Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online
Authors: Patricia Cornwell
Tags: #Policíaco, Thriller
—…se lo describió como corpulento, tal vez de alrededor de un metro ochenta de estatura, posiblemente calvo. Según la doctora Scarpetta, jefa de médicos forenses, puede padecer una extraña enfermedad que provoca exceso de pilosidad, rostro deformado y dientes…
Muchísimas gracias, Harris, pensé. Por supuesto, me había cargado el fardo a mí.
—…se urge que tengan un cuidado extremo. No abran la puerta hasta estar seguros de quién es.
Sin embargo, Harris tenía razón en una cosa: la gente entraría en pánico. La campanilla del teléfono sonó cuando casi eran las diez.
—Hola —dijo Lucy, y por la voz parecía más animada que lo que había estado en mucho tiempo.
—¿Todavía estás en el hospital de la Facultad? —pregunté.
—Sí, estoy terminando todos los trámites aquí. ¿Viste la nieve que hay afuera? Nieva muchísimo. Calculo que llegaremos a casa en más o menos una hora.
—Por favor, conduce con cuidado. Llámame cuando llegues para que yo ayude a Jo a entrar.
Puse dos leños más en el fuego y, por segura que fuera mi fortaleza, empecé a sentir miedo. Traté de distraerme viendo una vieja película de James Stewart por HBO mientras revisaba cuentas. Pensé en Talley y volví a deprimirme y me puse furiosa con él. A pesar de mi ambivalencia, en realidad él no me había dado una oportunidad. Yo había tratado de ponerme en contacto con él y él ni se molestó en devolverme el llamado.
Cuando sonó de nuevo la campanilla del teléfono, pegué un salto y una pila de cuentas me cayeron sobre la falda.
—¿Sí? —dije.
—El hijo de puta estuvo durmiendo ahí —exclamó Marino—. Pero ya no está en ese lugar. Sólo hay basura, envolturas de comida, mierda por todas partes. Y pelos en la maldita cama. Las sábanas apestan a olor a perro sucio y mojado.
La electricidad corrió por mis venas.
—El ATDAI tiene un escuadrón allá afuera, y mis policías cubren el lugar. Si él llega a meter un pie en el río, lo sacamos de las pestañas.
—Lucy va a traer a Jo a casa, Marino —dije—. También ella está allá afuera.
—¿O sea que estás sola? —preguntó.
—Estoy adentro, encerrada, con la alarma puesta y la pistola sobre la mesa.
—Bueno, quédate donde estás, ¿me has oído?
—No te preocupes.
—Una cosa buena es que nieva muchísimo. Ya hay más de siete centímetros, y ya sabes cómo la nieve lo ilumina todo. No es un buen momento para que ese tipo se ponga a merodear por el vecindario.
Colgué y con el control remoto fui saltando de un canal a otro, pero nada me interesaba. Me puse de pie y fui al estudio para revisar mi correo electrónico, pero no tuve ganas de contestar ninguno. Tomé el frasco de formalina, lo levanté hacia la luz y observé esos pequeños ojos amarillos que eran en realidad puntos dorados reducidos de tamaño, y pensé en lo equivocada que había estado en tantas cosas. Me angustiaba pensar en cada paso en falso que di y en cada giro equivocado que había tomado. Y ahora, otras dos mujeres estaban muertas.
Puse el frasco de formalina en la mesa baja del living. A las once sintonicé el canal de la NBC para ver el informativo. Por supuesto, era todo sobre ese hombre maligno, el hombre lobo. En el momento en que cambiaba a otro canal, me sorprendió oír la alarma contra ladrones. El control remoto cayó al piso cuando me puse de pie de un salto y corrí hacia la parte de atrás de la casa, con el corazón en la boca. Cerré con llave la puerta de mi dormitorio, tomé mi revólver y esperé que sonara el teléfono. Lo hizo algunos minutos después.
