Este divertido volumen de ARTHUR C. CLARKE recoge quince improbables historias, narradas de viva voz en un pub londinense en el que se reúne, los miércoles de todas las semanas, un selecto grupo de escritores, científicos, periodistas y editores. El gran protagonista de esta tertulia es Harry Purvis, un jactancioso y ocurrente fabulador que aprovecha cualquier pretexto o alusión para abrumar a sus amigos con extraños sucesos de los que ha sido supuesto testigo o privilegiado conocedor.
Todos los relatos se hallan animados por una lógica disparatada que los hace convincentes precisamente por resultar inverosímiles. No se trata de narraciones de ciencia-ficción situadas en el futuro sino de aventuras basadas la mayoría de las veces en la extrapolación hasta el absurdo de las posibilidades tecnológicas que encierra el conocimiento científico contemporáneo. Inventos sorprendentes, situaciones impensadas y experimentos audaces -máquinas para producir silencio, reproducir el placer sexual o fabricar melodías perfectas, buques que aran los océanos, computadoras para uso militar que adoptan comportamientos pacifistas, colonias de termitas que incorporan conocimiento humano, etc.—constituyen la trama, ingeniosa e imaginativa, de estos CUENTOS DE LA TABERNA DEL CIERVO BLANCO.
Arthur C. Clarke
Cuentos de la taberna del ciervo blanco
ePUB v1.2
Lestrobe24.06.12
Titulo original:
Tales from the White Hart
Traducción de Flora Casas
fue publicado originalmente en 1957.
Editor original: Lestrobe (v1.0)
Segundo editor: faro47 (v1.1 - v1.2 )
ePub base v2.0
A Lew
Y a sus clientes de los jueves por la noche
Escribí estas narraciones entre 1953 y 1956, en lugares tan diversos como Nueva York, Miami, Colombo, Londres y Sidney. En algunos casos la influencia geográfica es evidente, pero lo curioso es que, cuando escribí «Un asunto de gravedad», aún no había estado en Australia. En la década transcurrida desde que aparecieron estos relatos, la ciencia me ha dado la razón al menos en dos ocasiones. El doctor José Delgado ha demostrado de forma dramática la técnica descrita en «Caza Mayor», controlando a un toro en plena embestida (contra el propio Delgado) en una plaza, como anticipo de la era del toreo electrónico. Para un mayor conocimiento de la técnica, aplicada a pulpos gigantes y ballenas asesinas, consulten mis novelas
The Deep range
(La fluctuación profunda) y
Dolphin Island
(La isla de los delfines). La idea inspiradora de «Patente en trámite» es sobradamente conocida; Hermann Kahn ha denominado a tales aparatos «máquinas de soñar», y si llegaran a inventarse, marcarían el fin del camino, en más de un sentido, para la raza humana. Las he descrito en mayor detalle en la novela corta
The lion of
Comarre
(El león de Comarre).
«Carrera de armamentos» es el resultado de una visita a George Pal cuando se encontraba en Hollywood trabajando en los efectos especiales para
La guerra de los mundos
. Cuando lo escribí, el Rayo de la Muerte parecía muy improbable. Hoy ya no podemos estar tan seguros. Me han dicho —pero no puedo garantizar que sea cierto—, que se ha producido una situación similar a la descrita en «El pacifista»; existe una computadora en algún lugar de Estados Unidos que de vez en cuando interrumpe sus meditaciones para mecanografiar: LA COMPUTADORA LOCA ATACA DE NUEVO…
Algunos lectores me han preguntado si «El Ciervo Blanco» existía en la realidad. Así es. El escenario (y algunos personajes secundarios) están basados en «El Caballo Blanco», en Fletter Lane, al norte de la calle Fleet de Londres. En los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, se daba cita allí la comunidad de ciencia-ficción londinense. Más tarde, el dueño. Lew Mordecai, se trasladó a «El Globo», en Hatton Garden —en el corazón del barrio de los diamantes—, y todos nos fuimos con él. Muchos escritores y editores jóvenes, así como visitantes del mundo entero, aún se reúnen allí todos los primeros martes de mes. Pero ahora no conozco ni a uno entre diez, y encuentro sus discusiones sobre William Burroughs y la Nueva Ola totalmente incomprensibles. A veces tengo que recordarles que no conocí a Jules Verne, y ni tan siquiera, desgraciadamente, a H. G. Wells. Arthur C. Clarke.
Nueva York, mayo de 1969
Se llega a «El Ciervo Blanco» de forma inesperada, a través de una de esas callejas anónimas que bajan desde la calle Fleet hasta Embankment. Sería inútil
explicarles
dónde se encuentra; muy pocas personas, aun proponiéndoselo, han conseguido llegar. Para las doce primeras visitas es imprescindible la ayuda de un guía; después todo consiste en cerrar los ojos y confiar en el propio instinto, y a lo mejor se tiene suerte. Además, para ser sincero, no queremos más clientes, al menos no en
nuestra
noche. Ya hay demasiados, y el espacio escasea. Por tanto, lo único que añadiré sobre su localización es que, de vez en cuando, el edificio tiembla con las vibraciones de una imprenta, y que puede verse el Támesis asomándose a la ventana del servicio de caballeros.
Desde el exterior parece un bar como cualquier otro, y, en realidad, así es durante cinco días a la semana.
En el piso bajo se encuentran la taberna y el salón, decorados según la tradición; paneles de madera de roble, cristales traslúcidos, las botellas tras la barra, las asas de los barriles de cerveza…, nada fuera de lo común. Se ha hecho una única concesión al siglo veinte: la máquina de discos de la taberna. La instalaron durante la guerra, en un intento estúpido de que los soldados americanos se sintieran como en casa, y una de las primeras medidas que
nosotros
tomamos fue asegurarnos de que no existiera peligro alguno de que volviera a funcionar.
