Codigo negro (Identidad desconocida) (49 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

Apoyé los dedos en su cuello para revisarle el pulso. Estaba tan acelerado como su vida. Lo conduje al living y lo obligué a tomar asiento. Le llevé un vaso de agua y le masajeé los hombros mientras le hablaba en voz baja y con suavidad lo instaba a quedarse quieto hasta serenarse y respirar bien de nuevo.

—Usted no necesita soportar toda esta presión —dije—. Marino debería tener a su cargo estos casos y no verse obligado a recorrer las calles por la noche de uniforme. Que Dios lo ayude si él no se ocupa de estos homicidios. Que Dios nos ayude a todos.

Harris asintió. Se puso de pie y volvió con pasos lentos a la puerta de esa terrible escena. A esa altura ya Marino estaba dedicado a hurgar el interior del vestidor.

—Capitán Marino —dijo Harris.

Marino interrumpió lo que estaba haciendo y le dedicó a su jefe una mirada desafiante.

—Usted queda a cargo de todo —le informó Harris—. Avíseme si llega a necesitar algo.

Las manos enguantadas de Marino revisaron un sector con faldas.

—Quiero hablar con Anderson —dijo.

40

La cara de René Anderson era tan dura y vidriosa como el cristal a través del cual miraba cuando pasaron junto al auto los asistentes que llevaban el cuerpo de Diane Bray encerrado en una bolsa, sobre una camilla, y lo cargaban en una furgoneta. Todavía llovía.

Reporteros y fotógrafos obstinados parecían grupos de nadadores y todos ellos nos miraron fijo a Marino y a mí cuando nos acercamos al patrullero policial. Marino abrió la puerta del acompañante y metió la cabeza hacia donde Anderson se encontraba sentada.

—Necesitamos conversar un rato —le avisó.

La mirada asustada de ella pasó de él a mí.

—Vamos —dijo Marino.

—Yo no tengo nada que decirle a ella. —Tenía los ojos fijos en mí.

—Supongo que la doc debe de pensar que sí —la contradijo Marino—. Vamos, salga del auto. No me obligue a sacarla por la fuerza.

—¡No quiero que ellos me fotografíen! —exclamó, pero era demasiado tarde.

Ya las cámaras se abalanzaban sobre ella como un enjambre de lanzas.

—Cúbrase la cara con el saco, como se ve en la televisión —le aconsejó Marino con un dejo de sarcasmo.

Me acerqué a la furgoneta de transporte de cadáveres para intercambiar algunas palabras con los dos asistentes, en el momento en que cerraban las puertas del vehículo.

—Cuando lleguen allá —dije mientras caían sobre mí gotas heladas de lluvia y mi pelo comenzaba a gotear—, quiero que acompañen el cuerpo a la cámara refrigeradora, con agentes de seguridad presentes. Quiero que se pongan en contacto con el doctor Fielding y hagan que él lo supervise todo.

—Sí, doctora.

—Y no hablen con nadie de esto.

—Jamás lo hacemos.

—Pero en especial, no comenten nada de este caso. Ni una palabra —le advertí.

—No lo haremos.

Subieron al vehículo, que retrocedió, y yo caminé de vuelta a la casa y no presté atención a las preguntas, las cámaras y los flashes que destellaban. Marino y Anderson estaban sentados en el living, y los relojes de Diane Bray dijeron que eran ya las once y media. Los jeans de Anderson estaban mojados, y sus zapatos estaban sucios de barro y pasto, como si en algún momento se hubiera caído. Estaba fría y temblaba.

—Supongo que sabe que podemos obtener ADN de una botella de cerveza, ¿no? —le decía Marino—. Y que podemos obtenerlo también de una colilla de cigarrillo. Demonios, también de una costra de pizza.

Anderson estaba prácticamente hundida en el sofá y no parecían quedarle fuerzas para pelear.

—Eso no tiene nada que ver con… —comenzó a decir.

