Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online
Authors: Patricia Cornwell
Tags: #Policíaco, Thriller
Esa cicatriz fue siempre el recordatorio de un pecado. Y, ahora, parecía convertir su muerte en un castigo que culminaba en el hecho de que yo reviviera todo lo descrito en los informes porque yo lo había visto antes, y esas imágenes me derribaron al piso, donde permanecí llorando y murmurando su nombre.
No oí que alguien llamaba a la puerta hasta que comenzaron a resonar golpes muy fuertes.
—¿Quién es? —pregunté con voz ronca y destruida.
—¿Qué te pasa? —gritó Marino a través de la puerta.
Con esfuerzo me levanté y casi perdí el equilibrio cuando lo hice pasar.
—Hace cinco minutos que golpeo… —comenzó a decir él—. Dios mío, ¿qué demonios te sucede?
Yo le di la espalda y me acerqué a la ventana.
—Doc, ¿qué pasa? Dime qué pasa. —Parecía asustado—. ¿Sucedió algo?
Se me acercó y me puso las manos en los hombros, y era la primera vez que lo hacía en todos los años desde que lo conocía.
—Cuéntame. ¿Qué son todos esos diagramas corporales y papeles que hay sobre tu cama? ¿Lucy está bien?
—Déjame en paz —dije.
—¡No hasta que me digas qué sucede!
—Vete.
Él apartó las manos y sentí frío allí donde habían estado apoyadas. Sentí nuestra distancia. Él atravesó la habitación. Lo oí levantar los faxes. Estaba callado.
Entonces dijo:
—¿Qué mierda estás haciendo? ¿Tratas de volverte loca? ¿Para qué demonios quieres ver esta clase de cosas? —Su voz creció tanto como su dolor y su pánico—. ¿Por qué? ¡Has perdido el juicio!
Me di media vuelta y me abalancé hacia él. Le quité los faxes y se los sacudí en la cara. Las copias de los diagramas corporales, los informes de toxicología y de las pruebas presentadas, el certificado de defunción, la etiqueta del dedo del pie, los registros dentales, lo que contenía su estómago, todo comenzó a flotar y a caer sobre la alfombra como hojas muertas.
—¡Es culpa tuya! —le grité—. ¡Tuviste que abrir tu sucia boca y decir que Benton no estaba muerto! De modo que ahora lo sabemos, ¿no? Léelo tú mismo, Marino.
Me senté en el borde de la cama y me sequé los ojos y la nariz con las manos.
—Léelo y no vuelvas a hablarme más de eso —dije—. No vuelvas a decirme jamás una cosa así. No se te ocurra decir que está vivo. No me lo vuelvas a hacer nunca más.
Sonó la campanilla del teléfono. Él contestó.
—¡Qué! —dijo—. ¿Ah, sí? —agregó después de una pausa—. Bueno, tienen razón. ¡Estamos haciendo un barullo bárbaro, y si a usted se le ocurre mandar a aquí a los de seguridad, yo se los enviaré de vuelta, porque soy policía y en este momento estoy de un humor de los mil demonios!
Y estrelló el tubo en el soporte. Se sentó en la cama junto a mí. También a él se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Y ahora, ¿qué hacemos, Doc? ¿Qué demonios hacemos, eh?
—Benton quería que cenáramos juntos para que nos peleáramos y nos odiáramos y lloráramos así —murmuré, mientras las lágrimas descendían por mi cara—. Él sabía que nos agrediríamos y nos culparíamos mutuamente porque era la única manera de que nos desahogáramos y lo soltáramos.
—Sí, supongo que trazó un perfil psicológico de nosotros también —admitió Marino—. Sí, debe de haberlo hecho. Como si supiera lo que pasaría y cuál sería nuestra reacción.
