La criatura medía ya seis pies, y parecía que aún seguiría creciendo, aunque mucho más lentamente que hasta entonces. Hércules había quitado el resto de las plantas de aquella parte del invernadero, no tanto por temor al canibalismo, sino para poder cuidarlas sin peligro. Había tendido una cuerda a lo largo de la nave central para evitar el riesgo de que, accidentalmente, quedara al alcance de aquellos ocho brazos colgantes.
Era evidente que la orquídea poseía un sistema nervioso muy desarrollado y algo que podía aproximarse a inteligencia. Sabía cuándo la iban a alimentar y mostraba señales inconfundibles de alegría. Lo más fantástico —aunque Hércules aún no estaba seguro— era que podía producir sonidos. A veces, antes de la comida, le parecía oír un silbido increíblemente agudo, rayano con el límite de audibilidad. Un murciélago recién nacido emitiría un sonido semejante; se preguntaba qué finalidad tendría. ¿Acaso atraía la orquídea a su presa mediante la emisión de sonidos? Si así fuera, el truco no funcionaría con él.
Mientras Hércules hacía estos descubrimientos tan interesantes, su tía Henrietta seguía dándole la lata, y sus sabuesos atacándole. Porque lo cierto es que no estaban tan bien educados como su tía pretendía. Venía zumbando en su coche los domingos por la tarde, con un perro en el asiento delantero y otro ocupando la mayor parte del maletero. Después subía las escaleras de dos en dos, ensordecía a Hércules con sus saludos, le paralizaba con un apretón de manos y le lanzaba el humo de su puro en plena cara. Hubo un tiempo en que le atemorizó la idea de que le besara, pero pronto comprendió que un comportamiento tan afeminado era totalmente imposible.
La tía Henrietta despreciaba bastante las orquídeas de Hércules. Opinaba que emplear el tiempo libre en un invernadero era un entretenimiento decadente.
Su
válvula de escape consistía en ir de caza mayor a Kenya. Esto no contribuía a aumentar las simpatías de Hércules, que detestaba los deportes sangrientos. Pero, a pesar del odio que le inspiraba su arrolladora tía, todas las tardes de domingo preparaba puntualmente el té y mantenían un «téte–á–téte» de lo más amistoso, al menos en apariencia. Henrietta nunca llegó a sospechar que Hércules, mientras servía el té, deseaba que estuviera envenenado; tras su máscara de rudeza se escondía un gran corazón y el conocimiento de tal deseo la hubiera herido profundamente. Hércules no habló a su tía del pulpo vegetal. A veces, le mostraba los ejemplares más interesantes, pero éste quería mantenerlo en secreto. Quizá antes de planear con todo detalle el diabólico plan, su subconsciente ya preparaba el terreno…
Un domingo por la noche, ya muy tarde, cuando el rugido del Jaguar acababa de desvanecerse en la oscuridad y Hércules se encontraba en el invernadero tratando de recobrar el equilibrio nervioso, la idea se le presentó, totalmente definida, en su mente. Estaba contemplando la orquídea, observando que los zarcillos habían alcanzado el grosor del pulgar de un hombre, cuando una imagen muy placentera apareció ante sus ojos. Se imaginó a la tía Henrietta en poder del monstruo, luchando en vano por escapar de las garras carnívoras. ¿Por qué no? Sería el crimen perfecto. El sobrino, enloquecido, llegaría demasiado tarde al lugar de los hechos para prestarle ayuda y, cuando la policía atendiera su frenética llamada, podrían comprobar que se trataba de un desgraciado accidente. Por supuesto que habría una investigación, pero el comisario sería benévolo a la vista de la tristeza evidente de Hércules…
Mientras más lo pensaba, más le gustaba la idea. No podía haber ningún fallo, con tal que la orquídea cooperase. Ese era el principal problema. Tendría que llevar a cabo un plan de entrenamiento con aquella criatura. Ya tenía un aspecto realmente diabólico, pero debía de cuidar todos los detalles, para que actuara de acuerdo con su apariencia.
Teniendo en cuenta que no poseía experiencia alguna en tales asuntos, y que no podría consultar con ninguna autoridad en la materia. Hércules adoptó una táctica prudente, como si de un negocio se tratase. Suspendió varios trozos de carne del extremo de una caña de pescar, fuera del alcance de la orquídea, hasta conseguir que la criatura agitara los tentáculos con desesperación. En esos momentos sus fuertes silbidos podían oírse con claridad, y Hércules se preguntaba cómo podía producir el sonido. También se preguntaba cuáles serían sus órganos de percepción, pero esto constituía otro misterio imposible de resolver sin un acercamiento peligroso. Si todo iba bien, quizá tía Henrietta tendría la oportunidad de descubrir estos hechos tan interesantes, aunque seguramente estaría demasiado ocupada en aquellos momentos como para que la posteridad pudiera beneficiarse de ellos. No cabía duda de que la bestia era lo suficientemente poderosa como para entendérselas con su presunta víctima. Una vez había arrebatado una escoba de las manos de Hércules y, aunque ello en sí probase muy poco, el terrible «crac» de la madera un momento más tarde había provocado una sonrisa de satisfacción en los finos labios del entrenador. Empezó a mostrarse mucho más amable y atento con su tía. Se convirtió en un sobrino modelo en todos los sentidos.
