Cuentos de la Taberna del Ciervo Blaco (19 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

—Eso no tiene sentido —dijo—. Puedo demostrarlo; el magnetismo es mi especialidad.

—La semana pasada —replicó Drew con dulzura mientras llenaba dos vasos de cerveza a la vez— dijiste que tu especialidad es la estructura molecular.

Harry le dedicó una sonrisa de superioridad.

—Yo soy un especialista
general
—dijo con arrogancia—. Volviendo a donde estaba antes de la interrupción, lo que quiero dejar claro es que no existe semejante línea de fuerza magnética. Es una convención matemática, exactamente igual que las líneas de longitud y latitud. Si alguien asegurara haber inventado una máquina que funcionase moviéndose a través de paralelos de latitud, todos sabrían inmediatamente que estaba diciendo tonterías. Pero como muy pocas personas saben algo acerca del magnetismo, y como suena muy misterioso, idiotas como ese de Dakota del Sur engañan a la gente con estupideces tales como lo que acabamos de escuchar.

Hay algo muy característico de «El Ciervo Blanco»: podemos pelearnos, pero demostramos una solidaridad impresionante en momentos de crisis. Todos pensamos que había que hacer algo con el visitante intruso, aunque sólo fuera porque estaba interfiriendo en el serio asunto de beber. Los fanatismos de cualquier tipo tienen la cualidad de ensombrecer la reunión más alegre, y varios clientes habían mostrado signos de querer marcharse, a pesar de que aún faltaban dos horas para cerrar.

De modo que cuando Harry continuó su ataque, inventando la historia más descabellada que jamás haya contado en «El Ciervo Blanco», nadie le interrumpió ni trató de poner en evidencia los puntos débiles de la narración. Sabíamos que Harry lo hacía por todos nosotros, combatiendo el fuego con fuego, por así decirlo. Y como sabíamos que no esperaba que le creyésemos (si es que alguna vez lo esperó), simplemente nos arrellanamos en nuestros asientos dispuestos a divertirnos.

—Si quiere usted saber cómo se propulsa una nave espacial, y conste que no digo nada a favor ni en contra de la existencia de platillos volantes, será mejor que se olvide del magnetismo. La clave del asunto está en la gravedad; esa es la fuerza básica del Universo, al fin y al cabo. Pero se trata de una fuerza muy astuta, que no se deja dominar con facilidad, y si no me cree, escuche lo que le ocurrió a un científico en Australia hace tan sólo un año. Supongo que no debería contárselo, porque no sé si aún es materia reservada, pero si surge algún problema juraré que no he dicho ni media palabra.

Los australianos, que como usted sabrá, siempre han sido auténticos linces para la investigación científica, mantenían un equipo que trabajaba con reactores rápidos, esas bombas atómicas amansadas que son mucho más compactas que las antiguas pilas de uranio. El jefe del grupo era un físico nuclear, joven y un tanto impetuoso, a quien llamaremos doctor Cavor. Ese no era su verdadero nombre, por supuesto, pero le cuadra perfectamente. Estoy seguro de que todos recordaréis al científico Cavor que aparecía en
Los primeros hombres en la Luna
, de Wells, y el maravilloso material que descubrió, la cavorita, capaz de contrarrestar la gravedad.

Me temo que nuestro querido Wells no profundizó demasiado en la cuestión de la cavorita. Tal y como él la presentaba, era insensible a la gravedad, de la misma forma en que una lámina de metal es insensible a la luz. Por tanto, cualquier cosa colocada por encima de una lámina horizontal de cavorita carecería de peso y flotaría en el espacio.

Pero no es tan simple. El peso representa energía —una cantidad enorme de energía— que no puede destruirse sin más ni más. Supone un tremendo esfuerzo conseguir que un objeto, incluso uno pequeño, no pese nada.

Las pantallas antigravitatorias del tipo de la cavorita, por tanto, son prácticamente imposibles; pertenecen al mismo grupo que el movimiento perpetuo.

—Tres amigos míos han construido máquinas de movimiento perpetuo —empezó a decir el intruso remilgadamente. Harry no le dejó ir más lejos. Ignorando la interrupción, prosiguió el relato.

—Nuestro doctor Cavor australiano no intentaba descubrir la antigravedad ni nada por el estilo. En ciencia pura, puede darse por seguro que nunca se descubre nada importante cuando se busca; en eso consiste la mitad de la diversión.

El doctor Cavor estaba interesado en producir potencia atómica; lo que encontró fue la antigravedad. Y pasó bastante tiempo antes de que se diera cuenta de lo que había descubierto.

Supongo que ocurrió de la siguiente manera: el diseño del reactor era nuevo y bastante audaz, con más de una posibilidad de que explotara al insertar las últimas piezas de material fisible. Por eso se acabó de montar por control remoto, en uno de los numerosos desiertos de Australia, y las últimas operaciones se observaron por televisión. No se produjo ninguna explosión; y en caso de haberse producido, habría originado un zafarrancho radiactivo muy desagradable, además de desperdiciar mucho dinero, pero no habría causado daño a nada salvo a la reputación de los fabricantes. Ocurrió algo mucho más complicado, y mucho más difícil de explicar.