—Él me conocía —murmuré—. Dios, vaya si me conocía. Sabía que lo manejaría peor que todos los demás. Yo no lloro. ¡No quiero llorar! Aprendí a no hacerlo cuando mi padre agonizaba, porque llorar era sentir y el dolor era demasiado grande. Fue como si yo pudiera volverme seca por dentro. Estoy destruida, Marino. No me creo capaz de superarlo. Tal vez sería bueno que también a mí me despidieran. O renunciar.
—Eso no sucederá —dijo él.
Como no contesté, Marino se puso de pie, encendió un cigarrillo y comenzó a pasearse por la habitación.
—¿Quieres cenar algo?
—Sólo necesito dormir —respondí.
—Quizá te convendría salir de este cuarto.
—No, Marino.
Tomé un Benadryl y a la mañana siguiente me sentí torpe y agotada cuando me obligué a levantarme. Me miré en el espejo del baño y vi que tenía los ojos hinchados y cansados. Me salpiqué agua fría en la cara, me vestí y tomé un taxi a las siete y media, esta vez sin la ayuda de Interpol.
El Institut Médico-Légal, un edificio de tres plantas de ladrillo rojo y piedra caliza, estaba en el sector este de la ciudad. El Voie Expressway lo separaba del Sena, que esta mañana tenía el color de la miel. El chofer del taxi me dejó en el frente, desde donde caminé por un parque pequeño y hermoso con prímulas, pensamientos, margaritas, flores silvestres y viejos plátanos. Una pareja joven que se besaba en un banco y un anciano que sacaba a caminar a su perro parecían ajenos al claro hedor a muerte que se filtraba por las ventanas con rejas y la puerta de hierro negro del frente del Institut.
Ruth Stvan era famosa por la forma poco habitual con que manejaba el lugar. Los visitantes eran recibidos por recepcionistas, de modo que cuando los deudos de los muertos transponían la puerta, enseguida eran interceptados por una persona bondadosa que los ayudaba a encontrar el camino, y una de esas recepcionistas fue la que me atendió a mí. Me condujo por un largo pasillo azulejado donde los investigadores esperaban sentados en sillas azules, y capté bastante de lo que decían como para darme cuenta de que alguien había saltado por una ventana la noche anterior.
Seguí a mi guía silenciosa y pasamos frente a una pequeña capilla con vitrales, donde una pareja lloraba junto al féretro abierto donde yacía un muchacho joven. Por lo visto, en Francia manejaban a los muertos de manera diferente de lo que lo hacíamos nosotros. En los Estados Unidos no había tiempo ni fondos para recepcionistas, capillas ni ternura; una sociedad en la que las víctimas de tiroteos nos llegaban a diario y nadie protegía a sus familiares.
La doctora Stvan trabaja en un caso en la Salle d'Autopsie, así designada por un cartel ubicado sobre puertas que se abrían en forma automática. Cuando entré, me sobrecogió de nuevo la ansiedad. No debería haber ido a ese lugar. No sabía qué diría. Ruth Stvan colocaba en ese momento un pulmón en una balanza colgante, y tenía salpicaduras de sangre en su bata verde y en sus anteojos. Yo sabía que su caso era el hombre que había saltado por la ventana. Tenía la cara destrozada, los pies convertidos en una herida abierta y las tibias desplazadas hacia los muslos.
—Déme un minuto, por favor —me pidió la doctora Stvan.
Se realizaban allí otras autopsias, y los médicos usaban batas blancas. Sobre un pizarrón había nombres y números de casos. Una sierra Stryker abría en ese momento un cráneo mientras el agua corría con fuerza en las piletas. La doctora Stvan trabajaba rápida y enérgicamente, era rubia, tenía estructura grande y era mayor que yo. Recordé que, cuando estábamos en Ginebra, no había tenido una actitud muy sociable.
La doctora Stvan cubrió su caso sin terminar con una sábana y se quitó los guantes. Comenzó a desatarse la bata en la espalda mientras caminaba hacia mí con pasos fuertes y seguros.
