Codigo negro (Identidad desconocida) (51 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, Thriller

—Éste también tiene un cerebro negruzco —dijo Chong, ya de vuelta en su propia tarea.

—Sí, también el otro. Tal vez, de nuevo la heroína. Es el cuarto caso en seis semanas, todos en la ciudad.

—Debe de estar circulando droga de muy buena calidad, doctora Scarpetta —me comentó Chong en voz alta, como si ésa fuera una tarde común y corriente más, y yo trabajara en un caso cualquiera—. El mismo tatuaje, algo así como un rectángulo casero. En la membrana de la mano izquierda, y debe de haber dolido una barbaridad. ¿La misma pandilla?

—Fotografíalo —dije.

Encontramos un patrón distintivo de lesiones, sobre todo en la frente y la mejilla izquierda de Bray, donde la fuerza de compresión de los golpes había lacerado la piel y dejado abrasiones estriadas de impacto que yo había visto antes.

—¿Posiblemente la rosca de un caño? —conjeturó Fielding.

—No, no me parece —contesté.

El examen externo del cuerpo de Bray llevó otras dos horas en las que Fielding y yo meticulosamente medimos, dibujamos y fotografiamos cada herida. Los huesos faciales estaban aplastados, la piel lacerada sobre las prominencias óseas. Tenía los dientes rotos. Algunos habían sido golpeados con tanta fuerza que estaban a mitad de camino en la garganta. Los labios, las orejas y la carne del mentón habían sido arrancados del hueso, y las radiografías revelaron cientos de fracturas y de zonas hundidas en hueso, en especial en el cráneo.

Cuando me duché, a las siete de la tarde, el agua se teñía de un rojo pálido por toda la sangre que había acumulado en la ropa. Me sentí débil y mareada porque no había comido desde muy temprano en la mañana. En la oficina sólo quedaba yo. Salí del vestuario secándome el pelo con una toalla, y de pronto Marino emergió de mi oficina. Estuve a punto de gritar y tuve que ponerme una mano en el pecho por el efecto de la descarga de adrenalina.

—¡No vuelvas a asustarme así! —exclamé.

—No fue mi intención. —Tenía un aspecto sombrío.

—¿Cómo hiciste para entrar?

—Con los de seguridad del turno noche. Somos compañeros. No quería que salieras sola hasta el auto. Sabía que todavía estarías aquí.

Me pasé los dedos por el pelo húmedo y él me siguió a mi oficina.

Colgué la toalla en el respaldo de la silla y empecé a recoger todo lo que necesitaba llevarme a casa. Vi que Rose me había dejado sobre el escritorio los informes de laboratorio. Las huellas dactilares halladas en el balde que había en el interior del contenedor coincidían con las del hombre muerto no identificado.

—Para lo que eso nos sirve —dijo Marino.

Había, además, un informe de ADN con una nota de Jamie Kuhn. Había empleado repeticiones cortas en tándem, o RCT y ya tenía resultados.

—…encontré un perfil …muy similar y con diferencias muy leves —leí en voz alta sin mucho entusiasmo— …compatibles con el depositor de la muestra biológica …un familiar cercano…

Miré a Marino.

—De modo que, en resumen, el ADN del hombre no identificado y el del asesino son compatibles con el hecho de que esos dos individuos están emparentados. Punto.

—Compatible —dijo Marino con disgusto—. ¡Detesto toda esa terminología científica! Los dos imbéciles son hermanos.

De eso yo no tenía ninguna duda.

—Para probarlo necesitamos muestras de sangre de los padres.

—Sí, claro. Llámemolos por teléfono y preguntémoles si podemos ir a visitarlos —dijo Marino con cinismo—. Los hermosos hijos de la familia Chandonne. ¡Hurra!

Arrojé el informe sobre el escritorio.

—Hurra está bien.

—A quién le importa un carajo.

—Lo que me gustaría saber es qué herramienta usó.

—Me pasé toda la tarde llamando a esas mansiones elegantes que hay junto al río. —Marino había cambiado su línea de pensamiento—. La buena noticia es que todos parecen estar donde deben estar. La mala noticia es que todavía no tenemos idea de dónde se metió ese tipo. Y allá afuera hay una temperatura de unos cuatro grados bajo cero. Es imposible que ande caminando por ahí o que duerma debajo de un árbol.

—¿Qué puedes decirme de los hoteles?

—Allí no hay nadie peludo, con acento francés y dientes feos. Nadie que se acerque siquiera a esa descripción. Y no hace falta decir que los de los hoteles no son muy locuaces con los policías.

Marino caminaba conmigo por el vestíbulo y parecía no estar nada apurado por irse, como si tuviera algo en mente.

—¿Qué sucede? —pregunté—. Aparte de todo lo demás.

—Se suponía que Lucy debía estar ayer en Washington, Doc, para presentarse ante la junta de revisión. Le enviaron por avión a cuatro de los tipos de Waco para asesorarla. Y ella insiste en quedarse aquí hasta que Jo esté bien.

Salimos a la playa de estacionamiento.

