Read Codigo negro (Identidad desconocida) Online
Authors: Patricia Cornwell
Tags: #Policíaco, Thriller
—En primer lugar, confiamos en que el hombre lobo hable. Si queda detenido por una serie de homicidios, en especial el de Virginia… Bueno, tendremos en nuestras manos un arma. Para no mencionar —sonrió— que si identificamos a los hijos de monsieur Chandonne, tendremos un motivo para registrar su preciosa casa de trescientos años de antigüedad en la Île Saint-Louis, sus oficinas, sus conocimientos de embarque, etcétera, etcétera.
—Suponiendo que pesquemos al hombre lobo —dije.
—Debemos hacerlo.
Su mirada se cruzó con la mía y la sostuvo durante un momento prolongado y tenso.
—Kay, necesitamos que usted pruebe que el asesino es el hermano de Thomas.
Tomó el paquete de cigarrillos y me lo ofreció. Yo no lo toqué.
—Es posible que usted sea nuestra única esperanza —añadió—. Es la mejor oportunidad que hemos tenido hasta el momento.
—Marino y yo podríamos estar en grave peligro si nos acercamos más a la verdad —dije.
—La policía no puede entrar en la morgue de París y hacer preguntas —dijo—. Ni siquiera los de la policía secreta. Y tampoco puede hacerlo aquí nadie de Interpol.
—¿Por qué no? ¿Por qué no puede entrar allí la policía parisiense?
—Porque la médica forense que se ocupó de los casos no quiere hablar con ellos. No confía en nadie, y no la culpo. Pero sí parece confiar en usted.
Yo no dije nada.
—Debería sentirse motivada después de lo que les pasó a Lucy y a Jo.
—Eso no es justo.
—Lo es, Kay. Demuestra lo peligrosas que son esas personas. Trataron de volarle los sesos a su sobrina. Y, después, trataron de quebrarla. Todo eso no es una abstracción para usted, ¿verdad que no?
—La violencia nunca es una abstracción para mí. —Sentí que un sudor frío descendía por mi cara.
—Pero es diferente cuando se trata de alguien que usted ama —insistió Talley—. ¿No?
—No me diga qué debo sentir.
—Abstracción o no, sentimos las fauces frías y despiadadas cuando se cierran sobre alguien que nos importa. —Talley no quería darse por vencido—. No permita que esos malvados le hagan eso a nadie más. Usted tiene una deuda. Lucy se salvó.
—Yo debería estar en casa con ella —dije.
—La ayudará más aquí. Ayudará también más a Jo.
—No necesito que usted me diga lo que es mejor para mi sobrina o su amiga. O para mí, ya que estamos.
—Para nosotros, Lucy es una de nuestras mejores agentes. Para nosotros, Lucy no es su sobrina.
—Supongo que eso debería alegrarme.
—Ya lo creo que sí.
Su atención se centró en mi cuello y un poco más abajo. Sentí su mirada como una brisa que sólo ejercía su efecto sobre mí, y después la fijó en mis manos.
—Dios, qué fuertes que son —dijo y tomó una—. El cuerpo que apareció en el contenedor. Kim Luong. Ésos son casos suyos, Kay. —Observó con atención mis dedos, la palma de mi mano—. Usted conoce todos los detalles. Usted sabe qué preguntas hacer, qué buscar. Tiene sentido que usted vaya a verla.
—¿A quién? —aparté la mano y me pregunté si alguien nos estaría viendo.
—A Madame Stvan. Ruth Stvan. La directora de medicina legal y jefa de médicos forenses de Francia. Ustedes dos se conocen.
—Por supuesto que sé quién es, pero nunca nos vimos.
—En Ginebra, en 1988. Ella es suiza. Cuando usted la conoció ella no estaba casada. Su apellido de soltera es Dürenmatt.
Me observó para ver si lo recordaba. No fue así.
—Ustedes estuvieron juntas en un panel. «Síndrome de muerte infantil súbita».