—¿Cómo le va? —preguntó.
—Bueno, no estoy muy segura —respondí.
—Sígame, por favor, y así podremos hablar mientras me lavo. Después tomaremos un café.
Me llevó a un pequeño vestuario y dejó caer su bata en un cesto para ropa. Las dos nos lavamos las manos con jabón desinfectante y ella también se cepilló la cara y se la secó con una toalla azul y áspera.
—Doctora Stvan —dije—, es obvio que no estoy aquí para mantener una conversación amistosa con usted ni para enterarme de cómo es aquí el sistema de médicos forenses. Las dos lo sabemos.
—Desde luego —respondió ella y me miró a los ojos—. Yo no soy suficientemente amiga suya como para que esto sea una visita social. —Sonrió un poco—. Sí, nos conocimos en Ginebra, doctora Scarpetta, pero no nos tratamos socialmente. Una lástima, de verdad. Por aquel entonces éramos tan pocas las mujeres.
Siguió hablando mientras caminábamos por el pasillo.
—Cuando usted me llamó, supe de qué se trataba porque yo fui la que pidió que viniera —añadió.
—Me pone un poco nerviosa oírla decir eso —repliqué—. Como si ya no lo estuviera bastante.
—Nuestras metas en la vida son las mismas. Si usted fuera yo, la visitaría, ¿no lo entiende? Le diría: no podemos permitir que esto continúe. No podemos dejar que otras mujeres mueran de esta manera. Ahora en los Estados Unidos, en Richmond. Este hombre lobo es un monstruo.
Entramos en su oficina, en la que no había ventanas y donde de cada superficie se derramaban pilas de carpetas, publicaciones y memos. Ella tomó el teléfono, marcó el número de una extensión y pidió que nos trajeran café.
—Por favor, póngase cómoda, si eso es posible. Yo despejaría un poco todo esto, pero no tengo dónde poner las cosas.
Acerqué una silla a su escritorio.
—Me sentí muy fuera de lugar cuando estuvimos en Ginebra —confesó al cerrar la puerta, como si su mente hubiera pegado un salto hacia atrás con ese recuerdo—. Y parte del motivo es el sistema que impera aquí, en Francia. Los patólogos forenses están aquí completamente aislados y eso no ha cambiado y quizá no cambie durante lo que me queda de vida. No se nos permite hablar con nadie, lo cual no es siempre malo porque a mí me gusta trabajar sola.
Encendió un cigarrillo.
—Yo hago un inventario de las lesiones y le cuento a la policía toda la historia, si ellos lo desean. Cuando se trata de un caso especial, hablo personalmente con el magistrado y tal vez consigo lo que necesito, o tal vez no. A veces, cuando planteo algún interrogante, no designan ningún laboratorio para las pruebas, ¿puede entenderlo?
—Entonces, en cierto sentido —dije—, su única misión es descubrir la causa de la muerte.
Ella asintió.
—Para cada caso, recibo del magistrado la misión de determinar la causa de la muerte, y eso es todo.
—En realidad, no investiga.
—No como lo hace usted. No como yo quisiera hacerlo —contestó y soltó humo por un costado de la boca—. Verá, el problema con la justicia francesa es que el magistrado es independiente. Yo sólo puedo presentarle mi informe al magistrado que me nombró, y sólo el ministro de justicia puede quitarle un caso y dárselo a otro magistrado. De modo que, si se presenta un problema, yo no tengo poder para hacer nada al respecto. El magistrado hace lo que quiere con mi informe. Si yo digo que se trata de homicidio y él no está de acuerdo, así quedan las cosas. No es problema mío. Ésa es la ley.
—¿Él puede cambiar su informe? —La sola idea me resultaba un ultraje.
—Por supuesto que sí. Yo estoy sola contra todos. Y sospecho que a usted le ocurre otro tanto. —No quise pensar en lo sola que estaba yo.