—Todo el mundo lo entiende —continuó, mientras mi preocupación aumentaba—. Pero no es así como funcionan las cosas cuando el director del ATF se prepara para dar pelea y ella no se presenta.

—Marino, estoy seguro de que ella les avisó que… —Empecé a defenderla.

—Sí, claro. Les habló por teléfono y les prometió que estaría allá en un par de días.

—¿Ellos no pueden esperarla algunos días? —pregunté y abrí la puerta de mi auto.

—Todo el operativo fue grabado en vídeo —dijo él cuando me deslizaba en una butaca fría de cuero—. Y vieron la cinta una y otra vez.

Le di arranque al motor y la noche de pronto me pareció más oscura, más fría y más vacía.

—Quedan muchas preguntas por responder. —Metió las manos en los bolsillos del saco.

—¿Acerca de si el tiroteo estaba justificado? ¿Salvar la vida de Jo y la propia no es justificación suficiente?

—Creo que el principal problema es la actitud de Lucy, Doc. Ella es tan… bueno, tú sabes. Siempre está lista para atacar y pelear. Le pasa en todo lo que hace, que es la razón por la que sobresale siempre en todo. Pero también puede convertirse en un problema muy serio si se sale de control.

—¿Quieres subir al auto para no congelarte?

—Pienso seguirte hasta tu casa y, después tengo cosas que hacer. Lucy estará allí, ¿no?

—Sí.

—Porque si no es así no pienso dejarte sola. No con ese tipo suelto allá afuera.

—¿Qué puedo hacer con Lucy? —pregunté en voz baja.

Yo ya no sabía qué hacer. Tenía la sensación de que mi sobrina estaba fuera de mi alcance. A veces ni siquiera estaba segura de que me quisiera.

—Todo esto tiene que ver con Benton, ¿sabes? —agregó Marino—. Seguro. Ella está enojada con la vida en general y cada tanto estalla. Tal vez deberías mostrarle el informe de su autopsia, obligarla a enfrentar su muerte, hacer que ella se saque eso de adentro antes de que se haga daño.

—No, no haré una cosa así —dije, mientras una antigua pena se apoderaba de mí, pero ya no con tanta intensidad.

—Dios, qué frío hace. Y falta poco para que haya luna llena, que es exactamente lo que no quisiera ver ahora.

—Luna llena significa que, si él lo intenta de nuevo, nos resultará más fácil verlo —aseguré.

—¿Quieres que te siga?

—Estaré bien.

—Bueno, llámame si por alguna razón Lucy no está allí. No permitiré que te quedes sola.

Me sentí igual que Rose al conducir el auto de regreso a casa. Sabía exactamente lo que ella había querido decir acerca de convertirse en rehén del miedo, de los años, de la tristeza, de cualquier cosa o cualquier persona. Casi había llegado a mi vecindario cuando decidí dar media vuelta y dirigirme a la calle West Broad, donde cada tanto solía ir a la ferretería Pelanas, en la cuadra del dos mil doscientos. Era una vieja tienda de barrio que con los años se había expandido y por lo general tenía un surtido que abarcaba algo más que las herramientas y elementos de jardinería estándar.

Cuando yo iba de compras allí, nunca llegaba antes de las siete de la tarde, hora en que la mayoría de los hombres iban después del trabajo y recorrían los pasillos como niños deseosos de comprar juguetes. Había muchos autos, camiones y furgonetas en el estacionamiento, y caminé deprisa por el sector de muebles de jardín y herramientas eléctricas discontinuadas. Justo después de transponer la puerta, los bulbos de flores de primavera estaban en liquidación, igual que las latas de cuatro litros de pintura azul y blanca, que se encontraban apiladas en forma de pirámide.

No estaba segura de la clase de herramienta que buscaba, aunque sospechaba que el arma que mató a Bray era algo parecido a una piqueta o un martillo. Así que recorrí los pasillos con la mente abierta y vi clavos, tuercas, sujetadores, tornillos, bisagras, barretas y picaportes. Deambulé junto a miles de metros de soga y cuerda prolijamente enrollados, impermeabilizantes y selladores y prácticamente todo lo necesario en materia de plomería. No vi nada que me interesara, y tampoco en la inmensa sección de barras, ganchos y martillos.

Los caños no eran lo que buscaba, porque sus roscas no eran suficientemente gruesas ni espaciadas para haber dejado ese dibujo raro y a rayas que encontramos en el colchón de Bray. Las herramientas para gomería ni siquiera se acercaban a lo que buscaba. Comenzaba a desalentarme cuando llegué a la sección albañilería: vi la herramienta colgada de un gancho sujeto a un estante lejano y mi corazón empezó a latir a toda velocidad.

Parecía una piqueta de hierro negro con un mango en forma de espiral, que me hizo pensar en un resorte grueso y grande. Me acerqué y tomé una. Era pesada. Tenía un extremo aguzado y el otro plano y de corte, como un escoplo. La etiqueta decía que se trataba de un martillo cincelador y que costaba seis dólares con noventa y cinco centavos.