—¿Me puede decir cómo lo sabe?
—Estaba en su curriculum —contestó, divertido.
—Le aseguro que mi curriculum no la menciona para nada —respondí, a la defensiva.
Sus ojos no dejaban de mirarme. Yo no podía dejar de mirarlo y me costaba pensar.
—¿Irá a verla? —preguntó—. No resultaría raro que usted cayera allá a saludar a una vieja amiga mientras se encuentra de visita en París, y ella ya aceptó verla. Ésa es en realidad la razón por la que usted está aquí.
—Qué bueno que me avisó —dije, mientras mi indignación aumentaba.
—Tal vez no pueda hacer nada. Quizás ella no sepa nada. A lo mejor no hay ningún otro detalle que pueda darnos para ayudarnos con nuestro problema. Pero creemos que no es así. Es una mujer muy inteligente y ética que ha tenido que trabajar mucho contra un sistema que no siempre está del lado de la justicia. ¿Cree que podrá hacerla hablar?
—Dígame, ¿quién demonios se piensa que es? —pregunté—. ¿Cree que puede tomar el teléfono, hacerme venir aquí y pedirme que «caiga» por la morgue de París mientras algún cartel criminal no mira?
Él no dijo nada pero tampoco apartó la vista de mí. Por la ventana que tenía al lado entraba el sol a raudales y convertía sus ojos en el color ámbar de los de un tigre.
—Me importa un cuerno que usted sea de Interpol, de Scotland Yard o la reina de Inglaterra —dije—. No pienso permitir que nos ponga en peligro a mí, a la doctora Stvan o a Marino.
—Marino no irá a la morgue.
—Dejaré que usted se lo comunique.
—Si él la acompañara, despertaría sospechas, en especial por ser un modelo de decoro —comentó Talley—. Además, no me parece que le caería muy bien a la doctora Stvan.
—Y si hay pruebas, ¿entonces, qué?
Él no me contestó y yo sabía por qué.
—Me está pidiendo que manipule la cadena de pruebas. Me pide que robe pruebas, ¿no es así? No sé cómo lo llaman aquí, pero en los Estados Unidos se llama delito grave.
—Deterioro o falsificación de pruebas, según el nuevo código penal. Así se lo llama aquí. Trescientos mil francos, tres años de cárcel. Podrían acusarla también de falta de respeto a los muertos, supongo, si realmente quisieran llevar las cosas a ese extremo, y serían otros cien mil francos y otro año de cárcel:
Empujé hacia atrás mi silla.
—Debo confesar —le dije con frialdad—, que no es muy habitual en mi profesión que un agente federal me suplique que viole la ley.
—Yo no se lo estoy pidiendo. Esto es algo entre usted y la doctora Stvan.
Me puse de pie. No lo escuché.
—Tal vez usted no haya estudiado en la facultad de derecho, pero yo sí —dije—. Puede que usted sea capaz de recitar el código penal de memoria, pero yo sé lo que significa.
Él no se movió. La sangre me pulsaba en el cuello y la luz del sol caía con tanta intensidad sobre mi cara que me impedía ver.
—Durante la mitad de mi vida he servido a la ley, a los principios de la ciencia y la medicina —continué—. Lo único que usted ha hecho durante la mitad de su vida, agente Talley, es pasar la adolescencia en ese mundo suyo de universidades prestigiosas.
—No le ocurrirá nada malo —contestó Talley con mucha calma como si no hubiera escuchado mis palabras insultantes.
—Mañana por la mañana, Marino y yo tomaremos un avión a casa.
—Por favor, siéntese.
—¿De modo que usted conoce a Diane Bray? ¿Éste es el gran final planeado por ella? ¿Hacerme encerrar en una cárcel francesa?
—Por favor, siéntese.
Lo hice, de mala gana.
—Si usted llega a hacer algo que la doctora Stvan le pide y la atrapan, nosotros intercederemos —dijo—. Tal como lo hicimos con lo que yo estaba seguro de que Marino había puesto en su valija.