—Tengo plena conciencia de que podría ser muy peligroso que se supiera que estamos hablando, en especial peligroso para usted… —comencé a decir.
Ella levantó una mano para hacerme callar. La puerta se abrió y la misma mujer joven que me había escoltado entró con una bandeja con café, crema y azúcar. La doctora Stvan le agradeció y le dijo algo más en francés que no entendí. La mujer asintió, se fue en silencio y cerró la puerta.
—Le dije que no me pasara ningún llamado —me informó la doctora Stvan—. Necesito aclararle que el magistrado que me nombró es alguien que respeto mucho. Pero hay presiones sobre él, si entiende lo que quiero decir. Las hay incluso sobre el ministro de justicia. No sé de dónde procede todo, pero no se hizo ningún trabajo de laboratorio en estos casos, que es la razón por la que la enviaron aquí.
—¿Me enviaron? Creí entender que usted había pedido verme.
—¿Cómo le gusta el café? —preguntó la doctora Stvan.
—¿Quién le dijo que me enviaron aquí?
—Bueno, por cierto la enviaron para que le revelara mis secretos, y yo se los comunicaré con todo gusto. ¿Azúcar y crema?
—No, negro.
—Cuando esa mujer fue asesinada en Richmond, me dijeron que la mandarían aquí si yo estaba dispuesta a hablar con usted.
—¿De modo que usted no fue la que pidió que viniera?
—Jamás se me habría pasado por la cabeza pedir nada así, porque nunca hubiera imaginado que ese pedido me sería otorgado.
Pensé en el jet privado, en el Concorde y en el resto de las cosas.
—¿Podría convidarme con un cigarrillo? —pregunté.
—Lamento no habérselo ofrecido. Creí que no fumaba.
—No lo hago. Esto es sólo un paréntesis que viene durando alrededor de un año. ¿Usted sabe quién me envió aquí, doctora Stvan?
—Alguien con suficiente influencia como para traerla en forma casi instantánea. Fuera de eso, no lo sé.
Pensé en el senador Lord.
—Estoy agotada por todo lo que ese hombre lobo me ha traído. Ocho mujeres ahora —dijo, y en sus ojos apareció una expresión apenada.
—¿Qué puedo hacer yo, doctora Stvan?
—No existe ninguna prueba de que fueran violadas por vía vaginal —aclaró—. O sodomizadas. Tomé muestras de las marcas de mordeduras, muy extrañas, con molares ausentes, oclusión y dientes pequeños y muy espaciados. Recogí pelos y todo el resto. Pero volvamos al primer caso, cuando todo se volvió extraño.
»Como cabía esperar, el magistrado me pidió que entregara al laboratorio todas las pruebas. Pasaron semanas, después meses, sin que volviera a mis manos algún resultado. A partir de entonces, aprendí. Con los casos siguientes que se creían obra del hombre lobo, no me pidieron que le pasara nada a nadie.
Quedó callada un momento, al parecer con la mente en otra parte.
Entonces dijo:
—Ese hombre lobo es bien raro. Eso de morder las palmas de las manos, las plantas de los pies. Debe de tener algún significado para él. Yo jamás vi nada igual. Y ahora, usted debe vérselas con él, como lo hice yo.
Hizo una pausa, como si lo que iba a decir fuera muy penoso.
—Por favor, tenga mucho cuidado, doctora Scarpetta. Él vendrá por usted como lo hizo conmigo. Verá, yo soy la que sobrevivió.
Yo quedé demasiado impresionada para hablar.
—Mi marido es chef en Le Dome. Casi nunca está en casa por las noches, pero Dios quiso que estuviera enfermo en cama cuando ese ser vino a mi puerta hace varias semanas. Llovía. Él dijo que acababa de tener un accidente con el auto y necesitaba llamar a la policía. Por supuesto, mi primer impulso fue ayudarlo. Quería estar segura de que no estuviera herido. Me preocupó mucho.