Codigo negro (Identidad desconocida) (46 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

La unidad de ortopedia estaba en el hospital nuevo, en el primer piso, y cuando llegué a la habitación me puse el guardapolvo y abrí la puerta. Adentro, sentada junto a la cama, había una pareja que supuse eran los padres de Jo, y me acerqué a ellos. Jo tenía la cabeza vendada y una pierna en tracción, pero estaba despierta y su vista enseguida se fijó en mí.

—¿El señor y la señora Sanders? —pregunté—. Soy la doctora Scarpetta.

Si mi nombre significaba algo para ellos, no lo demostraron. El señor Sanders se levantó cortésmente de la silla y me estrechó la mano.

—Mucho gusto de conocerla —dijo.

No era para nada como lo había imaginado. Después de la descripción que había hecho Jo de la actitud rígida de sus padres, esperaba encontrar en ellos rostros severos y ojos que juzgaban todo lo que veían. Pero el señor y la señora Sanders eran más bien gordos y poco atractivos, y no tenían en absoluto una apariencia temible. Estuvieron muy amables, incluso tímidos, cuando les pregunté acerca de su hija. Jo seguía mirándome fijo, y sentí que era su manera de pedirme ayuda.

—¿Les importaría que hablara un momento a solas con la paciente? —les pregunté.

—Eso estaría muy bien —dijo la señora Sanders.

—Mira, Jo, debes hacer lo que te diga la doctora —le indicó el señor Sanders a su hija con tono desanimado.

Los dos salieron y tan pronto yo cerré la puerta, los ojos de Jo se llenaron de lágrimas. Me incliné y la besé en la mejilla.

—Nos has tenido preocupados a todos —dije.

—¿Cómo está Lucy? —susurró mientras los sollozos comenzaban a sacudirla y eran seguidos por un torrente de lágrimas.

Le puse pañuelos de papel en una mano que estaba trabada con una serie de guías de canalización.

—No lo sé. No sé dónde está, Jo. Tus padres le dijeron que no querías verla y…

Jo comenzó a sacudir la cabeza.

—Sabía que harían eso —dijo con un tono sombrío y depresivo—. Lo sabía. A mí me dijeron que ella no quería verme. Que estaba demasiado trastornada por lo que había ocurrido. Yo no les creí. Sé que Lucy nunca haría una cosa así. Pero la echaron y ahora se ha ido. Y a lo mejor creyó lo que ellos le dijeron.

—Lucy piensa que lo que te pasó a ti es culpa de ella. Es muy posible que la bala que tienes en la pierna haya provenido de su arma.

—Por favor, tráigame a Lucy. Por favor.

—¿Tienes idea de dónde puede estar? —pregunté—. ¿Algún lugar al que podría ir cuando se siente muy mal? ¿Tal vez de vuelta a Miami?

—Estoy segura de que no volvería allá.

Me senté en una silla junto a la cama y suspiré.

—¿A un hotel, entonces? ¿A lo de una amiga?

—Quizás a Nueva York —dijo Jo—. Hay un bar en Greenwich Village. Rubyfruit.

—¿Piensas que se fue a Nueva York? —pregunté, desalentada.

—La dueña se llama Ann y es una ex policía —me explicó y se le quebró la voz—. Bueno, no lo sé. No lo sé. Me asusta cuando huye de esa manera. Cuando se pone así no razona bien.

—Ya lo sé. Y con todo lo sucedido no puede estar razonando bien. Jo, te darán de alta dentro de uno o dos días si te portas bien —dije con una sonrisa—. ¿Adónde quieres ir?

—No quiero ir a casa. Usted la encontrará, ¿verdad que sí?

—¿Te gustaría quedarte conmigo? —le pregunté.

—Mis padres no son malas personas —murmuró cuando comenzó a hacerle efecto la morfina—. Pero ellos no entienden. Creen que… ¿Por qué está mal…?

—No lo está —le aseguré—. El amor nunca está mal.

Abandoné la habitación cuando ella se adormilaba.

Sus padres estaban afuera, junto a la puerta. Ambos parecían exhaustos y tristes.

—¿Cómo está ella? —preguntó el señor Sanders.

—No demasiado bien —respondí.

La señora Sanders se echó a llorar.

—Ustedes tienen derecho a tener sus propias convicciones. Pero impedir que Lucy y Jo se vean es justo lo que su hija no necesita en este momento. No necesita sentir más miedo y depresión. No necesita perder su deseo de vivir, señor y señora Sanders.

Ninguno de los dos me contestó.

—Soy la tía de Lucy —confesé.

—De todos modos —comentó el señor Sanders—, ella ya casi está de nuevo en este mundo. No podemos mantenerla alejada de nadie. Sólo tratábamos de hacer lo mejor.

—Jo lo sabe —repliqué— y los ama.

No se despidieron de mí, pero me observaron alejarme hasta que entré en el ascensor. En cuanto llegué a casa llamé por teléfono a Rubyfruit y pedí hablar con Ann por encima del fuerte barullo de voces y de una banda de música.

—No podría decir que está en su mejor momento —me dijo Ann, y yo supe lo que eso significaba.