—Encontramos colillas de cigarrillos Salem de mentol en el tacho de basura —continuó Marino con su interrogatorio—. ¿No es ésa la marca que usted fuma? Sí que lo es. Y sí tiene que ver con eso, Anderson. Porque creo que usted estuvo aquí anoche, no mucho antes de que asesinaran a Bray. Y también creo que ella no presentó lucha, hasta es posible que conociera a la persona que la mató a golpes en el dormitorio.

Marino no pensaba ni por un segundo que Anderson hubiera asesinado a Bray.

—¿Qué sucedió? —preguntó—. ¿Ella la fastidió hasta que usted no pudo soportarlo más?

Pensé en la blusa de satén azul sexy y en la ropa interior con puntillas que Bray usaba.

—¿Ella comió un poco de pizza con usted y le dijo que se fuera a su casa como si no significara nada para ella? —preguntó Marino.

Anderson permaneció en silencio, la vista fija en sus manos inmóviles. No hacía más que pasarse la lengua por los labios y tratar de no llorar.

—Quiero decir, sería comprensible. Todos tenemos una medida de lo que podemos soportar, ¿no es así, Doc? Como, por ejemplo, cuando alguien jode con la carrera de uno. Pero ya llegaremos a ese punto dentro de un momento.

Se inclinó hacia adelante en ese sillón antiguo, sus manos grandes sobre sus rodillas grandes, hasta que Anderson levantó los ojos inyectados en sangre y lo miró.

—¿Tiene idea del espantoso lío en que está metida? —le preguntó él.

La mano de ella tembló cuando se echó hacia atrás el pelo.

—Estuve aquí anoche temprano. —Lo dijo con una voz monocorde y deprimida—. Caí en su casa y pedimos una pizza.

—¿Era una costumbre suya? —preguntó Marino—. ¿Caer en su casa? ¿La invitó ella?

—Yo venía aquí a veces. En ocasiones sencillamente caía —explicó ella.

—O sea que en ocasiones caía sin anunciarse. Eso es lo que me está diciendo.

Ella asintió y volvió a mojarse los labios.

—¿Eso fue lo que hizo anoche?

Anderson tuvo que pensarlo. Percibí cómo una mentira más se condensaba como una nube en sus ojos. Marino se echó hacia atrás en el sillón.

—Maldición, qué incómodo es esto —dijo y movió los hombros—. Es como estar sentado en una tumba. Me parece que sería una buena idea que usted dijera la verdad, ¿no opina lo mismo? Porque, ¿sabe?, la descubriré de una u otra manera, y si me miente terminará tan mal que comerá cucarachas en la cárcel. No crea que no sabemos lo del auto alquilado que está allá afuera.

—No tiene nada de malo que una detective tenga un auto alquilado —dijo, con torpeza, y lo supo.

—Pero sí está mal seguir a la gente a todos lados —le retrucó él, y ahora me tocaba a mí hablar.

—Usted estacionó ese auto frente al departamento de mi secretaria. O, al menos, alguien que estaba dentro de ese auto lo hizo. Y me siguieron a mí. Y la siguieron a Rose.

Anderson no dijo nada.

—Supongo que su dirección de correo electrónico no es por casualidad M-A-Y-F-L-R —se lo deletreé.

Ella se sopló las manos para calentárselas.

—Así es. Lo había olvidado —dijo Marino—. Usted nació en el mes de mayo. El diez, en Bristol, Tennessee. También puedo decirle cuál es su número de seguro social y su dirección, si lo desea.

—Yo sé todo lo referente a Chuck —le dije.

Anderson comenzaba a sentirse nerviosa y asustada.

—Lo cierto es —intervino Marino— que tenemos una grabación de Chuck-querido en el momento en que roba drogas recetadas de la morgue. ¿Lo sabía?

Ella respiró hondo. En realidad, todavía no teníamos esa grabación.