—¿Se supone que tengo que creerle? —pregunté con incredulidad—. La policía francesa, con ametralladoras, me detiene en el aeropuerto y yo digo: «Está bien. Estoy en una misión secreta para Interpol».
—Lo único que hacemos es reunirlas a usted y a la doctora Stvan.
—Mentira. Sé exactamente qué están haciendo. Y si me meto en problemas, ustedes harán lo mismo que cualquier otro organismo mundial. Dirán que ni siquiera me conocen.
—Yo jamás diría eso.
Él me sostuvo la mirada y en el cuarto hacía tanto calor que yo necesitaba aire fresco.
—Kay nunca diríamos eso. Él senador Lord jamás lo diría. Por favor, confíe en mí.
—Pues lo cierto es que no confío.
—¿Cuándo le gustaría regresar a París?
Tuve que detenerme y pensar. Talley me tenía confundida y furiosa.
—Tienen pasaje para el último tren de la tarde —me recordó—. Pero si quisiera pasar la noche aquí, conozco un hotel maravilloso en la Rue du Boeuf. Se llama La Tour Rose. Le encantará.
—No, gracias —dije.
Él suspiró, se puso de pie y tomó nuestras dos bandejas.
—¿Dónde está Marino? —De pronto se me ocurrió que hacía rato que se había ido.
—Yo también comenzaba a preguntármelo —dijo Talley mientras atravesábamos la cafetería—. Me parece que no me tiene mucha simpatía.
—Es la deducción más brillante que ha hecho en todo el día.
—Creo que no le gusta nada que otro hombre le preste atención a usted.
No supe qué contestarle.
Puso las bandejas en el soporte.
—¿Hará ese llamado? —Talley era implacable—. ¿Por favor?
Permaneció de pie e inmóvil en medio de la cafetería y me tocó un hombro, con actitud casi adolescente, mientras me lo preguntaba de nuevo.
—Espero que la doctora Stvan todavía hable inglés —dije.
Cuando me comuniqué por teléfono con la doctora Stvan, ella me recordó sin vacilar, lo cual reforzó lo que Talley me había dicho. Ella esperaba mi llamado y quería verme.
—Mañana por la tarde doy clase en la universidad —me informó en un inglés que sonó como si hiciera mucho tiempo que no lo practicaba—. Pero puede venir por la mañana. Yo entro a las ocho.
—¿A las ocho y cuarto habrá tenido tiempo suficiente para instalarse?
—Desde luego. ¿Puedo hacer algo por usted mientras está en París? —preguntó en un tono que me hizo sospechar que otros podían oírla.
—Me interesaría ver cómo funciona su sistema de médicos forenses aquí, en Francia —contesté, siguiéndole la corriente.
—Bueno, en algunos momentos no tan bien —respondió—. Estamos cerca de la Gare de Lyon, a la vuelta del Quai de la Rapée. Si piensa venir en auto, puede estacionar en la parte de atrás, donde recibimos los cadáveres. De lo contrario, entre por el frente.
Talley levantó la vista de los mensajes telefónicos que estaba revisando.
—Gracias —dijo cuando colgué.
—¿Adónde cree que fue Marino? —pregunté.
Comenzaba a sentirme ansiosa. No confiaba en Marino cuando andaba por su cuenta. Sin duda estaba molestando a alguien.
—Son tantos los lugares a los que podría haber ido —contestó Talley.
Lo encontramos en la planta baja, más concretamente en el lobby, sentado con actitud displicente junto a una maceta con una palmera. Al parecer, había transpuesto demasiadas puertas y terminado aislado de cada piso. Así que tomó el ascensor a la planta baja y ni se molestó en pedir ayuda a los de seguridad.
Hacía tiempo que yo no lo veía con una actitud tan petulante, y durante el viaje de regreso a París se mostró tan hosco que decidí cambiarme a otro asiento y darle la espalda. Cerré los ojos y dormité. Después fui al vagón comedor y compré un refresco sin preguntarle a él si deseaba uno. Me compré un atado de cigarrillos y no le ofrecí ninguno.