—¿Usted la cuidará? —pregunté.

—Ya lo estoy haciendo —contestó ella—. Aguarde un minuto. Iré a buscarla.

—Acabo de ver a Jo —dije cuando Lucy apareció en línea.

—Ah —fue todo lo que ella respondió, y con esa sola palabra supe que estaba borracha.

—¡Lucy!

—No quiero hablar en este momento.

—Jo te ama —dije—. Vuelve a casa.

—¿Y qué hago después?

—La llevamos a casa desde el hospital y tú la cuidas —respondí—. Eso es lo que harás.

Casi no dormí. A las dos de la mañana finalmente me levanté y fui a la cocina a prepararme una taza de té de hierbas. Todavía llovía fuerte, caía agua del techo y salpicaba sobre el piso del patio. No conseguía entrar en calor. Pensé en las muestras, el pelo y las fotografías de marcas de mordeduras que tenía en mi maletín cerrado con llave y casi tuve la sensación de que el asesino estaba dentro de la casa.

Podía sentir su presencia, como si esas partes suyas emanaran maldad. Pensé en la espantosa ironía: Interpol me hizo ir a Francia y, en definitiva, la única prueba legal que yo tenía era un frasco de aspirinas lleno de agua y lodo del Sena.

Cuando se hicieron las tres de la mañana me senté en la cama y me puse a escribir un borrador tras otro de una carta a Talley. Nada me parecía bien. Me asustaba lo mucho que lo extrañaba y lo que yo le había hecho. Ahora él se tomaba una revancha y era exactamente lo que me merecía.

Hice un bollo con otra hoja de papel de cartas y miré hacia el teléfono. Calculé qué hora era en Lyon y lo imaginé sentado a su escritorio con uno de sus trajes finos. Imaginé también que estaba hablando por teléfono y en reuniones o, quizás, escoltando a alguna otra persona y sin pensar en mí ni por un instante. Pensé en su cuerpo firme y suave y me pregunté dónde había aprendido a ser tan buen amante.

Me fui a trabajar. Cuando eran casi las dos de la tarde en Francia, decidí llamar a Interpol.

—…
Bonjour,
hola…

—Con Jay Talley, por favor —dije.

Transfirieron el llamado.

—ATDAI —contestó una voz de hombre.

Callé un momento, confundida.

—¿Éste es el interno de Jay Talley?

—¿Quién habla?

Se lo dije.

—Él no está —dijo el hombre.

Sentí una oleada de miedo. No le creí.

—¿Con quién estoy hablando? —pregunté.

—Con el agente Wilson. Soy el enlace del FBI. El otro día no nos conocimos. Jay salió.

—¿Sabe a qué hora volverá?

—No estoy muy seguro.

—Ajá —dije—. ¿Sabe cómo puedo localizarlo? ¿O puede pedirle que me llame?

Sé que sonaba nerviosa.

—En realidad no sé dónde está —contestó—. Pero si vuelve o se comunica conmigo, le avisaré que usted llamó. ¿Puedo hacer alguna cosa más por usted?

—No —respondí.

Colgué y sentí pánico. Estaba segura de que Talley no quería hablar conmigo y le había dado instrucciones a la gente de que, si yo llamaba, dijera que había salido.

—Dios mío, Dios mío —susurré mientras pasaba junto al escritorio de Rose—. ¿Qué hice?

—¿Me habla a mí? —Levantó la vista del teclado y me espió por encima de los anteojos—. ¿Volvió a perder algo?

—Sí —contesté.

A las ocho y media asistí a la reunión de mi equipo y ocupé mi lugar habitual en la cabecera de la mesa.

—¿Qué tenemos? —pregunté.

—Mujer negra, treinta y dos años de edad, del condado de Albemarle —comenzó a decir Chong—. Se salió de la ruta y su coche patinó. Al parecer, se desvió del camino y perdió el control del vehículo. Tiene fractura de la pierna derecha y fractura de la base del cráneo. Y la médica forense del condado de Albemarle, la doctora Richards, quiere que le practiquemos la autopsia. —Levantó la vista y me miró—. Me pregunto por qué. La causa y la forma de la muerte parecen bastante claras.

—Porque el código dice que nosotros le suministramos servicios al médico forense local —contesté—. Si ellos nos lo piden, nosotros lo hacemos. Puede llevarnos una hora si lo hacemos ahora, o diez horas más adelante para tratar de decidir si existe un problema.

—Después hay una mujer blanca de ochenta años, que fue vista por última vez ayer a eso de las nueve de la mañana. Su novio la encontró anoche a las seis y media…

Tuve que esforzarme para no distraerme y después tener que volver a prestar atención.

—… ningún abuso conocido de drogas o de juego sucio —siguió diciendo Chong con voz monótona—. Encontramos nitroglicerina en la escena.

Talley hacía el amor como si estuviera muriéndose de hambre. Yo no podía creer que se me cruzaran pensamientos eróticos en medio de una reunión de trabajo.

—Hace falta revisarla en busca de lesiones, y toxicología —decía Fielding.