Cuando la última pieza de uranio enriquecido quedó insertada y se tiró de las barras de regulación, y el reactor llegó al punto de criticidad, todo se paró. Los contadores de la sala de control remoto, a dos millas de distancia del reactor, bajaron a cero. La pantalla de televisión quedó en blanco. Cavor y sus colegas esperaron a que sonara la detonación, pero no se produjo. Se miraron unos a otros haciendo mil conjeturas y, sin cruzar una palabra, salieron de la cámara de control subterránea.

El edificio que albergaba el reactor no había sufrido ningún percance; allí seguía, en el desierto, un cubo de ladrillo normal y corriente, conteniendo un millón de libras en material fisible y varios años de diseño y desarrollo minuciosos. Cavor no perdió el tiempo. Cogió el todo terreno, puso en funcionamiento un contador Geiger portátil y fue inmediatamente a ver qué había ocurrido.

Recobró el conocimiento un par de horas más tarde en el hospital. No le había pasado nada, excepto un fuerte dolor de cabeza, que no era nada en comparación con los que su experimento le iba a procurar durante los próximos días. Parece ser que cuando llegó a una distancia de veinte pies del reactor, el coche había chocado con algo, produciendo un gran estrépito. Cavor quedó atrapado por el volante y consiguió una hermosa colección de moretones; lo curioso es que el contador Geiger no sufrió ningún desperfecto y continuó su cloqueo tranquilamente, sin detectar más que el fondo normal de rayos cósmicos.

A simple vista, podría parecer un accidente común y corriente, probablemente causado por el encuentro del coche con un bache. Pero, por fortuna para él, Cavor no conducía muy deprisa, y, además, no se encontró ningún bache en el lugar del accidente. El coche había chocado contra algo increíble. Se trataba de una pared invisible, el borde inferior de una cúpula semiesférica que rodeaba por completo al reactor.

Lanzaron piedras contra ella y caían al suelo resbalando por la superficie de la cúpula, que se extendía subterráneamente hasta donde pudieron excavar. Parecía que el reactor era el centro exacto de un caparazón esférico totalmente impenetrable.

Al llegarle estas maravillosas noticias, Cavor no esperó ni un minuto para saltar de la cama, ahuyentando a las enfermeras en todas direcciones. No tenía ni idea de lo que había pasado, pero le parecía mucho más emocionante que la vulgar pieza de ingeniería nuclear con que se había iniciado el asunto.

Os estaréis preguntando qué demonios tiene que ver una esfera de fuerza —como la llamaríais vosotros, los escritores de ciencia–ficción— con la antigravedad. Me saltaré varios días para daros la respuesta que Cavor y su equipo descubrieron tras mucho esfuerzo y muchos galones de la potente cerveza australiana.

Al activar el reactor se produjo un campo antigravitatorio, por lo que todos los objetos en un radio de veinte pies se hicieron ingrávidos, y, de alguna forma misteriosa, el uranio había suministrado la enorme cantidad de energía requerida. Los cálculos demostraron que la cantidad de energía contenida en el reactor era suficiente para hacerlo posible. Seguramente la esfera de fuerza habría sido mayor si la fuente de potencia hubiera dispuesto de más ergios.

Veo que alguien está esperando para hacer una pregunta, así que me anticiparé. ¿Por qué no flotaba en el espacio la esfera ingrávida de aire y tierra? Bueno, la tierra se mantenía unida debido a su propia cohesión, por lo que no había razón alguna para que quedase a la deriva. El aire se veía obligado a permanecer en la zona de gravedad cero por una razón sorprendente y sutil, que nos lleva al punto esencial de este asunto.

Será mejor que os abrochéis los cinturones para oír lo que sigue, porque nos adentramos en una zona de baches. Quienes sepan algo sobre la teoría de la potencialidad no encontrarán ningún problema, y haré lo que pueda para facilitar las cosas al resto.

Los que hablan con facilidad sobre la antigravedad, no se paran a menudo a considerar sus implicaciones, así que recordemos algunos principios elementales. Como ya he dicho, el peso supone energía en grandes cantidades. Esto es debido enteramente al campo de gravedad de la tierra. Cuando se libera a un objeto de su peso, equivale a alejarlo de la gravedad terrestre. Cualquier ingeniero aeronáutico podría deciros cuánta energía se requiere para eso.

Harry se volvió hacia mí y dijo:

—Me gustaría utilizar una analogía que leí en uno de tus libros, Arthur, porque aclararía lo que estoy tratando de explicar; es la que compara la lucha contra la gravedad terrestre con el intento de salir de un abismo.

—Adelante —dije—. Al fin y al cabo, yo lo tomé del doctor Richardson.