Creo que ya va siendo hora de explicar quiénes somos «nosotros». No va a ser fácil, porque elaborar una lista completa de los clientes de «El Ciervo Blanco» sería casi imposible y, en cualquier caso, terriblemente aburrido. Sólo diré que «nosotros» podemos dividirnos en tres categorías principales. En primer lugar, los periodistas, escritores y editores. Los periodistas, como es lógico, llegaron aquí procedentes de la calle Fleet. Los que no tuvieron éxito, huyeron a alguna otra parte. En cuanto a los escritores, la mayoría había oído hablar a otros colegas sobre nosotros, vinieron en busca de material y quedaron atrapados.
Allí donde hay escritores, tarde o temprano aparecen los editores. Si Drew, el dueño, se llevara un porcentaje del negocio literario que se realiza en su establecimiento, a estas alturas sería un hombre rico. (Sospechamos que lo es, de todas maneras.) Uno de los miembros más ocurrentes de nuestro grupo señaló en una ocasión que es muy corriente ver a media docena de escritores discutiendo airadamente con un editor implacable en una esquina de «El Ciervo Blanco», mientras en otra media docena de editores indignados discuten con un autor implacable.
Por el momento, ya le hemos hablado bastante de los literatos, pero debo advertir que más adelante habrá ocasión para observarles de cerca. Ahora pasemos brevemente a los científicos. ¿Cómo llegaron aquí?
Birkbeck College está al otro lado de la calle, y el King's solamente a unos cientos de yardas en dirección al Strand. Sin duda, la proximidad lo explica en gran parte, y, de nuevo, los comentarios favorables por parte de amigos y colegas desempeñaron un papel importante. Además, muchos de nuestros científicos son escritores, y no pocos escritores, científicos. Un tanto confuso, pero nos gusta que así sea.
La tercera parte de nuestro microcosmos está formada por lo que podríamos denominar, si bien de forma un tanto imprecisa, «profanos interesados». El barullo general les atrajo a «El Ciervo Blanco», y disfrutaron tanto de la conversación y del ambiente que ahora vienen puntualmente todos los miércoles, el día en que nos reunimos todos. A veces no resisten nuestro ritmo y abandonan, pero siempre llegan nuevas remesas.
Con semejantes ingredientes, no puede sorprender que los miércoles de «El Ciervo Blanco» nunca sean aburridos. No sólo se cuentan historias notables aquí, sino que también
han ocurrido
cosas notables. Por ejemplo, aquella vez en que el profesor… pasó por aquí camino de Harwell y olvidó un maletín que contenía… en fin, será mejor no hurgar en ello, aunque entonces sí lo hicimos. Y qué interesante resultó… Los agentes rusos me encontrarán en el rincón del tablero de dardos. Me vendo caro, pero puedo llegar a un acuerdo razonable.
Ahora que caigo en la cuenta, me sorprende el pensar que a ninguno de mis colegas se les haya ocurrido escribir estas historias. ¿Será que al estar tan cerca del bosque no pueden ver los árboles? ¿O será falta de incentivo? No, la última explicación es difícil de mantener: muchos de ellos están tan faltos de dinero como yo, y se quejan con igual amargura de la regla de oro que ha establecido Drew: «NO SE FIA». Mi único temor, mientras mecanografío estas líneas en la vieja máquina «Remington Silenciosa», es que John Christopher o George Whitley o John Beynon estén ya enfrascados en su trabajo, utilizando la mejor parte del material, por ejemplo, aquella historia sobre el Silenciador Fenton…
No sé cuándo empezó; los miércoles son todos muy parecidos, y es difícil asociarles datos concretos. Además, algunas personas pueden permanecer anónimas durante un par de meses, perdidas entre la multitud de «El Ciervo Blanco» antes de que nadie se percate de su existencia. Probablemente así le ocurrió a Harry Purvis, porque cuando por primera vez me di cuenta de que estaba allí, él ya se había aprendido los nombres de la mayoría de las personas de nuestro grupo. Algo que yo no hago muy a menudo en estos tiempos, ahora que lo pienso.
Pero aunque no sepa
cuándo
, sí que recuerdo con exactitud
cómo
empezó todo. Bert Huggins era el catalizador o, para ser más preciso, lo era su voz. La voz de Bert puede catalizar cualquier cosa. Cuando se permite un susurro confidencial, suena como un sargento mayor dando órdenes a un regimiento completo. Y en cuanto se desmanda, la conversación languidece mientras todos esperamos a que esos huesecillos del oído interno recuperen su lugar habitual.
Se había peleado con John Christopher (todos lo hacemos tarde o temprano) y los gritos de la pelea habían interrumpido a los jugadores de ajedrez sentados en la parte de atrás del salón. Como de costumbre, los dos jugadores estaban rodeados de mirones, y todos nos levantamos sobresaltados cuando el bramido de Bert restalló sobre nuestras cabezas. Cuando desaparecieron los ecos, alguien exclamó: —¡Ojalá hubiera algún modo de hacerle callar!
Fue entonces cuando Harry Purvis replicó: —Lo hay, aunque no lo crea.
Miré a mi alrededor sin reconocer la voz y vi a un hombre bajo, trajeado impecablemente, como de unos treinta y tantos años. Fumaba en una de esas pipas talladas alemanas, que siempre me hacen pensar en los relojes de cuco y en la Selva Negra. Este detalle era lo único fuera de lo común en su aspecto: sin la pipa podía habérsele confundido con un funcionario del Tesoro de segunda categoría, adecuadamente vestido para una reunión del Comité de Hacienda Pública.
—¿Cómo dice? —pregunté.