—Es mucho dinero. Suficiente para que él, usted e incluso Bray tengan una vida muy buena.

—Él las robó, no yo —se defendió Anderson—. Y no fue idea mía.

—Usted solía trabajar en la sección drogas —dijo Marino—. Sabe dónde vender esa clase de porquerías. Apuesto a que usted fue el cerebro que planeó toda la operación porque, por mucha antipatía que le tenga a Chuck, él no era un traficante de drogas hasta que usted apareció en escena.

—Usted siguió a Rose, me siguió a mí, para intimidarnos —afirmó.

—La ciudad es mi jurisdicción —dijo ella—. Yo la recorro toda. Si estoy detrás de su vehículo no significa que tenga un propósito especial en mente.

Marino se puso de pie y lanzó un ruido grosero para expresar su disgusto.

—Vamos —le dijo—. ¿Por qué no entramos en el dormitorio de Bray? Puesto que usted es tan excelente detective, quizá pueda mirar toda la sangre y los trozos de cerebro que hay allí diseminados y decirme qué fue lo que cree que ocurrió. Y puesto que no seguía a nadie y que el tráfico de drogas no fue culpa suya, lo mejor será que se disponga a trabajar y me ayude aquí, detective Anderson.

Ella palideció, y el terror se asomó a sus ojos.

—¿Qué sucede? —Marino se sentó junto a ella en el sofá—. ¿Tiene problemas con eso? ¿Significa que tampoco quiere ir a la morgue y presenciar la autopsia? ¿No está impaciente por hacer su trabajo?

Él se encogió de hombros, se levantó, se puso a caminar por la habitación y sacudió la cabeza.

—Le aseguro que no es para estómagos débiles. La cara de Bray parece una hamburguesa…

—¡Basta!

—Y tiene los pechos tan mordidos que…

Los ojos de Anderson se llenaron de lágrimas. Se cubrió la cara con las manos.

—Como si alguien no consiguiera satisfacer sus deseos y entonces su furia sexual estallara. Una auténtica muestra de odio y lujuria. Y hacerle algo así a la cara de alguien por lo general indica que se trata de un asunto muy personal.

—¡Basta! —aulló Anderson.

Marino se detuvo y la observó como si ella fuera un problema de matemática escrito en un pizarrón.

—Detective Anderson —interrumpí—. ¿Qué tenía puesto la subjefa Bray cuando usted vino a verla anoche?

—Una blusa color verde claro. Creo que de satén. —Le tembló la voz—. Y pantalones de corderoy negro.

—¿Zapatos y medias?

—Botitas hasta los tobillos. Y medias negras.

—¿Alhajas?

—Un anillo y un reloj pulsera.

—¿Qué ropa interior? ¿Un corpiño?

Me miró. Le corría la nariz y hablaba como si estuviera resfriada.

—Es importante que lo sepa —dije.

—Lo de Chuck es verdad —dijo, en cambio—. Pero no fue idea mía sino de ella.

—¿De Bray?

—Ella me sacó de la sección drogas y me puso en homicidios. Quería que usted estuviera a un millón de kilómetros de aquí —le dijo a Marino—. Había estado ganando mucho dinero con las píldoras y no sé que otra cosa durante mucho tiempo, y además ingería muchas píldoras y quería que usted se fuera.

Volvió a centrar su atención en mí y se secó la nariz con el dorso de la mano. Yo metí la mano en mi bolso y le di pañuelos de papel.

—También quería hacer que usted se fuera —agregó.

—Eso era bastante obvio —afirmé, y no me parecía posible que la persona de la que hablábamos fuera esos restos aporreados que yo había examinado un momento antes unos cuartos más allá, en la parte de atrás de la casa.

—Bueno, sé que usaba corpiño —dijo entonces Anderson—. Siempre lo hacía. Solía tener escote o los botones superiores desabrochados. Y tenía por costumbre inclinarse para que uno pudiera verle adentro de la camisa. Lo hacía todo el tiempo, incluso en el trabajo, porque le gustaba ver la reacción de la gente.

