Cuentos de la Taberna del Ciervo Blaco (2 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

No hizo el menor caso, sino que se enfrascó en el minucioso arreglo de su pipa.

Entonces me di cuenta de que no era, como yo creí a primera vista, una elaborada pieza de madera tallada. Se trataba de algo mucho más sofisticado: un artilugio de metal y plástico parecido a una planta de ingeniería química en miniatura. Tenía incluso un par de válvulas diminutas. ¡Dios mío, sí era una planta de ingeniería química…!

No me sorprendo fácilmente, pero no intenté ocultar mi curiosidad. Me dirigió una sonrisa de superioridad.

—Todo sea por la ciencia. Es una idea del Laboratorio de Biofísica. Quieren saber con exactitud qué elementos componen el humo del tabaco, y por éso han colocado estos filtros. Supongo que ya conoce el viejo argumento: ¿produce el fumar cáncer de lengua, y si así fuera, de qué forma ? El problema consiste en que se necesitan muchísimas destilaciones para identificar algunos de los subproductos más oscuros. Así que tenemos que fumar en grandes cantidades.

—¿No le quita placer semejante sistema de tuberías?

—No sé. Soy simplemente un voluntario. Yo no fumo.

—¡Ah! —dije. De momento, ésa parecía ser la única respuesta. Entonces recordé cómo había empezado la conversación.

—Estaba usted diciendo —continué con cierto reparo, porque todavía sonaba un ligero tintineo en mi oído izquierdo— que existe una manera de hacer callar a Bert. A todos nos gustará oírlo… aunque parezca una extraña mezcla de metáforas.

—Pensaba —replicó tras unas cuantas chupadas— en el desafortunado Silenciador Fenton. Una triste historia, y, sin embargo, creo que con una interesante lección para todos nosotros. Algún día —¿quién sabe?— alguien podría perfeccionarlo y ganarse las bendiciones de todo el mundo.

Chupada, pompa, pompa,
plop
.

—Bueno, cuéntenos la historia. ¿Cuándo ocurrió?

Suspiró.

—Casi siento el haberla mencionado. Pero si ustedes insisten —y, por supuesto, partiendo de la base de que no saldrá de esta habitación…

—Claro, claro.

—Bien, Rupert Fenton era uno de nuestros ayudantes de laboratorio. Un joven muy brillante, con una buena preparación técnica, pero, naturalmente, no muy ducho en teoría. Siempre estaba fabricando chismes durante su tiempo libre. Por lo general, la idea era buena, pero con fundamentos teóricos tan endebles, que los aparatos casi nunca funcionaban. Este hecho no parecía descorazonarle: creía ser un Edison redivivo, e imaginaba que podía hacer una fortuna con lámparas de radio y otros desechos del laboratorio. Como su pasatiempo no interfería con el trabajo, nadie se oponía; por el contrario, los ayudantes del laboratorio de física siempre le estaban animando, porque, al fin y al cabo, es reconfortante ver a alguien entusiasmado. Pero nadie pensaba que llegaría muy lejos, porque ni siquiera creo que fuera capaz de integrar
e
elevado a
x
.

—¿Es posible tal ignorancia? —preguntó alguien con asombro.

—Puede que esté exagerando. Digamos
x
por
e
elevado a
x
. De todas formas, sus conocimientos eran enteramente prácticos; rutina, en una palabra. Por muy complicado que fuera un esquema, podía construir el aparato, pero, a no ser que se tratara de algo realmente simple, como un televisor, no entendía el funcionamiento. El problema consistía en que no era consciente de sus limitaciones. Y eso, como verán, fue realmente una desgracia.

Creo que se le debió ocurrir la idea mientras observaba a los estudiantes de física hacer experimentos de acústica. Doy por sentado que todos ustedes conocen el fenómeno de la interferencia.

—¡Naturalmente!— contesté.

—¡Eh! — dijo uno de los jugadores de ajedrez, que había abandonado todo intento de concentrarse en el juego (probablemente porque iba perdiendo)—. Yo no.

Purvis le miró como si estuviera contemplando a un ser sin derecho a habitar en un mundo en el que se había inventado la penicilina.

—En ese caso —dijo fríamente— supongo que tendré que explicarlo —ignoró nuestras protestas—. No, insisto. Hay que explicar estas cosas a quien no las entienden. Si alguien se lo hubiera explicado al pobre Fenton antes de que fuera demasiado tarde…

Miró un tanto despectivamente al jugador de ajedrez, que estaba muerto de vergüenza.

—No sé —empezó a decir— si alguna vez se ha parado a pensar sobre la naturaleza del sonido. Es suficiente con decir que consiste en varias series de ondas que se mueven a través del aire. No son, por supuesto, ondas como las que se producen en la superficie del mar. Esas ondas son movimientos de subida y bajada, en tanto que las ondas sonoras consisten en una alternancia de compresiones y rarefacciones.

—¿Rarequé?

—Rarefacciones.

—¿No querrá decir «rarificaciones»?

