Inmediatamente se produjo un caos indescriptible. Durante unos minutos todos creían haber perdido el sentido del oído, hasta que, viendo al resto comportarse de forma extraña, comprendieron que era una privación generalizada. Algún miembro del Departamento de Física debió entender en seguida lo que ocurría, porque empezaron a circular papelitos por la primera fila. El Vicerrector cometió la imprudencia de intentar restablecer el orden con gestos desde el escenario. Para entonces yo estaba tan muerto de risa que era incapaz de apreciar tales detalles.
No quedaba otra posibilidad que salir de la sala, y todos nos apresuramos a hacerlo. Creo que Kendall se había escapado, tan impresionado por el efecto de su treta que ni se ocupó de desenchufar el aparato. Tenia miedo de que le cogieran y le lincharan. En cuanto a Fenton, desgraciadamente nunca conoceremos su versión de la historia. Sólo podemos reconstruir los hechos posteriores a partir de la evidencia que quedó.
Tal y como yo lo imagino, debió esperar a que se vaciara la sala y a continuación entró sigilosamente para desenchufar su aparato. La explosión se pudo escuchar en toda la Escuela.
—¿La explosión? — preguntó alguien con sorpresa.
—Por supuesto. Me estremezco al pensar que nos salvamos por los pelos. Unas cuantas decenas de decibelios más, unos cuantos tonos más… y menos mal que no sucedió: cuando el teatro estaba aún lleno. Considérenlo como un ejemplo de los designios inescrutables de la Providencia, el que sólo el inventor fuera afectado por la explosión. Quizá fue lo mejor que podía haber ocurrido: al menos murió en su momento triunfal, y antes de que el Decano lo alcanzase.
—Basta de moralejas. ¿Qué ocurrió?
—Bueno, les dije que Fenton estaba muy verde en teoría. Si hubiera investigado el aspecto matemático del silenciador, habría dado con el error. El problema consiste en que la energía es
indestructible
. Incluso cuando se anula una sucesión de ondas con otra. Lo único que ocurre entonces es que la energía neutralizada se acumula en otro sitio. Es como barrer toda la suciedad de una habitación, a cambio de un montón invisible debajo de la alfombra.
Fijándonos en el aspecto teórico, el aparato de Fenton no era tanto un silenciador como un
colector
de sonido. Mientras estaba en funcionamiento, absorbía energía sonora constantemente. Y en ese concierto alcanzó la máxima potencia. Lo entenderían mejor si conocieran alguna composición de Edward England. Además, hay que tener en cuenta los ruidos producidos por el público —o mejor dicho, los ruidos que
intentaban
producir— en medio de la confusión. La cantidad total de energía debió ser tremenda, y el pobre Silenciador tuvo que absorberla. ¿Dónde fue a parar? Bueno, no conozco los detalles del circuito pero, probablemente, a los condensadores de energía. Cuando Fenton empezó a juguetear con él otra vez, fue como tocar una bomba. El sonido de sus pasos fue la gota que colmó el vaso. El aparato, sobrecargado, no pudo resistir más y explotó.
Nadie dijo una palabra durante unos minutos, quizá en señal de respeto por el difunto señor Fenton. Entonces Eric Maine, que había estado en la esquina mascullando sobre sus cálculos durante los últimos diez minutos, se abrió camino a través de los asistentes. Blandía agresivamente un trozo de papel delante de él.
—¡Eh! —dijo—. Yo tenía razón. Ese chisme nunca pudo funcionar. Las relaciones entre la fase y la amplitud… Purvis le hizo callar con un gesto de displicencia.
—Es lo que acabo de explicar —dijo pacientemente—. Si hubiera escuchado… Es una lástima que a Fenton le costara la vida descubrirlo.
Miró su reloj. Por alguna razón, parecía tener prisa por irse.
—¡Dios mío! Se está haciendo tarde. Recuérdenme uno de estos días que les hable de una cosa extraordinaria que descubrimos con el nuevo microscopio de protón. Es una historia aún más interesante.
Casi había alcanzado la puerta antes de que nadie pudiera contradecirle. Entonces George Whitley recobró la voz.
—Pero bueno, ¿cómo es posible que nunca hayamos oído hablar de este asunto? —Preguntó perplejo.
Purvis se paró en el umbral; su pipa burbujeó enérgicamente al recuperar el ritmo acostumbrado. Se volvió a mirarnos por encima del hombro.
—Es lo único que podíamos hacer —replicó—. No queríamos un escándalo.
De mortuis nil nisi bonum
: ya sabe. Además, dadas las circunstancias, ¿no creen que lo mas apropiado era… echar tierra sobre el asunto? Muy buenas noche a todos.
A pesar de que, según la opinión general, Harry Purvis no tiene rival entre los clientes de «El Ciervo Blanco» como narrador de historias extrañas (aunque algunas sean un tanto exageradas), no se debe pensar que su posición nunca se haya visto amenazada. En ocasiones, se ha eclipsado temporalmente. Siempre es entretenido observar el desconcierto de un experto, y debo confesar que me produce cierto placer recordar cómo el Profesor Hinckelberg venció a Harry en su propio terreno.
