Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online
Authors: Patricia Cornwell
Tags: #Policíaco, Thriller
—¡Dios mío! —exclamó Posner—. Qué pensamiento más truculento.
Cuando volví a mi oficina, encontré a Marino sentado en una silla junto a mi escritorio.
—Tienes el aspecto de no haber dormido en toda la noche —me dijo mientras bebía café.
—Lucy huyó a Nueva York. Y yo hablé con Jo y con sus padres.
—¿Lucy hizo qué?
—Ya viene para aquí. Está todo bien.
—Bueno será mejor que se cuide. No es un buen momento para que haga esas cosas.
—Marino —me apresuré a decir—, es posible que el asesino se bañe en los ríos con la idea de que eso podría curarlo de su trastorno. Me pregunto si se aloja en algún lugar cerca del James.
Lo pensó un momento y en su cara apareció una expresión extraña. En ese momento se oyeron en el hall pisadas de alguien que corría.
—Esperemos que no haya por esa zona ninguna vieja mansión de cuyo dueño no se haya sabido nada desde hace tiempo —agregó Marino—. Tengo un mal presentimiento.
Y de pronto Fielding entró en mi oficina y se puso a gritarle a Marino.
—¡Qué demonios te pasa!
Fielding tenía las venas y arterias del cuello muy hinchadas y su cara estaba de un rojo subido. Yo nunca lo había oído gritarle así a nadie.
—¡Dejaste que los malditos de la prensa lo supieran antes de que nosotros tuviéramos tiempo de ir a la escena del crimen! —lo acusó.
—Epa —dijo Marino—. Cálmate. ¿Qué es lo que les conté a los de la prensa?
—Que Diane Bray ha sido asesinada —respondió Fielding—. Ya lo anunciaron en todos los informativos. Y tienen en custodia a un sospechoso. La detective Anderson.
Estaba muy nublado y había comenzado a llover cuando llegamos a Windsor Farms, y parecía extraño pasar en el automóvil negro de la oficina frente a mansiones estilo Georgiano y Tudor ubicadas en terrenos amplios debajo de árboles antiguos.
Jamás supe que a mis vecinos les preocupara demasiado el crimen. Todo parecía indicar que el dinero de las familias antiguas y las calles elegantes con nombres ingleses habían creado una fortaleza de falsa seguridad. Yo no tenía dudas de que eso estaba a punto de cambiar.
La dirección de Diane Bray estaba en los límites exteriores del vecindario, allí donde la Autopista del Centro corría ruidosa y continuamente del otro lado de un muro de ladrillos. Cuando doblé en su calle angosta, se me fue el alma a los pies. Había periodistas por todos lados. Sus automóviles y los camiones de la gente de televisión bloqueaban el tráfico y superaban en una proporción de tres a uno a los vehículos policiales frente a una casa blanca estilo Cape Cod con techo a la holandesa que parecía pertenecer a Nueva Inglaterra.
—Esto es lo más que puedo acercarme —le dije a Marino.
—Eso lo veremos —contestó él y movió la manija de la puerta de su lado.
Se bajó en medio de una lluvia fuerte y se abalanzó hacia una furgoneta de una emisora radial que se encontraba estacionada a medias en el parque del frente de la casa de Bray. El conductor bajó la ventanilla y tuvo la mala idea de acercarle un micrófono a Marino.
—¡Muévase! —le gritó Marino con violencia en la voz.
—Capitán Marino, ¿puede usted verificar…?
—¡Mueva esa furgoneta de porquería, ya!
Se oyó el chirriar de neumáticos y por el aire saltaron césped y barro cuando el conductor hizo retroceder la furgoneta. Se detuvo en el centro de la calle y Marino le lanzó una patada a uno de los neumáticos traseros.
—¡Muévase! —le ordenó.
Con los limpiaparabrisas funcionando a toda velocidad, el conductor sacó la furgoneta de allí y la estacionó en el parque de alguna otra persona, dos casas más allá. La lluvia me golpeó la cara y fuertes ráfagas de viento me empujaron como una mano cuando saqué de la parte de atrás del automóvil mi maletín.
—Espero que tu último acto de cortesía no se transmita por los medios de información —dije cuando llegué adonde estaba Marino.
—¿Quién demonios está a cargo de esto?
—Espero que tú —dije y comencé a caminar deprisa con la cabeza inclinada contra el viento.
Marino me tomó del brazo. Un coche color azul oscuro se encontraba estacionado en el sendero de la casa de Bray. Detrás había estacionado un patrullero policial; adelante había un agente y otro atrás, junto a Anderson. Ella parecía enojada e histérica; sacudía la cabeza, y hablaba rápido con palabras que yo no podía oír.
—¿Doctora Scarpetta? —Un reportero de televisión enfiló hacia mí, seguido por el camarógrafo.
—¿Reconoces nuestro auto alquilado? —me dijo Marino en voz baja, y el agua corría por su cara mientras miraba fijo el coche azul oscuro con la chapa patente familiar RGG-7112.
—¿Doctora Scarpetta?
—Sin comentarios.
