Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online
Authors: Patricia Cornwell
Tags: #Policíaco, Thriller
Ahora le tocaba a Fielding parecer confundido.
—¿No se da cuenta de que sería una actitud despreciable de mi parte rehusarme a hablar con personas desorientadas y tristes? —proseguí—. ¿No contestar sus preguntas o dar la impresión de que sus problemas no me importan en absoluto?
—Yo sólo pensé que…
—¡Esto es una locura! —exclamé y se me apretó el estómago—. Si yo fuera así, no merecería ocupar este puesto. Si alguna vez me transformo en una persona así, debería abandonar este trabajo. ¿Cómo no sentir y comprender y hacer todo lo que esté a mi alcance para contestar las preguntas, aliviar el dolor y luchar por enviar a la silla eléctrica al canalla que lo hizo?
Faltaba poco para que me echara a llorar y se me quebró la voz.
—O para que le aplicaran una inyección letal. Mierda, creo que deberíamos volver a ahorcar a los asesinos en la plaza pública —declaré.
Fielding miró hacia la puerta cerrada, como si tuviera miedo de que alguien me oyera. Respiré hondo y traté de serenarme.
—¿Cuántas veces ha ocurrido esto? —le pregunté—. ¿Cuántas veces tomaste mis llamados?
—Muchas, en los últimos tiempos —reconoció de mala gana.
—¿Cuántas son muchas?
—Probablemente casi todas las relacionadas con cada una de las autopsias que practicó en el último par de meses.
—Esto no puede estar bien —salté.
Él permaneció en silencio y, mientras yo reflexionaba sobre lo sucedido, mi mente volvió a llenarse de dudas. Las familias no parecían haberme llamado tanto como solían hacerlo, pero yo no le había prestado demasiada atención a ese hecho porque nunca existía un patrón definido ni una manera de pronosticarlo. Algunos familiares necesitaban saber cada detalle. Otros llamaban para ventilar su furia. Algunas personas entraban en un proceso de negación y no querían saber nada.
—Entonces, supongo que hubo quejas con respecto a mí —dije—. Gente trastornada y acongojada que pensó que yo era arrogante e insensible. No culpo a esas personas.
—Sí, hubo algunas quejas.
Por su cara me di cuenta de que habían sido bastante más que «algunas». No me cabía ninguna duda de que al gobernador le habían escrito cartas.
—¿Quién te ha estado pasando esos llamados? —pregunté como al pasar y en voz baja, porque tenía miedo de rugir como un tornado por el hall y maldecir a todo el mundo cuando abandonara esa habitación.
—Doctora Scarpetta, a nadie le pareció raro que en este momento prefiriera no hablar sobre algunas cosas con gente traumatizada —trató de explicarme—. Algunas cosas penosas que podrían recordarle… Para mí tenía sentido. La mayoría de esas personas sólo quieren una voz, un médico, y si yo no me encontraba presente, siempre estaban o Jill o Bennett —dijo, refiriéndose a dos de mis médicos residentes—. Supongo que el único problema serio fue cuando ninguno de nosotros estaba disponible y, de alguna manera, Dan o Amy tuvieron que hacerse cargo de los llamados.
Dan Chong y Amy Forbes eran estudiantes de medicina que hacían allí su residencia para aprender y observar. Ni en un millón de años deberían haberse encontrado en la posición de hablar con las familias.
—Oh, no —dije y cerré los ojos ante esa imagen de pesadilla.
—En especial después de horas. Ese maldito servicio de mensajes telefónicos —agregó él.
—¿Quién te ha estado pasando esos llamados? —le pregunté una vez más, ahora con mayor firmeza.
Fielding suspiró y su expresión fue sombría y preocupada.
—Dímelo —insistí.
—Rose —contestó.
