Nadie hizo más preguntas: creo que todos sentimos el deseo de enfrascarnos en nuestros propios pensamientos. Hubo un silencio largo y profundo antes de que «El Ciervo Blanco» reanudara su actividad habitual. Pero a los pocos minutos, Charlie comenzó a silbar de nuevo «La Ronde».
Llegué tarde a «El Ciervo Blanco» aquella noche. Todos se habían arremolinado en el rincón del tablero de dardos. Todos excepto Drew: él no había abandonado su puesto, estaba sentado tras la barra, leyendo a T. S. Eliot. Dejó la lectura de
El empleado confidencial
para servirme una cerveza y ponerme al corriente de lo que sucedía.
—Eric ha traído una especie de máquina de juegos; ya ha derrotado a todo el mundo. Sam está probando suerte ahora.
En ese momento se oyeron unas carcajadas estrepitosas, que anunciaban que Sam no había tenido más suerte que los otros, y me dirigí hacia la multitud para ver qué pasaba.
Sobre la mesa había una caja plana de metal del tamaño de un tablero de ajedrez, dividida asimismo en cuadrados. En la esquina de cada cuadrado había un interruptor y una pequeña lámpara de neón, y el conjunto completo estaba conectado con el enchufe de la luz (de este modo, el tablero de dardos quedaba sumido en la oscuridad) y Eric Rodgers andaba en busca de una nueva víctima.
—¿Cómo funciona ese chisme?—pregunté.
—Es una modificación del tres en raya. Shannon me lo enseñó cuando estuve en los laboratorios Bell. Tienes que hacer un recorrido completo desde un lado del tablero al otro —digamos de norte a sur— girando estos interruptores. Imagínate que forma una red de calles y que estas lamparitas son los semáforos. La máquina y tú os turnáis para mover. La máquina tratará de bloquearte el camino moviéndose en dirección este–oeste; las lamparitas de neón se encienden para indicar qué dirección quiere seguir. El recorrido no tiene que seguir una línea recta, puedes mover en zigzag todo lo que quieras. Lo único que importa es que el recorrido sea continuo, y el primero en atravesar el tablero gana.
—Quieres decir la máquina, ¿no?
—Bueno, nadie ha conseguido vencerla hasta ahora.
—¿No se puede forzar un empate mediante el bloqueo del recorrido de la máquina, por lo menos para no perder?
—Eso estamos intentando: ¿te animas?
Dos minutos más tarde pasé a engrosar la fila de los perdedores. La máquina había regateado todos mis obstáculos, estableciendo su recorrido en dirección este–oeste. No me convencía su imbatibilidad, pero el juego era mucho más complicado de lo que parecía.
Eric miró a su alrededor cuando yo me retiré. Nadie parecía estar dispuesto a avanzar hacia el tablero.
—¡Aja!—exclamó—. La persona que yo buscaba. ¿Qué me dices, Purvis? Tú aún no lo has intentado.
Harry Purvis estaba de pie detrás de la multitud, con una mirada ausente en sus ojos. Bajó a la tierra de nuevo, cuando Eric le llamó, pero no contestó la pregunta directamente.
—¡Qué fascinantes son estas computadoras electrónicas! —exclamó distraídamente—. Supongo que no debería decírtelo, pero tu artilugio me trae a la memoria lo que ocurrió con el Proyecto Clausewitz. Una historia curiosa, que costó cara a los contribuyentes americanos.
—Oye —dijo John Wyndham con voz angustiada—. Sé un buen chico y déjanos llenar los vasos. ¡Drew!
Una vez terminado este importante asunto, nos reunimos en torno a Harry. Sólo Charlie Willis seguía con la máquina, probando su suerte esperanzadamente.
—Como todos sabéis —comenzó Harry—, la Ciencia con mayúscula es muy importante en el ámbito militar hoy en día. Su utilización para fabricar armamentos —cohetes, bombas atómicas y demás— es sólo un aspecto, si bien el único que el gran público conoce. Es mucho más fascinante, en mi opinión, las investigaciones que se llevan a cabo en relación con las operaciones bélicas. Podría decirse que tiene mayor relación con la inteligencia que con la fuerza bruta. En una ocasión alguien lo definió como la forma de ganar guerras sin luchar, y no me parece una mala descripción.