—¡Ah! —replicó Harry—. Ya decía yo que era demasiado buena para ser original. En fin, sigamos. Con esta idea tan simple, lo entenderéis. Para alejar un cuerpo de la tierra se requiere tanto trabajo como para levantarlo
cuatro mil millas
contra la barrera de la gravedad normal. Lo que había dentro de la zona de fuerza creada por Cavor permanecía en la superficie de la tierra, pero era ingrávido. Por tanto, desde el punto de vista de la energía, se encontraba fuera del campo de gravedad terrestre. Era tan inaccesible como si estuviese en la cima de una montaña de cuatro mil millas de altura.

Cavor podía observar la zona de antigravedad desde un punto a varias pulgadas de distancia, pero para cruzar esas pocas pulgadas, necesitaría realizar un trabajo equivalente a escalar el Everest setecientas veces. No puede sorprendernos que el coche se detuviera con tanta rapidez. No lo había parado ningún objeto material, pero desde el punto de vista de la dinámica, puede decirse que había chocado contra un acantilado de cuatro mil millas de altura…

Esas miradas inexpresivas que veo a mi alrededor no se deben enteramente a que sea tan tarde. No importa, si no lo entendéis, confiad en mi palabra. No influirá en la comprensión de lo que sigue o, al menos, eso espero.

Cavor comprendió en seguida que había hecho uno de los descubrimientos más importantes del siglo, aunque tardó un poco en calcular exactamente lo que había ocurrido. La pista final para comprender la naturaleza antigravitatoria del campo se la dio el disparo de una bala de rifle, cuya trayectoria observaron a cámara lenta. Ingenioso, ¿no os parece?

El siguiente problema consistía en hacer experimentos con el generador del campo para descubrir lo que había ocurrido cuando el reactor empezó a funcionar. Y se trataba de un gran problema. El reactor estaba allí, a plena vista, a una distancia de veinte pies, pero para alcanzarlo necesitarían un poco más de energía que para llegar a la luna…

Cavor no se desanimó por esto ni por la inexplicable incapacidad del reactor para responder a ninguno de los controles remotos. Según su teoría, y utilizando unos términos un tanto confusos, el reactor había consumido toda la energía y, una vez establecido el campo antigravitatorio, se necesitaría poca o ninguna potencia para mantenerlo. Esta era una de las múltiples cuestiones que sólo podrían resolverse mediante el examen sobre el terreno. Por las buenas o por las malas, el doctor Cavor tendría que trasladarse allí.

La idea inicial consistía en utilizar una carreta eléctrica, cuyo suministro de potencia se realizaría a través de unos cables que arrastraría tras de sí a medida que se adentrara en el campo. Un generador de cien caballos, funcionando ininterrumpidamente, durante diecisiete horas podría suministrar la energía suficiente para trasladar a un hombre de peso normal a través de los veinte pies del peligroso trayecto. Una velocidad de poco más de un pie por hora no es como para enorgullecerse, pero hay que tener en cuenta que un pie en el campo antigravitatorio equivalía a un ascenso vertical de doscientas millas.

La teoría era sólida, pero la carreta eléctrica no funcionó en la práctica. No tuvo tiempo siquiera de avanzar media pulgada por el campo, porque inmediatamente derrapó. La razón es evidente. Poseían la potencia, pero no la tracción. Ningún vehículo con ruedas puede escalar una pendiente de doscientas millas por pie.

Este pequeño retroceso no desanimó al doctor Cavor. En seguida comprendió que la solución estaba en producir la tracción en un punto situado fuera del campo. Para levantar un peso en vertical no se utiliza una carreta, sino un gato mecánico o hidráulico.

El resultado fue uno de los vehículos más extraños que jamás se hayan construido. En el extremo de una viga horizontal de veinte pies de largo colocaron una jaula, pequeña pero cómoda, provista de alimentos suficientes para varios días. Unas ruedas neumáticas la levantaban del suelo y esperaban que la jaula pudiera llegar hasta el centro del campo mediante el impulso de una máquina situada fuera de su radio de influencia. Tras mucho pensarlo, decidieron que la mejor máquina motriz sería una apisonadora corriente, e hicieron una prueba con unos conejos a los que colocaron en el compartimento de pasajeros. Fue una coincidencia bastante curiosa, y la causa de que los autores del experimento se debatieran entre dos extremos: como científicos, les hubiera gustado que los animales volvieran vivos, mientras que, como australianos, no se hubieran sentido menos contentos si volvieran muertos. Pero quizá esté exagerando… Aunque ya sabéis la inquina que los australianos tienen a los conejos.

La niveladora avanzaba lentamente hora tras hora, levantando el peso de la viga y su insignificante carga por la enorme pendiente. Era una escena extraordinaria: todo ese gasto de energía para transportar a dos conejos veinte pies a través de un plano totalmente horizontal. Observaron a los protagonistas del experimento durante toda la operación; parecían muy contentos e inconscientes de su papel histórico.

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