—¿Alguien sabe qué enseñaré en el Instituto la semana próxima? —preguntó el toxicólogo Tim Cooper.

—Probablemente toxicología.

—De verdad. —Cooper suspiró—. Necesito una secretaria.

—Yo debo comparecer hoy en tres juzgados —decía el subjefe Riley—. Lo cual es imposible porque están desperdigados por la ciudad.

Se abrió la puerta y Rose asomó la cabeza y me hizo señas de que saliera al hall.

—Larry Posner debe irse en un momento —me comentó—. Y se preguntaba si usted podría pasar por su laboratorio enseguida.

—Ya voy —le dije.

Cuando entré, con una pipeta él colocaba una gota de una sustancia en el borde de un cubreobjeto, mientras ponía otros portaobjetos sobre un calentador.

—No sé si esto significará mucho —dijo enseguida—. Observé por el microscopio las diatomeas de su hombre no identificado. Recuerde que lo único que puede decirnos una diatomea individual es, con raras excepciones, si es de agua salada, salina o dulce.

Observé por la lente diminutos organismos que parecían estar hechos de vidrio transparente, en toda clase de formas que me hicieron pensar en botes, cadenas y zigzags y lunas plateadas y rayas de tigre y cruces y hasta pilas de fichas de póquer. Había trozos y partes que me recordaron a papel picado y granos de arena y otras partículas de diferentes colores que probablemente eran minerales.

Posner sacó el portaobjetos de la platina del microscopio y lo reemplazó con otro.

—Es la muestra que trajo del Sena —me aclaró—. Cymbella, melosira, navícula, fragilaria, etcétera, etcétera. Tan comunes como el polvo. Todas de agua dulce, así que eso al menos es bueno, pero en realidad no nos dicen nada en sí mismas.

Me eché hacia atrás en la silla y lo miré.

—¿Me hiciste venir aquí para decirme eso? —pregunté, desalentada.

—Bueno, no soy Robert McLaughlin —dijo él secamente, refiriéndose al internacionalmente famoso diatomista que lo había formado.

Se inclinó sobre el microscopio, cambió el aumento a 1000X y comenzó a mover el portaobjetos.

—Y, no, no le pedí que viniera para nada —continuó—. Donde sí tuvimos suerte fue en la frecuencia de la incidencia de cada especie en la flora.

La flora era un listado botánico de plantas por especies o, en este caso, de diatomeas por especies.

—Una incidencia de cincuenta y uno por ciento de melosira, del quince por ciento de fragilaria. No la aburriré con todos los datos, pero las muestras son muy coherentes unas con otras. A tal punto que casi se podría decir que son idénticas, lo cual me parece bastante milagroso, puesto que la flora existente en el lugar donde usted hundió su frasco de aspirinas podría ser totalmente diferente a cien metros de allí.

Me dio escalofríos pensar en la orilla de la Île Saint-Louis, en los relatos de un hombre que, desnudo, nadaba allí después de que oscurecía y tan cerca de la mansión Chandonne. Lo imaginé vistiéndose sin ducharse ni secarse, y transferir así diatomeas a la parte interior de la ropa.

—Si él nada en el Sena y estas diatomeas aparecen en toda su ropa —dije—, significa que no se lava antes de vestirse. ¿Qué me puedes decir del cuerpo de Kim Luong?

—Decididamente no es la misma flora del Sena —aseguró Posner—. Pero tomé una muestra del agua del río James, en realidad cerca de donde vive usted. Una vez más, casi la misma frecuencia de distribución.

—¿O sea que la flora que tenía sobre su cuerpo y la flora del James se corresponden? —Tenía que estar segura.

—Una pregunta que me hago es si las diatomeas del James estarán en todas partes aquí cerca —dijo Posner.

—Bueno, veamos.

Tomé hisopos y me los froté en el antebrazo, el pelo y la suela de los zapatos, y Posner preparó más portaobjetos. No había ni una sola diatomea.

—¿Quizás en el agua de la canilla? —pregunté.

Posner sacudió la cabeza.

—De modo que no podrían cubrir por completo a una persona a menos que esa persona hubiera estado en un río, lago, océano…

Callé un momento y se me cruzó un pensamiento extraño.

—El mar Muerto, el río Jordán —dije.

—¿Qué? —preguntó Posner, desconcertado.

—El manantial de Lourdes —agregué, cada vez con mayor entusiasmo—. El río sagrado Ganges, se cree que son todos lugares milagrosos, donde los ciegos, los rengos y los paralíticos se sumergen en el agua para ser curados.

—¿Él nada en el James en esta época del año? —preguntó Posner—. Ese tipo debe de estar loco.

—No hay ninguna cura para la hipertricosis —dije.

—¿Qué demonios es eso?

—Un trastorno horrible y muy poco frecuente, en el que el pelo crece por la totalidad del cuerpo desde el nacimiento. Un pelo fino como de bebé que puede alcanzar un largo de quince, dieciocho y hasta veintitrés centímetros. Entre otras anomalías.

—¡Eh!

—Quizá se bañaba desnudo en el Sena con la esperanza de ser curado de manera milagrosa. Tal vez ahora hace lo mismo en el James —dije.

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