Anderson nos miró cuando pasamos junto al patrullero.
—¿Puede decirme…? —Los periodistas eran implacables.
—No —contesté y subí rápido los escalones del frente.
—Capitán Marino, tengo entendido que la policía vino aquí porque recibió un dato.
La lluvia azotaba y los motores rugían. Nos agachamos para pasar debajo de la cinta amarilla que cercaba escenas del crimen y se extendía de una barandilla a la otra. De pronto, la puerta se abrió de par en par y un policía llamado Butterfield nos hizo pasar.
—No saben cuánto me alegro de verlos —nos dijo a los dos—. Creí que estaba de licencia —agregó, mirando a Marino.
—Sí, tienes razón, vaya si me licenciaron.
Nos pusimos guantes y Butterfield cerró la puerta detrás de nosotros. Tenía la cara tensa y su atención se dispersaba en todas direcciones.
—Dímelo todo —le ordenó Marino, mientras con la vista escrutaba el foyer y el living, más al fondo.
—Recibimos un llamado telefónico al 911 desde un teléfono público que hay no muy lejos de aquí. Y, cuando llegamos, esto fue lo que encontramos. Alguien la molió a golpes —dijo Butterfield.
—¿Qué más? —preguntó Marino.
—Abuso deshonesto. Y, según parece, también robo. La billetera estaba en el suelo, no había dinero adentro, y todo lo demás de la cartera se encontraba esparcido por el piso. Cuidado por dónde pisan —agregó, como si nosotros no supiéramos cómo conducirnos.
—Maldición, parece que ella tenía mucho dinero, esto no es chiste —se maravilló Marino al contemplar los finos muebles de la muy costosa casa de Bray.
—Todavía no vieron nada —comentó Butterfield.
Lo primero que me impresionó fue la colección de relojes que había en el living. Había relojes de pie y de pared, relojes colgantes, relojes con calendario y carrillón y relojes de fantasía, todos ellos antiguos y perfectamente sincronizados. Semejante conjunto de tictacs me volvería loca si viviera en medio de ese monótono recordatorio del paso del tiempo.
Sin duda a ella le gustaban las antigüedades inglesas imponentes y poco acogedoras. Un sofá con un extremo en forma de voluta y una biblioteca giratoria con divisores en forma de libros encuadernados en cuero enfrentaban el televisor. Aquí y allá había sillones rígidos de caoba lustrada, con tapizado muy ornamentado. Un inmenso aparador teñido de negro se cernía sobre toda la habitación. Los gruesos cortinados de damasco dorado estaban descorridos y una serie de telas de araña parecían puntillas sobre las cenefas plisadas. No había allí ninguna obra de arte, ni un solo cuadro o escultura, y con cada detalle que veía, la personalidad de Bray se volvía más fría, dominante y altanera. Ella me gustaba cada vez menos. Eso era algo difícil de reconocer por tratarse de alguien que acababa de morir molida a golpes.
—¿De dónde sacó tanto dinero? —pregunté.
—Ni idea —contestó Marino.
—Todos nos hemos preguntado eso desde que ella llegó aquí —comentó Butterfield—. ¿Vieron su automóvil?
—No —respondí.
—Un maldito Jaguar color rojo fuego. Está en el garaje. Parece ser modelo noventa y ocho o noventa y nueve. No quiero ni pensar en lo que habrá costado. —El detective sacudió la cabeza.
—Alrededor de dos años de romperse el traste trabajando —acotó Marino.
—Dígamelo a mí.
Hablaban del gusto y la riqueza de Bray como si su cuerpo muerto y apaleado no existiera. No vi ningún indicio de que se hubiera producido una pelea en el living ni de que alguien usara mucho esa habitación o la limpiara a fondo.
La cocina estaba a la derecha del living; miré hacia adentro y, una vez más, no vi rastros de sangre ni ninguna otra señal de violencia. Tampoco la cocina parecía un ambiente vivido. Las mesadas y la cocina misma estaban impecables. No vi comida; sólo una bolsa de café de Starbucks y una pequeña bodega en la que había tres botellas de merlot.
Marino pasó junto a mí, entró en la cocina y abrió la heladera con sus manos enguantadas.
—Da la impresión de que no cocinaba mucho —dijo al observar los estantes bastante vacíos.
En la heladera había un cuarto litro de leche descremada, mandarinas, margarina, una caja de cereal y condimentos. El freezer no contenía más que promesas.
—Es como si ella nunca estuviera en casa, o comiera siempre afuera —agregó Marino y pisó el pedal para abrir la tapa del tacho de basura.
Metió la mano adentro y sacó dos pedazos de una caja rota de pizza de Domino's, una botella vacía de vino y tres de cerveza St.Pauli Girl. Armó los trozos de la factura de venta.
—Una pizza mediana de longaniza, con queso doble —murmuró—. La pidió anoche a las cinco y cincuenta y tres.
Siguió revisando el contenido del tacho de basura y encontró servilletas de papel arrugadas, tres porciones de pizza y por lo menos una docena de colillas de cigarrillos.
—Bueno, esto es algo —dijo—. Bray no fumaba. Parece que anoche tuvo visitas.