—Zona seis, la puerta del garaje —me avisaron—. ¿Quiere que vaya la policía?
—¡Sí! ¡Y la quiero ahora mismo! —dije.
Me senté en la cama y dejé que la alarma me golpeara en los tímpanos mientras martillaba y martillaba. Mantuve la vista fija en el monitor del Aiphone y recordé entonces que no funcionaría si la policía no tocaba el timbre. Y, como bien sabía, nunca lo hacían. Así que no me quedó más remedio que apagar la alarma, volver a activarla y esperar sentada y en silencio, tan alerta a cualquier sonido que me parecía oír la caída de los copos de nieve.
Menos de diez minutos más tarde oí golpes en la puerta y caminé deprisa por el corredor. Desde el porche, una voz gritaba con fuerza:
—¡Policía!
Con gran alivio puse la pistola en la mesa del comedor y pregunté:
—¿Quién es?
Quería estar segura.
—La policía, señora. Estamos respondiendo a su alarma.
Abrí la puerta y los mismos agentes de varias noches antes se sacudieron la nieve de las botas y entraron.
—No lo ha pasado muy bien últimamente, ¿verdad? —dijo la agente Butler al quitarse los guantes y pasear la vista por el lugar—. Podría decirse que hemos tomado un interés especial en usted.
—Esta vez es la puerta del garaje —aclaró McElwayne, su compañero—. Muy bien, echemos un vistazo.
Los seguí al garaje y enseguida supe que no había sido una falsa alarma. La puerta había sido forzada y abierta unos quince centímetros, y cuando espiamos por la abertura vimos huellas de pisadas en la nieve que se dirigían a la puerta y otras que se alejaban de ella. No se veían marcas de herramientas, salvo algunos raspones en la banda de goma que había en la parte de abajo de la puerta. Las huellas de pisadas estaban levemente cubiertas de nieve. Habían sido dejadas recientemente y ello coincidía con el momento en que había sonado la alarma.
McElwayne tomó el transmisor y solicitó un detective especializado en allanamientos. Se presentó veinte minutos después, tomó fotografías de la puerta y de las pisadas y espolvoreó el lugar en busca de huellas dactilares. Pero, una vez más, en realidad allí no había nada más que la policía pudiera hacer fuera de seguir el rastro de las pisadas. Iba a lo largo del extremo de mi jardín hacia la calle, donde la nieve estaba cortada por las huellas de neumáticos.
—Lo único que podemos hacer es poner una patrulla por aquí —me anticipó Butler cuando se iban—. Mantendremos vigilada la casa todo lo posible y si llegara a pasar algo más, llame enseguida al nueve-uno-uno. Aunque sólo sea un ruido que la intranquiliza, ¿de acuerdo?
Marqué el número del pager de Marino. Ya era la medianoche.
—¿Qué sucede? —preguntó.
Se lo dije.
—Voy para allá enseguida.
—Mira, estoy bien —dije—. Un poco sacudida, pero bien. Prefiero que sigas allá afuera buscando a ese individuo en lugar de venir aquí a cuidarme como si fuera una criatura.
Él no pareció muy de acuerdo. Sabía lo que estaba pensando.
—De todos modos, no es su estilo entrar en un lugar por la fuerza —añadí.
Marino vaciló un momento y luego dijo:
—Hay algo que deberías saber. No sabía bien si debía decírtelo. Talley está aquí.
Quedé helada.
—Es el jefe de la escuadra que envió el ATDAI.
—¿Cuánto hace que está aquí? —Traté de que pareciera que sólo lo preguntaba por pura curiosidad.
—Un par de días.
—Salúdalo de mi parte —dije, como si Talley ya no significara nada para mí.
Pero no logré engañar a Marino.
—Lamento que haya resultado ser tan imbécil —dijo.
