeó la espalda—. ¿Por qué no me sorprende?

16

Mis pisadas sonaron con fuerza en la escalera cuando me fui del departamento de Rose, y cuando salí por la puerta de calle hacia la noche fría tuve conciencia de mi arma. El auto había desaparecido. Lo busqué por todas partes con la mirada mientras me acercaba al mío.

La playa de estacionamiento no estaba bien iluminada. Los árboles desnudos hacían ruidos leves que a mí me resultaban ominosos y las sombras parecían ocultar cosas horrorosas. Me apresuré a trabar bien las puertas del auto y mientras avanzaba llamé al pager de Marino. Él me devolvió enseguida el llamado porque, desde luego, estaba en la calle, de uniforme, y sin nada que hacer.

—¿Puedes verificar la patente de un auto? —pregunté en cuanto contestó.

—Pásamela.

Se la recité.

—Acabo de salir del departamento de Rose —le aclaré— y tengo un mal presentimiento con respecto a un auto que había estacionado cerca.

Marino casi siempre tomaba en serio mis presagios. Yo no solía tenerlos seguido sin motivo. Era abogada y médica. En todo caso, tendía más a confiar en mi mente clínica y legal y no tenía por costumbre reaccionar en forma exagerada ni hacer proyecciones emocionales.

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