—¿A qué hora llegó el llamado al nueve-uno-uno?
—A las nueve y cuatro minutos. Hace aproximadamente una hora y cuarto. Y a mí no me parece que esta mañana se haya preparado café, leído el periódico o hecho ninguna otra cosa.
»Estoy bastante seguro de que esta mañana ya estaba muerta —comentó Butterfield.
Seguimos adelante, por un pasillo alfombrado, hasta el dormitorio principal en el fondo de la casa. Cuando llegamos a la puerta abierta, los dos nos detuvimos. La violencia parecía absorber toda la luz y todo el aire. Su silencio era total; sus manchas y su destrucción estaban en todas partes.
—Dios mío —dijo Marino en voz baja.
Las paredes blancas, el piso, el cielo raso, los sillones con almohadones, la chaise longue, estaban todos salpicados de tal manera de sangre que casi parecía parte del plan de un diseñador. Pero esas gotas, manchas y franjas no eran producto del teñido ni de la pintura: eran fragmentos de una terrible explosión causada por una bomba humana psicópata. Las motas y manchas ensuciaban espejos antiguos, y el piso estaba repleto de charcos de sangre coagulada y salpicaduras. La enorme cama camera estaba empapada de sangre y, curiosamente, despojada de sus sábanas.
Diane Bray había sido golpeada con tanto salvajismo que me habría sido imposible determinar cuál era su raza. Estaba tendida de espaldas, y su blusa de satén verde y su corpiño negro estaban tirados en el piso. Los recogí. Habían sido arrancados de su cuerpo. En cada centímetro de piel había diseños de sangre seca que me recordaron una vez más los realizados por dactilopintura, y su rostro era una masa informe de huesos astillados y tejidos aplastados. En la muñeca izquierda llevaba un reloj pulsera de oro hecho añicos. En un dedo de la mano derecha, una alianza de oro había sido golpeada hasta incrustarla en el hueso.
Durante un buen rato nos quedamos mirando la escena. Ella estaba desnuda de la cintura para arriba. Sus pantalones de corderoy negro no parecían haber sido tocados. Tenía mordidas las plantas de los pies y las palmas de las manos, y esta vez el hombre lobo no se había molestado en tratar de eliminar esas marcas de mordeduras. Eran círculos de dientes muy angostos y muy espaciados, que no parecían humanos. Él había mordido, chupado y golpeado, y la degradación total de Bray, la mutilación, en especial en su rostro, eran un grito de furia. Gritaba que tal vez conocía a su asesino, igual que las otras víctimas del hombre lobo.
Sólo que él no las conocía a ellas. Antes de que él se presentara en la puerta, él y sus víctimas jamás se habían visto, salvo en las fantasías infernales de él.
—¿Qué le pasa a Anderson? —le preguntaba Marino a Butterfield.
—Cuando se enteró de esto, enloqueció.
—Qué interesante. ¿O sea que no tenemos un detective aquí?
—Marino préstame tu linterna, por favor —dije.
Fui iluminando toda la habitación. Había manchas de sangre en la cabecera de la cama y en la lámpara de la mesa de luz, causadas cuando el impacto de los golpes o de los tajos proyectó pequeñas gotas desde el arma. Había también manchas de baja velocidad, sangre que había goteado sobre la alfombra. Me agaché, revisé el piso ensangrentado de madera contiguo a la cama, y encontré más pelos largos y claros. También estaban sobre el cuerpo de Bray.
—La orden que recibimos fue de proteger la escena y esperar a un supervisor —dijo uno de los policías.
—¿Qué supervisor? —preguntó Marino.
Iluminé en forma oblicua las huellas sangrientas de pies que había junto a la cama. Tenían un diseño especial y levanté la vista hacia los policías que había en la habitación.
—Bueno, creo que el mismo jefe. Me parece que quiere evaluar la situación antes de que se haga nada —le decía Butterfield a Marino.
—Bueno, eso es una reverenda mierda —definió Marino—. Cuando venga, puede quedarse afuera en la lluvia.
—¿Cuántas personas han estado dentro de este cuarto? —pregunté.
—No lo sé —respondió uno de los policías.
—Si usted no lo sabe, entonces fueron demasiados —repliqué—. ¿Alguno de ustedes tocó el cuerpo? ¿Cuánto se acercaron a él?
—Yo no lo toqué.
—Yo tampoco.
—¿De quién son esas huellas de pisadas? —pregunté y las señalé—. Necesito saberlo, porque si no son de ustedes, entonces el asesino se quedó aquí suficiente tiempo como para que la sangre se secara.
Marino observó los pies de los policías. Ambos usaban zapatos negros. Marino se puso en cuclillas y observó el leve diseño que tenía la huella.
—¿Podría pertenecer a una suela Vibram? —preguntó con ironía.
—Necesito ponerme a trabajar —dije y saqué hisopos y un termómetro químico de mi maletín.
—¡Aquí adentro hay demasiada gente! —anunció Marino—. Copper, Jenkins, encuéntrense alguna otra cosa útil que hacer.