Cuando entramos en el lobby de nuestro hotel, finalmente me di por vencida.
—¿Qué tal si te convido con una copa? —dije.
—Tengo que ir a mi cuarto.
—¿Qué te pasa?
—Soy yo el que debería preguntártelo —me retrucó.
—Marino, no tengo la menor idea de qué hablas. Descansemos un momento en el bar y planeemos qué vamos a hacer con el lío en que estamos metidos.
—Lo único que pienso hacer es ir a mi cuarto. Y no soy yo el que se metió en un lío.
Lo dejé entrar solo en el ascensor y vi desaparecer su rostro pertinaz detrás de las puertas de bronce que se cerraban. Subí por el tramo largo y curvo de escaleras alfombradas y eso me hizo recordar lo malo que era fumar para mi salud. Abrí mi puerta con la llave y no estaba preparada para lo que vi. Un miedo helado se abatió sobre mí cuando me acerqué al fax y me quedé mirando lo que me enviaba el doctor Harston, el jefe de médicos forenses de Filadelfia. Logré sentarme en la cama, paralizada.
Las luces de la ciudad brillaban con intensidad, el cartel de la destilería Grand Marnier era enorme y alto, y en el Café de la Paix, allá abajo, había mucha actividad. Saqué el papel del fax y las manos me temblaron. Tuve la sensación de tener una enfermedad horrible. Saqué tres botellitas de whisky del minibar y serví el contenido de todas en un vaso. No me molesté en buscar hielo. No me importaba si al día siguiente me iba a sentir mal, porque sabía que eso sucedería de todos modos. Había una carátula del doctor Harston.
Kay, me preguntaba cuándo me pedirías esto. Sabía que lo harías cuando estuvieras lista. Avísame si tienes más preguntas. Estoy a tu disposición.
Vance
El tiempo pasó con lentitud, como si yo fuera catatónica, mientras leía el informe del médico forense de la investigación inicial, la descripción del cuerpo de Benton o lo que quedaba de él,
in situ,
en el edificio consumido por las llamas donde perdió la vida. Una serie de frases flotaron ante mis ojos como cenizas al viento.
Cuerpo ennegrecido con fractura de muñecas… manos ausentes… el cráneo muestra descamación laminar, quemaduras y fracturas… quemaduras hasta la capa muscular en el pecho y el abdomen.
La entrada del proyectil en su cabeza produjo un orificio de media pulgada en el cráneo que exhibió un biselado interno de la fractura ósea. Había entrado detrás de la oreja derecha, causado fracturas radiales e impactado y terminado en la región derecha.
Tenía una
diastema leve en el centro del maxilar superior.
Siempre amé ese espacio sutil entre sus dientes delanteros. Hacía que su sonrisa fuera más atractiva porque era tan preciso en todos los demás sentidos y, fuera de eso, sus dientes eran perfectos porque su perfecta familia de Nueva Inglaterra había hecho que usara aparatos de ortodoncia para conseguirlo.
..
.Piel bronceada que muestra la marca de pantalones de baño.
Benton se había ido a Hilton Head sin mí porque me llamaron por un crimen. Si tan sólo me hubiera negado a ir y lo hubiera acompañado. Si tan sólo me hubiera negado a trabajar en el primero de lo que al final fueron una serie de horrendos crímenes que con el tiempo lo convertirían en la última víctima.
Nada de lo que leía había sido fabricado. Era imposible. Sólo Benton y yo sabíamos de la cicatriz lineal de cinco centímetros que tenía en la rodilla izquierda. Él se había cortado con vidrio en Black Mountain, Carolina del Norte, donde hicimos el amor por primera vez. Esa cicatriz siempre nos pareció un estigma del amor adúltero. Qué curioso que no hubiera quedado destruida porque del techo cayó sobre ella un material aislante empapado de agua.