—¿Qué reacción? —preguntó Marino.

—Bueno, la gente decididamente reaccionaba frente a eso. Y usaba faldas con tajos, que parecían normales a menos que uno estuviera sentada en su oficina con ella. Entonces cruzaba las piernas de determinada manera… Yo le dije que no debía vestirse así.

—¿Qué reacción? —preguntó de nuevo Marino.

—Yo le decía todo el tiempo que no debía vestirse de esa manera.

—Hace falta mucho coraje para que una detective en posición inferior le diga a una subjefa cómo vestirse.

—En mi opinión, los agentes no debían verla así, mirarla de esa manera.

—¿La hacía sentirse un poco celosa, quizá?

Ella no respondió.

—Y apuesto a que sabía muy bien cómo darle celos, cómo hacerla sentirse mal y ponerla furiosa, ¿no? Bray disfrutaba con eso. Es ese tipo de mujer. Le daba cuerda y después le quitaba las pilas para dejarla frustrada.

—Usaba un corpiño negro —me aclaró Anderson—. Con encaje en la parte de arriba. No sé qué más tenía puesto.

—Ella solía enfurecerla, ¿verdad que sí? —confirmó Marino—. La convirtió en un mula portadora de drogas, su mandadera, su pequeña Cenicienta. ¿Qué más le pidió que hiciera?

La furia comenzaba a crecer en Anderson.

—¿Hizo que llevara su auto para que se lo lavaran? Eso era lo que se rumoreaba. La hizo parecer una obsecuente, una lunática obsecuente, para que ya nadie la tomara en serio. Lo triste es que usted posiblemente no hubiera sido una detective tan lamentable si ella la hubiera dejado en paz. Pero usted nunca tuvo oportunidad de averiguarlo, no mientras ella la siguiera teniendo sujeta de la traílla. Le diré algo. Había tantas posibilidades de que Bray se acostara con usted como de que lo hiciera el hombre de la luna. Las personas como ella no se acuestan con nadie. Son como víboras. No necesitan que ninguna otra persona les dé calor.

—La odio —dijo Anderson—. Me trató como si fuera basura.

—Entonces, ¿por qué siguió viniendo aquí? —preguntó Marino.

Anderson fijó la mirada en mí como si no hubiera oído a Marino.

—Ella se sentaba siempre en ese sillón donde está usted. Y me obligaba a que le preparara una copa y le frotara los hombros y la sirviera en todas las formas posibles. A veces me pedía que le hiciera masajes.

—¿Y usted lo hacía? —preguntó Marino.

—Sólo estaba cubierta con una bata y se acostaba en esa cama.

—¿En la misma en que fue asesinada? ¿Se quitaba la bata cuando usted la masajeaba?

Los ojos de Anderson eran de fuego cuando miró a Marino.

—¡Siempre estaba cubierta con apenas lo suficiente! Yo le llevaba la ropa a la tintorería y le llenaba de combustible el maldito Jaguar y… ¡Y era tan mala conmigo!

Anderson parecía una criatura enojada con su madre.

—Sí que lo era —insistió Marino—. Era mala con mucha gente.

—¡Pero yo no la maté, Dios mío! ¡Nunca la toqué salvo cuando ella quería que lo hiciera, como ya le dije!

—¿Qué pasó anoche? —preguntó Marino—. ¿Vino aquí porque necesitaba verla?

—Ella me esperaba. Para que le diera algunas píldoras y dinero. Le gustaba el Valium, el Ativan, el BuSpar. Cosas que la hacían distenderse.

—¿Cuánto dinero?

—Dos mil quinientos dólares. En efectivo.

—Bueno, esa suma ya no está aquí —dijo Marino.

—Estaba sobre la mesa. La mesa de la cocina. No sé. Pedimos una pizza. Bebimos un poco y conversamos. Estaba de muy mal humor.

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