El joven empleado que me atendió no tenía idea de qué era un martillo cincelador e ignoraba que en la tienda hubiera algo semejante.

—¿No hay aquí nadie que lo sepa? —pregunté.

Se acercó a un intercomunicador y pidió la presencia de una asistente de gerencia llamada Julie. Ella llegó enseguida y me pareció demasiado decorosa y bien vestida para saber mucho de herramientas.

—Se la puede usar en las soldaduras, para quitar la escoria —me explicó—. Pero se la usa más en albañilería. Con ladrillos, piedra, lo que sea. Es una herramienta multipropósito, como seguramente sabrá con sólo mirarla. Y el punto anaranjado que tiene en la etiqueta significa que tiene un descuento del diez por ciento sobre el precio de venta.

—¿De modo que lo lógico sería que hubiera estas herramientas en algún lugar donde se realicen trabajos de albañilería? Debe de ser una herramienta bastante poco conocida —dije.

—A menos que esté en el ramo de la albañilería o quizá de la soldadura, no hay razones para conocerla.

Compré un martillo cincelador con el diez por ciento de descuento y conduje el auto hacia casa. Lucy no estaba allí cuando entré en el sendero, y confiaba en que hubiera ido al hospital de la Facultad de Medicina a recoger a Jo y traerla a casa. Un banco de nubes avanzaba, al parecer desde ninguna parte, y me pareció que podría nevar. Metí el auto en el garaje marcha atrás, entré en casa y fui directo a la cocina. Saqué del freezer un paquete de pechugas de pollo y las puse en el horno de microondas para que se descongelaran.

Vertí salsa parrillera sobre el martillo cincelador, en especial sobre el mango en forma de espiral, lo dejé caer y lo enrollé sobre una funda blanca de almohada. El diseño era inconfundible. Me puse a golpear las pechugas de pollo con los dos extremos de esa ominosa herramienta de hierro negro y reconocí enseguida la forma de los agujeros que dejó. Llamé a Marino. No estaba en casa. Marqué el número de su pager. Me llamó quince minutos más tarde. A esa altura ya mis nervios estaban por estallar.

—Lo siento —dijo—. Se agotó la batería de mi teléfono y tuve que encontrar uno público.

—¿Dónde estás?

—Dando vueltas con el auto. Hicimos que el avión de la policía estatal volara en círculos sobre el río e iluminara todo con un reflector. Así, a lo mejor, los ojos del hijo de puta brillan en la oscuridad como los de un perro. ¿Viste el cielo? Maldición, anuncian que tendremos como quince centímetros de nieve. Ya empezó a caer.

—Marino, Bray fue asesinada con un martillo cincelador —le informé.

—¿Qué demonios es eso?

—Se lo usa en albañilería. ¿Sabes si hay alguna obra en construcción a lo largo del río que utilice piedra, ladrillos o algo así? Por si él consiguió allí la herramienta porque duerme en ese lugar.

—¿Dónde encontraste un martillo cincelador? Creí que te volvías directo a tu casa. Me molesta que hagas eso.

—Estoy en casa —dije con impaciencia—. Y también quizás él lo esté en este momento. Tal vez se trate de un lugar donde construyen un camino o levantan una pared.

Marino calló un momento.

—Me pregunto si se usa una herramienta así para instalar un techo de pizarras —dijo—. Hay una vieja casona oculta detrás de unos portones, al fondo de Windsor Farms, justo sobre el río. Y allí están poniendo un nuevo techo de pizarra.

—¿Vive alguien allí?

—Ni se me ocurrió averiguarlo, porque los obreros de la construcción andan de aquí para allá todo el día. Nadie vive allí. Está en venta.

—Nuestro hombre podría estar adentro durante el día y salir cuando oscurece y los obreros ya se han ido —dije—. Quizá no activan la alarma por temor a que el ruido de la construcción la haga sonar.

—Ya mismo voy para allá.

—Marino, por favor no vayas solo.

—Tengo gente del ATF por todas partes.

Armé un fuego en la chimenea y cuando salí en busca de más leña, la luna era un rostro desdibujado detrás de nubes bajas. Transporté los leños con un brazo y sostuve mi revólver con la otra mano, mientras estaba alerta a cada sombra y a cada sonido. La noche parecía erizada por el miedo. Me apuré a entrar en casa y volví a activar la alarma.

Me senté en el living, las llamas lamían la garganta tiznada de la chimenea y me puse a trabajar en bosquejos. Traté de reconstruir la forma en que el asesino habría obligado a Bray a volver al dormitorio sin infligirle ni un solo golpe. A pesar de los años que ella había pasado en tareas administrativas, era una policía entrenada. ¿Cómo hizo él para incapacitarla con tanta facilidad sin, al parecer, que hubiera lucha ni lesiones? Mi televisor estaba encendido y cada media hora los canales locales presentaban flashes informativos.

El así llamado hombre lobo no se habría sentido complacido con lo que se decía, suponiendo que tuviera acceso a la radio o la televisión.

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