Tan pronto corté, llamé a la unidad de ortopedia de la Facultad de Medicina y la enfermera de turno no sabía quién era yo y no quiso darme ninguna información. Yo quería hablar con el senador Lord. Quería hablar con el doctor Zimmer, con Lucy, con una amiga, con alguien a quien yo le importara, y en ese momento extrañé tanto a Benton que creí que no podría seguir adelante. Pensé en quedar ahogada en el naufragio de mi vida. Pensé en la muerte.
Traté de reavivar el fuego, pero se mostró empecinado en no prender porque la madera que había traído de afuera estaba húmeda. Miré fijo el paquete de cigarrillos que había sobre la mesa ratona, pero no tuve la energía necesaria para encender uno. Me quedé sentada en el sofá y sepulté la cara entre las manos hasta que los espasmos de congoja cedieran. Cuando volví a oír golpes a la puerta, tenía los nervios destrozados y estaba agotada.
—Policía —dijo una voz masculina en el exterior y volvió a golpear con algo duro como una vara de policía o una cachiporra.
—Yo no llamé a la policía —dije a través de la puerta.
—Señora, recibimos un llamado en el que nos informaban que en su propiedad había una persona sospechosa —explicó—. ¿Se encuentra usted bien?
—Sí, sí —respondí, desactivé la alarma y abrí la puerta para dejarlo pasar.
La luz del porche estaba apagada y en ningún momento se me ocurrió que él pudiera hablar sin acento francés. Percibí ese olor a perro sucio y mojado cuando me dio un empujón, entró y cerró la puerta de una patada. El grito se me ahogó en la garganta cuando en su rostro apareció esa sonrisa repugnante y sacó una mano peluda para tocarme la mejilla, como si sintiera ternura por mí.
La mitad de su cara era más baja que la otra y estaba cubierta por una barba rubia fina y despareja, y un par de ojos enajenados ardían con furia y lujuria y burla del infierno. Se quitó su abrigo largo y negro para arrojármelo sobre la cabeza como una red, y yo eché a correr y todo esto sucedió en materia de segundos.
El pánico me hizo ir al living mientras él me pisaba los talones y hacía sonidos guturales que no parecían humanos. Yo me sentía demasiado aterrada para pensar. Estaba reducida al impulso infantil de querer arrojarle algo y lo primero que vi fue el frasco de formalina que contenía parte de la carne del hermano que él había asesinado.
Lo tomé de la mesa ratona, salté al sofá y forcejeé con la tapa; él empuñaba ahora su herramienta, ese martillo con el mango en forma de espiral, y en el momento en que lo levantaba y trataba de agarrarme, yo le arrojé a la cara un cuarto litro de formalina.
Gritó y se llevó las manos a los ojos y la garganta mientras esa sustancia química le quemaba y le hacía más difícil respirar. Cerró fuerte los ojos, aulló y aferró su camisa mojada para arrancársela, jadeaba y se quemaba mientras yo huía. Tomé mi arma de la mesa del comedor, apreté la alarma y salí por la puerta de calle hacia la nieve. En los escalones me resbalé y con el brazo izquierdo traté de amortiguar la caída. Cuando intenté ponerme de pie, supe que me había fracturado el codo, y quedé petrificada al verlo tambalearse hacia mí.
Se aferró a la barandilla mientras bajaba los escalones, ciego y sin dejar de gritar; yo estaba sentada al pie de esos escalones, muerta de pánico y haciendo fuerza hacia atrás como si remara. La parte superior de su cuerpo estaba cubierta de pelos largos y claros que colgaban de sus brazos y formaban remolinos sobre su columna. Cayó de rodillas y se puso a recoger puñados de nieve, a frotársela una y otra vez en la cara y el cuello y a tratar de respirar.
Estaba muy cerca de mí y lo imaginé levantándose de un salto en cualquier momento, como un monstruo que no era humano. Levanté la pistola pero no pude tirar hacia atrás la guía. Traté y traté, pero el codo fracturado y los tendones desgarrados no me permitían doblar el brazo.