Rose se abotonaba el saco y se rodeaba el cuello con una larga chalina de seda cuando entré en su oficina unos minutos antes de las seis de la tarde. Como de costumbre, se había quedado trabajando hasta después de hora. A veces yo tenía que obligarla a irse a su casa al final del día, y aunque ese hecho me había conmovido en el pasado, ahora me llenaba de zozobra.
—Te acompañaré hasta tu auto —dije.
—Oh —dijo ella—. No es necesario que lo haga.
Rose se puso a juguetear con los guantes de cabritilla y su cara se tensó. Intuía que yo iba a decirle algo que ella no quería oír, y sospeché que sabía exactamente de qué se trataba. Hablamos poco mientras caminamos por el pasillo hacia la oficina del frente; nuestros píes se deslizaron en silencio sobre la alfombra y la incomodidad que había entre nosotros era palpable.
Sentí pesado el corazón. No sabía bien si estaba enojada o dolida, y comencé a preguntarme toda clase de cosas. ¿Qué más me había ocultado Rose y hacía cuánto tiempo que eso estaba pasando? ¿Su ferviente lealtad era en realidad una posesividad que yo no había reconocido? ¿Sentía ella que yo le pertenecía?
—Supongo que Lucy no llamó —dije cuando emergimos al lobby de mármol vacío.
—No —contestó Rose—. Yo traté de comunicarme varias veces con su oficina.
—¿Recibió las flores?
—Sí, claro.
El guardia nocturno nos saludó con la mano.
—¡Qué frío hace! ¿Dónde está su abrigo? —me preguntó.
—Estaré bien —le respondí con una sonrisa. Después agregué—: ¿Al menos sabemos que Lucy las vio?
—Sí, claro —repitió mi secretaria—. Su supervisor dijo que ella había entrado, las vio, leyó la tarjeta y todos comenzaron a hacerle bromas y a preguntarle quién se las había mandado.
—Supongo que no sabes si se las llevó a su casa.
Rose me miró de reojo cuando salimos del edificio y nos dirigimos al estacionamiento vacío y a oscuras. Me pareció vieja y triste y no supe bien si los ojos le lloraban por mí o por el aire helado.
—No, no lo sé —me respondió.
—Por lo visto, mi tropa se dispersó —murmuré.
Ella se levantó el cuello y bajó el mentón.
—Así terminó todo —dije—. Cuando Carrie Grethen asesinó a Benton, también nos destruyó a los demás. ¿No es así, Rose?
—Por supuesto que ese hecho tuvo efectos horrendos. No supe qué hacer por usted, pero le aseguro que lo he intentado.
Me miró mientras caminábamos, agachadas contra el frío.
—He hecho todo lo posible por ayudarla y seguiré haciéndolo —continuó.
—Todos se dispersaron —susurré—. Lucy está enojada conmigo, y cuando se pone así siempre hace lo mismo: me aparta de su vida. Marino ya no es detective. Y ahora descubro que tú le has estado pasando a Jack mis llamados telefónicos sin consultarme, Rose. A las familias afligidas no se les permitió hablar conmigo. ¿Por qué lo hiciste?
Habíamos llegado a su Honda Accord azul. Las llaves repiquetearon cuando ella las buscó con la mano en su enorme cartera.
—¿No es increíble? —dijo—. Tenía miedo de que me preguntara sobre su agenda. Usted enseña en el Instituto más que nunca, y mientras yo trabajaba en sus compromisos del mes próximo, me di cuenta de que estará sobrecargada de trabajo. Debería haberme ocupado antes para poder impedirlo.
—En este momento ésa es la menor de mis preocupaciones —afirmé y traté de no sonar disgustada—. ¿Por qué me hiciste esto? —pregunté, y no me refería a mis compromisos—. ¿Por qué desviaste mis llamados telefónicos? Me heriste como persona y como profesional.
Rose abrió la portezuela del auto, puso en marcha el motor y encendió la calefacción para que el auto estuviera caldeado para su viaje solitario de regreso a casa.