—No. Dudo que exista semejante palabra, pero si así fuera, no debería existir —contestó secamente Purvis, con el aplomo de un Sir Alan Herbert vertiendo un neologismo singularmente repulsivo en su frasco mortal—. ¿Por dónde iba? ¡Ah, ya!, estaba explicando el sonido. Cuando producimos cualquier tipo de ruido, desde el susurro más delicado hasta esa conmoción que nos ha atronado hace un momento, una serie de cambios de presión se mueve a través del aire. ¿Han visto alguna vez una locomotora de maniobras en funcionamiento en una vía muerta? Sería un ejemplo perfecto. Tenemos una larga hilera de vagones de mercancías, unidos unos a otros. Un extremo se mueve, los dos primeros vagones comienzan a andar juntos y entonces se puede apreciar la onda de compresión moviéndose en toda la línea. Detrás ocurre justo lo contrario: la rarefacción, —insisto, rarefacción— a medida que los vagones se separan de nuevo.

Es muy sencillo cuando existe una sola fuente de sonido, es decir, un sólo conjunto de ondas. Pero supongamos que tuviésemos dos tipos de ondas, ambas moviéndose en la misma dirección. Es entonces cuando se produce la interferencia, y existen cientos de experimentos curiosos en física elemental que así lo demuestran. Sobre lo único que habría que preocuparse en este caso sería sobre el hecho —e imagino que todos estarán de acuerdo, ya que es evidente— de que si se pudieran obtener dos grupos de ondas en
perfecta
disonancia, el resultado total sería ni más ni menos que cero.

El pulso de compresión de una onda sonora estaría por encima de la rarefacción de otra; resultado neto: no habría posibilidad de cambio y, por tanto, no se produciría sonido alguno. Volviendo a la analogía con la hilera de vagones, sería como tirar del vagón y empujarlo simultáneamente. No pasaría absolutamente nada.

Sin duda, algunos de ustedes ya sabrán a dónde quiero llegar, y comprenderán el principio básico del Silenciador Fenton. Supongo que el joven Fenton utilizó el siguiente argumento: «Este mundo nuestro», se diría a sí mismo, «es demasiado ruidoso. Si alguien consiguiera inventar un silenciador realmente perfecto, podría obtener una gran fortuna. ¿Pero, cómo tendría que ser…?»

No le llevó demasiado tiempo dar con la respuesta; ya les dije que era un muchacho brillante. El modelo piloto no tenía gran complicación. Consistía en un micrófono, un amplificador especial y un par de altavoces. Cualquier sonido podía ser recogido por el micrófono, amplificado e invertido, de tal modo que quedara totalmente desfasado con respecto al sonido original. Después, pasaba a través de los altavoces, la onda original y la nueva se destruían, y el resultado final era silencio absoluto.

Por supuesto, era algo más complejo. Necesitaba un ajuste para asegurarse de que la onda destructura poseía la intensidad adecuada —de otro modo, sería incluso peor que al principio. Pero éstos son detalles técnicos con los que no les aburriré por más tiempo. Como muchos de ustedes reconocerán, es una simple aplicación de un
feed back
negativo.

—¡Un momento!— interrumpió Eric Maine. Eric, debo decirlo, es un experto en electrónica y edita no sé qué revista sobre televisión. También ha escrito una obra de teatro sobre un viaje espacial, pero esa es otra cuestión.

—¡Un momento! Aquí hay algo falso. No se puede obtener silencio de esa manera. Es imposible ajustar la fase… Purvis se colocó de nuevo la pipa en la boca. Durante unos segundos se oyó un burbujeo siniestro que me hizo pensar en el primer acto de
Macbeth
. Clavó sus ojos en Eric.

—¿Sugiere usted —dijo fríamente— que esta historia es falsa?

—Bueno, no diría tanto, pero… —la voz de Eric se desvaneció como si le hubieran aplicado el silenciador. Sacó un sobre viejo del bolsillo, junto a una colección de resistores y condensadores que parecían enredados en el pañuelo, y comenzó a trazar números. Eso fue lo último que se le vio hacer durante algún tiempo.

—Como estaba diciendo —continuó Purvis pausadamente—, ésa es la forma en que el Silenciador Fenton funcionaba. El primer modelo no era muy potente, y no podía enfrentarse con notas muy bajas o muy altas. El resultado era extraño. Cuando estaba enchufado, y alguien intentaba hablar, podían escucharse los dos extremos del espectro —un débil chillido como de murciélago y una especie de rumor sordo—. Pero lo solucionó en seguida utilizando un circuito más lineal (¡maldición, no puedo evitar el usar algunos términos técnicos!), y en el modelo perfeccionado podía producir silencio absoluto sobre un área bastante considerable. No sólo en una habitación corriente, sino en una estancia de grandes dimensiones. Sí… Fenton no era uno de esos inventores reservados que no cuentan a nadie sus propósitos por temor a que les roben las ideas. Siempre estaba dispuesto a hablar, incluso en exceso. Discutía sus ideas con el personal y los estudiantes, en cuanto alguien quería escucharle. Así fue como una de las primeras personas a quienes hizo una demostración del Silenciador perfeccionado, fue un estudiante de Arte llamado —creo—, Kendall, que estudiaba física como asignatura complementaria. Kendall quedó muy impresionado por el Silenciador, y con razón. Pero, como podrán suponer, no estaba interesado en sus posibilidades comerciales, o en el bombazo que podría suponer para los escandalizados oídos de la humanidad doliente. Ni hablar. Tenía algo muy distinto en su mente.