No podía levantarme; todo el tiempo me resbalaba. Él oyó el ruido que yo hacía y se acercó gateando mientras yo me echaba hacia atrás, me deslizaba e intentaba rodar. Él jadeó y después se tendió boca abajo en la nieve para tratar de disminuir el dolor de esas severas quemaduras químicas. Comenzó a escarbar y a levantar nieve como un perro, a apilarla sobre su cabeza y a ponerse puñados contra el cuello. Extendió un brazo peludo hacia mí. Yo no entendí su francés pero me pareció que me suplicaba que lo ayudara.
Lloraba. Sin camisa, temblaba de frío. Tenía las uñas sucias y desparejas y usaba los zapatos y pantalones de un obrero, quizá de alguien que trabajaba en un barco. Se retorcía y gritaba, y casi sentí lástima por él. Pero no pensaba acercármele.
Mi articulación fracturada comenzó a sangrar. El brazo se me hinchaba y pulsaba y no oí la llegada del auto. De pronto vi a Lucy correr por la nieve y varias veces estuvo a punto de perder el equilibrio al llevar hacia atrás la guía del arma calibre cuarenta que tanto amaba. Cayó de rodillas cerca de él y asumió una posición de combate. Apuntó el cañón de acero inoxidable a la cabeza de ese individuo.
—¡Lucy, no lo hagas! —dije y traté de ponerme de rodillas.
Ella respiraba con fuerza y tenía el dedo en el gatillo.
—Maldito hijo de puta —lo insultó—. Mierda de porquería —dijo, mientras él seguía gimiendo y frotándose nieve en los ojos.
—¡Lucy, no! —grité cuando ella apretó más la pistola con las dos manos.
—¡Te voy a librar de tus miserias, rata inmunda!
Gateé hacia ella y oí pisadas, voces y el sonido de portezuelas de automóviles que se cerraban.
—¡Lucy! —grité—. ¡No! ¡Por el amor de Dios, no!
Fue como si ella no me oyera a mí ni a nadie. Estaba sumida en un mundo propio de odio y furia. Tragó fuerte mientras él se retorcía y mantenía las manos sobre sus ojos.
—¡Deja de moverte! —le gritó.
—Lucy —me fui acercando cada vez más—. Baja el arma.
Pero él no podía dejar de moverse y ella estaba helada en esa posición y se movió apenas un poco.
—Lucy, tú no quieres hacer esto —dije—. Por favor. Baja el arma.
Pero no lo hizo. No me contestó ni me miró. Cobré conciencia de pies alrededor de mi persona, de gente en traje de fajina, de rifles y pistolas empuñados en posiciones protegidas.
—Lucy, baja la pistola —oí que decía Marino.
Ella no se movió. La pistola se sacudía en sus manos. Ese individuo despreciable llamado hombre lobo se esforzaba desesperadamente por respirar y gemía. Estaba a centímetros de los pies de Lucy y yo estaba a centímetros de los de ella.
—Lucy, mírame —dije—. ¡Mírame!
Ella lo hizo y una lágrima se le deslizó por la mejilla.
—Ya hubo demasiadas muertes. Por favor. Basta. Éste es un mal tiroteo, Lucy. Esto no es defensa propia. Jo está en el auto, esperándote. No hagas esto. No lo hagas, por favor. Te amamos.
Ella tragó fuerte y yo estiré la mano.
—Dame la pistola —le pedí—. Por favor. Te amo. Dame el arma.
Ella la bajó y la arrojó a la nieve, donde el acero brilló como plata. Lucy no se movió sino que permaneció donde estaba, con la cabeza gacha. Y de pronto Marino estaba con ella, le decía cosas que yo no pude oír porque el codo me pulsaba tanto que parecía el resonar de tambores. Alguien me levantó con manos firmes.
—Ven —me dijo Talley con ternura.