—Hago lo que usted me instruyó que hiciera, doctora Scarpetta —dijo por último.
—Yo jamás te pedí que hicieras una cosa así, ni te lo pediré jamás —dije, sin poder creer lo que estaba oyendo—. Y tú lo sabes. Sabes cuál es mi posición con respecto a ser accesible a las familias.
Por supuesto que Rose lo sabía. En los últimos cinco años yo me había deshecho de dos patólogos forenses por su actitud indiferente y poco compasiva para con los familiares de los muertos.
—No fue precisamente con mi bendición —dijo Rose, una vez mas con su clásica actitud maternal.
—¿Cuándo se supone que te dije eso?
—No lo dijo. Me lo envió por correo electrónico. Fue a fines de agosto.
—Yo jamás te mandé nada semejante por correo electrónico. ¿Guardaste ese e-mail?
—No —dijo con pesar—. Por lo general no los guardo. No hay razón para hacerlo. Lamento tener que usar ese medio de comunicación.
—¿Cuál era el texto de ese mensaje supuestamente mío?
—«Necesito que desvíes todos los mensajes de las familias que puedas. En este momento no estoy en condiciones de tomarlos. Sé que lo entenderás», o palabras por el estilo.
—¿Y en ningún momento pusiste eso en tela de juicio? —pregunté con incredulidad.
Rose bajó la temperatura de la calefacción.
—Desde luego que sí —respondió—. Le mandé enseguida un e-mail y le pregunté al respecto. Le expresé mi preocupación y usted me contestó que debía hacerlo sin discusión.
—Yo jamás recibí ese e-mail.
—No sé qué decirle —replicó ella y se colocó el cinturón—. ¿No será posible que no lo recuerde? Yo me olvido todo el tiempo de los correos electrónicos. Aseguro no haber dicho algo y después descubro que sí lo hice.
—No, no es posible.
—Entonces, me parece que alguien se está haciendo pasar por usted.
—¡No me digas que recibiste más!
—Bueno, no demasiados —me contestó—. Sólo uno aquí y allá. Alguno en el que me agradecía por apoyarla tanto. Y, veamos…
Buscó en su memoria. Las luces del estacionamiento hacían que su auto pareciera color verde oscuro en lugar de azul. La cara de Rose estaba en sombras, así que yo no podía leerle los ojos. Se puso a tamborilear sobre el volante con sus dedos enguantados mientras yo la miraba. Me estaba congelando.
—Ya sé qué otro hubo —recordó de pronto—. El secretario Wagner quería verla y usted me dijo que le avisara que no podía reunirse con él a esa hora.
—¿Qué? —exclamé.
—Esto fue a principios de la semana pasada —agregó.
—¿De nuevo por correo electrónico?
—Hoy en día, a veces es la única manera de comunicarse con la gente. El asistente del secretario Wagner me envió un e-mail y yo le mandé uno a usted, sólo que en ese momento estaba en tribunales. Pero después, esa tarde, usted me mandó un e-mail, supongo que de su casa.
—Esto es muy loco —dije, mientras mentalmente revisaba todas las posibilidades y no encontraba ninguna.
En mi oficina, todos tenían mi dirección de correo electrónico. Pero nadie, salvo yo, debería tener mi contraseña y, por lo tanto, nadie debería poder firmar con mi nombre sin ella. Rose estaba pensando lo mismo.
—No sé cómo pudo pasar una cosa así —conjeturó. Después exclamó—: Espere un minuto. Ruth instaló AOL en la computadora de todos.
Ruth Wilson era mi analista de sistemas.
—Por supuesto. Y ella debía tener mi contraseña para poder hacerlo. —Seguí explorando ese pensamiento—. Pero, Rose, ella no es capaz de hacer una cosa así.
—Ni en un millón de años —afirmó Rose—. Pero sin duda tiene las contraseñas escritas en alguna parte. Sería imposible que las recordara todas.