A lo largo del año, recibimos muchos visitantes americanos en «El Ciervo Blanco». Al igual que los clientes habituales, se trata generalmente de científicos u hombres de letras, por lo que el libro de visitantes que Drew guarda tras la barra contiene muchos nombres famosos. A veces los recién llegados vienen solos, presentándose tímidamente a la menor oportunidad. (Una vez vino un Premio Nobel tan apocado que estuvo sentado en una esquina durante una hora sin que nadie le reconociera, hasta que, haciendo de tripas corazón, se atrevió a decir quién era.) Otros llevan cartas de presentación, y no pocos llegan acompañados por clientes habituales, que después les dejan que se las arreglen como puedan.
El profesor Hinckelberg aterrizó una noche a bordo de un enorme Cadillac con la parte trasera en forma de cola de pez, que le habían prestado en el parque móvil de la plaza de Grosvenor. Sólo Dios sabe cómo se las había arreglado para introducirse por las estrechas calles laterales que llevan a «El Ciervo Blanco», pero, sorprendentemente, los parachoques parecían intactos. Era un hombre alto y encorvado, con ese tipo de cara, mezcla de Henry Ford y Wilbur Wright que generalmente acompaña al habla lenta y taciturna del pionero tostado por el sol. No era éste el caso del profesor Hinckelberg. Hablaba como un disco de larga duración a setenta y ocho revoluciones por minuto. En diez segundos nos enteramos de que era zoólogo y daba clases en una universidad de Virginia del Norte, que estaba de vacaciones, que trabajaba en un proyecto sobre el plancton para el Departamento de Investigación Naval, que le encantaba Londres e incluso le gustaba la cerveza inglesa, que había sabido de nuestra existencia a través de una carta en
Science
pero no podía creer que fuera cierto, que Stevenson no estaba mal, pero que si los demócratas querían volver deberían importar Winston, que le gustaría saber por qué demonios todas nuestras cabinas telefónicas estaban estropeadas y recuperar la pequeña fortuna en monedas de dos peniques que le habían robado, que había demasiados vasos vacíos, y ¿qué les parecería volver a llenarlos?
En general, la táctica de choque del profesor fue bien acogida, pero cuando hizo una pausa momentánea para recobrar el aliento, pensé: «Harry debe tener cuidado. Este tipo le da cien vueltas». Miré a Purvis, que estaba a unos cuantos pasos de mí, y vi que había fruncido los labios en una ligera mueca de desaprobación. Me arrellané en mi silla a la espera de acontecimientos.
Pasó mucho tiempo hasta que Hinckelberg fue presentado a todo el mundo, porque aquella noche había mucha gente. Harry, normalmente tan dispuesto a conocer personas célebres, parecía querer quitarse de en medio. Pero, finalmente, lo acorraló Arthur Vincent, que actúa como secretario informal del club y se asegura de que todos firmen en el libro de visitas.
—Estoy seguro de que usted y Harry tendrán mucho de qué hablar —dijo Arthur en una explosión de entusiasmo inocente—. Los dos son científicos, ¿no es cierto? A Harry le han ocurrido las cosas más extraordinarias. Cuéntale al profesor aquella historia sobre el U-235 que encontraste en el buzón del correo…
—No creo que el profesor… Hinckelberg esté interesado en mis pequeñas aventuras —dijo Harry con vivacidad—. Seguro que él tendrá mejores cosas de qué hablarnos.
He dado vueltas a esa respuesta muchas veces. No era propia de él. Generalmente, con un comienzo como aquel, Purvis se habría lanzado a hablar sin mayor dilación.
Quizá estuviera midiendo las fuerzas del enemigo, esperando a que el profesor cometiera el primer error para atacarle de frente. Si esta es la explicación, había juzgado equivocadamente a su contrincante, porque no le dio ninguna oportunidad. El profesor Hinckelberg despegó a propulsión y al instante se hallaba en pleno vuelo.
—¡Qué curioso que haya dicho eso! —dijo—. Precisamente hace poco me ocupé de un caso realmente extraordinario. Es una de esas cosas que no pueden considerarse como propiamente científicas, y me parece ésta una buena ocasión para desahogarme. No puedo hacerlo a menudo debido a las malditas medidas de seguridad, pero hasta la fecha nadie se ha ocupado de clasificar los experimentos del doctor Grinnell, por lo que hablaré sobre ellos, pues actualmente no constituyen un secreto.
Al parecer, Grinnell era uno de los múltiples científicos dedicados a interpretar el funcionamiento del sistema nervioso mediante circuitos eléctricos. Había empezado, como Grey Walter, Shannon y tantos otros, por construir modelos capaces de reproducir las acciones más simples de las criaturas vivientes. Su mayor triunfo en este sentido era un gato mecánico que cazaba ratones y que caía de pie cuando le arrojaban desde cierta altura. Pero rápidamente se había desviado en otra dirección, debido al descubrimiento de lo que él denominaba «inducción neural». Simplificando, se trataba nada menos que de un método para controlar el comportamiento de los animales.