Cuando Hércules consideró que sus tácticas de picador
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habían puesto a la orquídea en el estado adecuado, se preguntó si debería ponerla a prueba con carnaza viva. Este problema le preocupó durante varias semanas, en las que miraba con ojos calculadores a cada gato o perro que transitaba por la calle, pero finalmente abandonó la idea, por una razón muy peculiar. Tenía demasiado buen corazón para llevarla a la práctica. Tía Henrietta sería la primera víctima.
No dio de comer a la orquídea durante las dos semanas previas a su plan. No se atrevió a dejar pasar más tiempo; no quería debilitar a la bestia, sino simplemente aumentar su apetito, para que el resultado del encuentro fuera el previsto. Y un buen día, después de llevar las tazas a la cocina, se sentó de cara al humo del puro de tía Henrietta y dijo inocentemente:
—Me gustaría enseñarte una cosa, tía. Quiero darte una sorpresa. Vas a morirte de risa.
Pensó que no era una descripción demasiado exacta, pero podía dar una idea general.
La tía se quitó el puro de la boca y miró a Hércules con auténtico asombro.
—¡Vaya! —bramó—. No gana una para sorpresas. ¡Qué habrás estado haciendo, sinvergüenza!
Le dio una palmada amistosa en la espalda que le hizo expulsar todo el aire de sus pulmones.
—No te lo puedes imaginar —dijo Hércules tras recobrar el aliento—. Está en el invernadero.
—¿Cómo? —exclamó la tía evidentemente confusa.
—Sí, ven a echar un vistazo. Va a causarte verdadero asombro.
La tía dio un bufido, que podía haber indicado incredulidad, pero siguió a Hércules sin más preguntas. Los dos alsacianos, muy ocupados en comerse la alfombra, la miraron ansiosamente y se levantaron, pero ella los alejó con un movimiento de la mano.
—No preocupaos, chicos —gritó bruscamente—. Volveré dentro de un minuto.
Hércules no lo creyó muy probable. Era una tarde oscura y las luces del invernadero estaban apagadas. Cuando entraron, la tía bufó:
—Dios mío. Hércules, este lugar huele como un matadero. No recuerdo una peste semejante desde que maté a un elefante en Bulawayo y tardamos una semana en encontrarlo.
—Lo siento, tía —se disculpó Hércules mientras la conducía a través de las tinieblas—. Estoy usando un nuevo fertilizante. Produce unos resultados sorprendentes. Vamos…, un par de yardas más. Quiero que sea una auténtica sorpresa.
—Espero que no se trate de una broma —dijo la tía en tono de sospecha, mientras proseguía la marcha con determinación.
—Te aseguro que no es ninguna broma —contestó Hércules con la mano en el interruptor de la luz. Podía ver la protuberancia amenazante de la orquídea; la tía se encontraba a diez pies de ella. Esperó hasta que llegó a la zona de peligro, y pulsó el interruptor. La estancia quedó iluminada por una luz fría. Tía Henrietta se detuvo, con los brazos en jarras, delante de la orquídea gigante. Hércules creyó que se retiraría antes de que la planta entrara en acción, pero, unos segundos más tarde, vio que la observaba tranquilamente, incapaz de hacerse una idea de qué demonios era aquello. Pasaron cinco segundos hasta que la orquídea empezó a moverse. Entonces, los tentáculos colgantes se pusieron en acción, pero no en la forma que Hércules esperaba. La planta los dobló cuidadosamente, pero en torno a
sí misma
, como protegiéndose, y emitiendo al mismo tiempo un grito de auténtico terror. Hércules comprendió la triste realidad en un momento de indescriptible desilusión.
Su orquídea era una cobarde redomada. Era capaz de afrontar los peligros de la vida salvaje del Amazonas, pero al enfrentarse con tía Henrietta su valor se había venido abajo.
En cuanto a su presunta víctima, se quedó mirando a la criatura con perplejidad, que pronto se convirtió en una actitud muy diferente. Giró sobre sus talones y apuntó a su sobrino con un dedo acusador.
—¡Hércules! —bramó—. La pobrecilla está muerta de miedo.
¿Has estado maltratándola?
Hércules permanecía de pie con la cabeza colgando, avergonzado y frustrado.
—No, no, tía —acertó a decir—. Debe ser nerviosa por naturaleza.
—Bueno, estoy acostumbrada a tratar con animales. Deberías haberme avisado antes. Hay que tratarlos con firmeza, pero con suavidad al mismo tiempo. La dulzura da siempre buenos resultados, con tal de que aprendan a distinguir quién es el amo. Venga, venga, pequeñita, no tengas miedo de la tía; no va a hacerte daño.
Era una visión repugnante, pensó Hércules en su negra desesperación. Con sorprendente delicadeza, tía Henrietta empezó a hacer mimos a la bestia, dándole golpecitos y acariciándola hasta que los tentáculos se relajaron y el grito penetrante se desvaneció. Hércules salió apresuradamente, conteniendo un gemido, al ver como uno de los tentáculos avanzaba y empezaba a acariciar los dedos nudosos de Henrietta.