—Eso creo.
—¿Por qué no sube al auto antes de morir congelada? —propuso.
—Tú vete a casa y descansa —contesté—. Yo haré otro tanto.
—No, no lo hará —me regañó—. Se irá derecho a su oficina y tratará de resolver esto.
Rose estaba en lo cierto. Cuando ella se fue en el auto, yo regresé al edificio y me pregunté cómo pude haber sido tan tonta para salir sin saco. Estaba helada. El guardia de la noche sacudió la cabeza.
—Doctora Scarpetta, ¡necesita abrigarse más!
—Tienes toda la razón —acepté.
Pasé la tarjeta magnética por la cerradura y el primer juego de puertas de vidrio se abrió; después abrí la que daba a mi ala del edificio. Adentro reinaba un silencio total, y cuando entré en la oficina de Ruth, me quedé un momento inmóvil y paseé la vista por ese conjunto de microcomputadoras e impresoras y un mapa sobre una pantalla, que mostraba si las conexiones a nuestras oficinas del exterior estaban libres de problemas.
Detrás de su escritorio, el piso estaba cubierto de cables y las hojas impresas de programas de software que para mí no tenían sentido se encontraban apiladas por todas partes. Examiné estantes atiborrados de cosas. Me acerqué a muebles de archivo y traté de abrir un cajón. Todos estaban cerrados con llave.
«Bien por ti, Ruth», pensé.
Volví a mi oficina y marqué el número de teléfono de su casa.
—Hola —contestó ella.
Por su voz, parecía inquieta. En segundo plano sonaban los gritos de un bebé, y su marido decía algo sobre una sartén.
—Lamento molestarte en tu casa —me disculpé.
—Doctora Scarpetta —sonó muy sorprendida—. No me molesta. Frank, ¿puedes llevar a la niña a otro cuarto?
—Sólo quiero hacerte una pregunta rápida —dije—. ¿Tienes un lugar especial en el que guardas todas nuestras contraseñas de AOL?
—¿Hay algún problema? —se apresuró a preguntar.
—Parece que alguien conoce la mía y se hace pasar por mí en la red. —No medí mis palabras—. Quiero saber cómo pudo alguien apoderarse de mi contraseña. ¿Existe alguna manera?
—Oh, no —dijo, consternada—. ¿Está segura de que sucedió eso?
—Sí.
—Es obvio que usted no le comentó a nadie cuál es —sugirió.
Pensé bien por un momento. Ni siquiera Lucy conocía mi contraseña. Y tampoco le importaría saberla.
—No, aparte de ti —le dije a Ruth—, no puedo imaginar quién la conoce.
—¡Sabe que yo no se la daría a nadie!
—Eso creo —contesté, y así era.
Para empezar, Ruth jamás pondría en peligro su puesto de esa manera.
—Yo guardo las direcciones y contraseñas de todos en un archivo de computación al que nadie tiene acceso —aclaró.
—¿Y no tienes ninguna copia impresa?
—En una carpeta que guardo cerrada con llave en un mueble de archivo.
—¿Todo el tiempo?
Ella dudó un instante, y después dijo:
—Bueno, no «todo» el tiempo. Por cierto cuando me voy, pero ese cajón está abierto buena parte del día, a menos que yo tenga que salir y entrar mucho. Pero estoy casi todo el tiempo en mi oficina. Realmente, es sólo cuando tomo café y almuerzo en el salón de descanso.
—¿Qué nombre tiene el archivo? —pregunté mientras mi paranoia arreciaba como nubes de tormenta.
—
E-mail
—respondió ella, sabiendo lo mal que eso me haría sentir—. Doctora Scarpetta, tengo miles de carpetas en las que guardo códigos y actualizaciones, patches, virus, novedades que están a punto de salir, lo que se le antoje. Si no las rotulo con un nombre bien descriptivo, jamás encuentro nada.