Desde hace muchos años se sabe que todos los procesos mentales van acompañados por la emisión de corrientes eléctricas muy pequeñas, y durante mucho tiempo ha sido posible registrar estas complicadas fluctuaciones, pero aún no se han podido interpretar con exactitud. Grinnell no abordó la difícil tarea del análisis; se trataba de algo mucho más sencillo, aunque los resultados fueran muy complicados. Aplicó el dispositivo de registro a varios animales y con los resultados obtenidos formó una pequeña biblioteca, si así se le puede llamar, de impulsos eléctricos asociados a sus comportamientos. Un determinado patrón de voltaje se correspondería con un movimiento a la derecha, otro con un desplazamiento en círculo, otro con la inmovilidad total, y así sucesivamente. Ya suponía un descubrimiento muy interesante, pero Grinnell no se conformó sólo con eso. Mediante el
play-back
de los impulsos que había grabado, podía obligar a los animales a repetir un movimiento, tanto si querían como si no.
Casi todos los neurólogos admitirían que tal cosa es posible en teoría, pero pocos creerían que pudiera llevarse a la práctica debido a la tremenda complejidad del sistema nervioso. Grinnell había hecho sus primeros experimentos sobre formas de vida muy elementales, obteniendo respuestas relativamente simples.
—Sólo vi uno de sus experimentos —dijo Hinckelberg—. Se trataba de una babosa de gran tamaño que se arrastraba sobre un cristal horizontal. Le había colocado media docena de cables diminutos que llegaban hasta un panel de control que Grinnell manipulaba. Sólo tenía dos conmutadores, y mediante las modificaciones adecuadas obligaba a la babosa a moverse en cualquier dirección. A los ojos de un profano podría parecer un experimento trivial, pero yo comprendí en seguida sus tremendas implicaciones. Recuerdo haberle dicho a Grinnell que tenía la esperanza de que su mecanismo nunca se aplicara a seres humanos. Acababa de leer
1984
, de Orwell, e imaginaba lo que El Gran Hermano habría sido capaz de hacer con un chisme como aquel.
Como siempre tengo mucho trabajo, me olvidé por completo del asunto durante un año. Para entonces, Grinnell había mejorado considerablemente su aparato, y lo había aplicado a organismos más complejos, aunque por razones técnicas se había limitado a los invertebrados.
Poseía un almacén enorme de «órdenes», susceptibles de ser repetidas a sus animales. Parece mentira que seres tan diferentes como gusanos, caracoles, insectos, crustáceos y otros muchos, reaccionaran bajo los mismos impulsos eléctricos, pero así es.
Si no hubiera sido por el doctor Jackson, Grinnell se habría encerrado en su laboratorio el resto de su vida, recorriendo poco a poco todo el reino animal. Jackson era un hombre extraordinario; seguramente habrán visto alguna película suya. En algunas esferas se le consideraba más como un aficionado en busca de publicidad que como un auténtico científico, y los círculos académicos desconfiaban de él porque tenía demasiados intereses. Había dirigido expediciones al desierto de Gobi, al Amazonas, e incluso había hecho una incursión al Antártico. Cada viaje le había supuesto un éxito editorial y varias millas de Kodachrome. Y a pesar de los informes en contra, creo que efectivamente había obtenido materiales científicos de gran valor, si bien un tanto accesorios.
No sé cómo se enteraría Jackson del trabajo de Grinnell, o cómo le convenció para que cooperase. Era muy persuasivo, y seguramente le ofreció a Grinnell una gran suma, porque era de esa clase de persona que se gana la confianza de los inversionistas. Fuera como fuese, a partir de entonces Grinnell empezó a trabajar rodeado del mayor de los secretos. Todo lo que sabíamos era que estaba construyendo una versión mayor de su aparato, al que había incorporado los refinamientos más recientes. Cuando se le preguntaba, se retorcía nerviosamente y contestaba: «Nos vamos de caza mayor».
Tardó un año en prepararlo todo, y supongo que Jackson —que siempre andaba con prisas— debía estar muy impaciente. Pero al fin estuvo todo listo. Grinnell y todas sus cajas misteriosas desaparecieron en dirección a África.
Aquí puede verse la mano de Jackson. Me imagino que no querría publicidad prematura, algo muy comprensible si se considera la naturaleza un tanto fantástica de la expedición. Según los indicios con los que nos despistó a todos premeditadamente, como descubriríamos más tarde, esperaba obtener fotografías insólitas de animales en estado salvaje, utilizando el aparato de Grinnell. Me pareció un poco raro, a no ser que Grinnell hubiera conseguido conectar el mecanismo a un radio-transmisor. No parecía probable que pudiera conectar los cables a un elefante en plena embestida…