Desde entonces es un hombre acabado. Y lo que es peor, nunca pudo escapar a las consecuencias de su crimen malogrado. Henrietta tenía una nueva mascota y a veces le visitaba no sólo los fines de semana, sino dos o tres veces entre semana. Evidentemente, no confiaba en que Hércules tratara a la orquídea adecuadamente, y aún sospechaba que la maltrataba. Traía piltrafas sabrosísimas, que incluso los perros rechazaban pero que la orquídea aceptaba encantada. El olor, que hasta entonces se había limitado al invernadero, empezó a introducirse en la casa…
Y así continúa la situación, concluyó Harry Purvis, dando por finalizado este relato tan inverosímil, para satisfacción de, al menos, dos de las partes interesadas. La orquídea es feliz y tía Henrietta, puede ejercer, sin duda, su dominio sobre otra criatura. La bestia sufre un ataque de nervios cada vez que un ratón se cuela en el invernadero, y Henrietta se desvive por consolarla.
En cuanto a Hércules, no hay posibilidad de que vuelva a causar problemas a ninguna de las dos. Parece como si se hubiera sumido en una especie de abulia vegetal; en realidad, añadió Harry pensativamente, cada día se parece más a una orquídea.
De una especie inofensiva, por supuesto…
Una de las cosas que hacen que los relatos de Harry Purvis sean tan convincentes es la exactitud de los detalles. Consideremos, por ejemplo, el siguiente caso. He comprobado los lugares y las circunstancias —tuve que hacerlo para escribir estos cuentos— y todo parece encajar. ¿Cómo se explica? A no ser que…; pero juzguen Vds. mismos.
—Muchas veces he encontrado en los periódicos —empezó a decir Harry— retazos de información muy prometedores, cuyas consecuencias se descubren, a veces, varios años más tarde. Veamos un ejemplo muy adecuado. En la primavera de 1954— verifiqué la fecha; era el 19 de abril— apareció la noticia de que se había encontrado un iceberg a la altura de la costa de Florida.
Recuerdo que al leerlo me pareció muy extraño. Como todos sabéis, la Corriente del Golfo tiene su origen en el estrecho de Florida; no me cabía en la cabeza cómo un iceberg podía haber llegado tan al sur sin derretirse. Pero lo olvidé casi por completo inmediatamente, pensando que se trataba de una de esas invenciones que los periódicos son tan aficionados a publicar cuando no encuentran noticias reales.
Hace poco más de una semana, me encontré a un amigo que había sido comandante de la Marina de los Estados Unidos, y me contó toda la historia. Es tan sorprendente que debería conocerse mejor, aunque estoy seguro de que muchos de vosotros no me creeréis.
Los que estéis al tanto de los asuntos internos americanos sabréis que la pretensión de Florida de ser el «Estado del Sol» se la disputan algunos de los otros cuarenta y siete miembros de la Unión.
No puede decirse que Nueva York o Maine o Connecticut sean rivales muy serios, pero el estado de California considera la pretensión de Florida casi como una ofensa personal, y hace cuanto puede para rebatirla. Los habitantes de Florida devuelven el golpe sacando a relucir las famosas nieblas de Los Ángeles, a lo que los californianos responden, con cierta sorna: «¿No va siendo hora de que tengáis otro huracán?», y de nuevo los floridanos contestan: «Podéis contar con nosotros para ayudaros en el próximo terremoto». Y así hasta el infinito.
Aquí es cuando mi amigo el comandante Dawson entra en escena. El comandante había prestado servicio en submarinos, pero ya estaba retirado. Trabajaba como asesor técnico en una película sobre las hazañas de la flota de submarinos, cuando le propusieron algo realmente extraño. No diré que la Cámara de Comercio de California respaldara el proyecto, porque podría considerarse como calumnia, pero podéis sacar vuestras propias conclusiones…
Desde luego, la idea era propia de un típico montaje de Hollywood. Así lo creí al principio, hasta que recordé cómo el viejo Lord Dunsany
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había utilizado un tema similar para uno de sus relatos. Posiblemente el patrocinador californiano fuera un admirador de Jorkens, como yo.
La idea era maravillosa, osada y sencilla a la vez. Ofrecieron una considerable suma de dinero al comandante Dawson para que pilotase un iceberg artificial a Florida, más una prima si lograba mantenerlo en la playa de Miami en plena época de vacaciones.
No es necesario decir que el comandante aceptó rápidamente; había nacido en Kansas, por lo que podía considerar el asunto como una proposición estrictamente comercial. Reunió parte de su antigua tripulación, les hizo jurar que mantendrían el secreto y, tras largas esperas en los pasillos de Washington, consiguió que le prestaran un submarino en desuso. Fue a una importante empresa de aparatos de aire acondicionado, les convenció de su buena reputación y sano juicio, e hizo que le instalaran una cámara frigorífica en el interior de una ampolla en la cubierta del submarino.