Permítanme una pequeña digresión. En la Escuela tenemos una Asociación Musical floreciente, y en los últimos años ha aumentado el número de sus miembros de tal forma que ya puede abordar las sinfonías menos complicadas. En el año en que ocurrieron los hechos de que estoy hablando, se hallaba embarcada en una empresa muy ambiciosa. Iba a poner en escena una nueva ópera, la obra de un joven compositor de gran talento, cuyo nombre no sería oportuno mencionar, dado que ahora es bien conocido de todos ustedes. Llamémosle, por tanto, Edward England. He olvidado el título de la obra, pero era uno de esos severos dramas de amor trágico que por alguna razón que soy incapaz de comprender, parecen menos ridículos con acompañamiento musical. Sin duda, una gran parte depende de la música.

Todavía recuerdo estar leyendo la sinopsis mientras esperaba a que se alzara el telón, y hasta la fecha no he sido capaz de saber si el libreto estaba escrito en serio o no. Vamos a ver… se desarrollaba al final de la época victoriana, y los principales personajes eran Sarah Stampe, la apasionada administradora de correos, Walter Partridge, el guardabosques saturnino, y el hijo del terrateniente, cuyo nombre no recuerdo. Es la historia del eterno triángulo, complicado por el temor de los campesinos al cambio —en este caso, el nuevo sistema telegráfico, que según las viejas del lugar afectaría a la leche de las vacas y traería problemas en la época de reproducirse las ovejas—.

Pasando por alto los adornos, era el típico drama de celos operísticos. El hijo del terrateniente no quiere emparentarse con la Oficina de Correos, y el guardabosques, enloquecido por la negativa, se dispone a vengarse.

La tragedia alcanza su terrible punto culminante cuando la pobre Sarah, estrangulada con cordón de empaquetar, es hallada en una saca de correo en el Departamento de Cartas Perdidas. Los habitantes del pueblo cuelgan a Partridge del poste de telégrafos más cercano, con el consiguiente disgusto de los celadores. Tenía que cantar un aria mientras le colgaban:
éso
es algo que me duele haber perdido.

El hijo del terrateniente se da a la bebida, o se marcha a las colonias, o ambas cosas a la vez, y eso es todo.

Seguro que estarán ustedes preguntándose a qué viene esta disquisición: les pido que me escuchen un momento. El hecho es que mientras ensayaban esta historia de celos sintéticos, tras los bastidores se desarrollaba una tragedia real. La joven que desempeñaba el papel de Sarah Stampe había rechazado a Kendall, el amigo de Fenton. No creo que fuera una persona particularmente vengativa, pero lo cierto es que vio una oportunidad única para vengarse. Hay que reconocer que la vida de estudiante favorece cierta irresponsabilidad, y en idénticas circunstancias, ¿cuántos de nosotros habrían dejado escapar semejante oportunidad?

Veo que empiezan a entender. Pero el auditorio no tenía la menor sospecha de lo que ocurría cuando comenzó la obertura.

La concurrencia era de lo más distinguida: todo el mundo había acudido, incluso el Rector. Se veían decanos y profesores por todas partes; nunca llegué a descubrir cómo habían conseguido que acudiera tanta gente. Ahora que lo pienso, no recuerdo ni siquiera por qué estaba yo allí.

La obertura acabó entre aplausos y algún que otro silbido por parte de los más ruidosos. Quizá sea injusto; en realidad ellos eran los más melodiosos. Entonces se alzó el telón. La escena se desarrollaba en la plaza del pueblo de Doddering Sloughleigh, alrededor de 1860. Aparece la heroína, leyendo el correo de la mañana. Encuentra una carta dirigida al joven terrateniente y rápidamente se lanza a cantar.

El primer aria de Sarah no era tan mala como la obertura, pero sí muy aburrida. Afortunadamente, sólo tendríamos ocasión de escuchar las primeras notas…

No es necesario preocuparse de detalles sin importancia, tales como la forma en que Kendall convenció al pobre Fenton, si es que el inventor siquiera llegó a sospechar cómo se iba a utilizar su descubrimiento. La demostración fue muy convincente. Un silencio absoluto cubrió la sala, y Sarah Stampe se apagó de forma similar a un programa de televisión cuando se quita el sonido. El público quedó helado en sus asientos, mientras los labios de la cantante se movían sin producir sonido alguno. De repente, se dio cuenta de lo que ocurría y vimos cómo abría la boca intentando gritar. Huyó hacia los bastidores en medio de una lluvia de cartas.

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