La mayoría de las grandes computadoras electrónicas que proliferaron como hongos en los años cincuenta fueron programadas para resolver problemas matemáticos, pero, pensándolo bien, la guerra misma es un problema matemático, tan complicado que la mente humana no puede resolverlo; pueden darse demasiadas variantes. Incluso el más genial de los estrategas no puede abarcar el esquema completo: los Hitlers y los Napoleones siempre cometen algún error al final.
Pero una máquina… eso es otra cuestión. Al final de la guerra muchas personas brillantes se dieron cuenta de ello. Las técnicas utilizadas en la construcción de ENIAC y de las otras computadoras podrían revolucionar la estrategia.
Y de aquí surgió el Proyecto Clausewitz. No me precintéis cómo llegué a enterarme ni me presionéis para que os dé demasiados detalles. Lo único importante es que gran cantidad de equipo electrónico por valor de miles de megadólares y algunos de los mejores cerebros científicos de los Estados Unidos fueron a parar a cierta cueva en las colinas de Kentucky. Aún siguen allí, pero los acontecimientos no se han desarrollado de la forma esperada.
No sé si habréis conocido a muchos militares de alto rango, pero hay un tipo con el que todos os habréis topado en las novelas: el militar pomposo, conservador y anticuado, con mucha ambición, pero que alcanza el éxito sólo por la presión de quienes vienen empujando desde abajo; hace todo siguiendo reglas y ordenanzas y considera a los civiles, en el mejor de los casos, como neutrales poco amistosos. Os diré un secreto: ese tipo existe en la realidad. No es muy común hoy en día, pero todavía da la lata, y a veces es imposible ponerle en un cargo sin riesgos. Cuando eso ocurre, vale su peso en plutonio para «el otro bando».
Al parecer, el general Smith era un personaje con estas características. Naturalmente, no he dado su auténtico nombre. Su padre era senador, y aunque muchos miembros del Pentágono hicieron cuanto pudieron, la influencia del viejo había impedido que el general fuera designado para desempeñar alguna misión sin importancia, como la defensa costera de Wyoming. A contrario, por una aciaga fortuna, le nombraron oficial responsable del Proyecto Clausewitz.
Sólo tenía a su cargo el aspecto administrativo, no el científico. Todo habría marchado bien si el general se hubiera conformado con dejar a los científicos trabajar en paz, mientras él se concentraba en la corrección de los saludos, el coeficiente de brillo de los suelos de los barracones y cuestiones similares de importancia militar. Desgraciadamente, no ocurrió así.
El general había vivido bastante aislado del mundo. Era, parafraseando a Wilde —al fin y al cabo, todo el mundo lo hace— un hombre de paz, excepto en su vida doméstica. Hasta entonces no había conocido a ningún científico, y el choque fue considerable. Quizá por eso no sea justo culparle por lo que sucedió.
Tardó mucho tiempo en entender los planes y objetivos del Proyecto Clausewitz, y cuando por fin lo entendió, se quedó muy preocupado. Puede que le hiciera sentirse incluso menos amistoso hacia el personal científico, porque, a pesar de lo que he dicho, el general no era tan tonto. Era lo suficientemente inteligente como para comprender que si el Proyecto triunfaba, habría tantos generales retirados que ni siquiera reuniendo todas las industrias americanas habría bastantes puestos de gerentes para absorberles.
Pero dejemos al general y pasemos a los científicos. Había unos cincuenta, y doscientos técnicos. Todos habían pasado por la criba del F.B.I, así que solo una media docena podían ser miembros activos, del Partido Comunista. Aunque después se habló de sabotaje, por una vez los camaradas eran totalmente inocentes. Además, lo que ocurrió no puede calificarse de sabotaje, en la acepción corriente de la palabra…
El verdadero creador de la computadora era un apacible geniecillo de las matemáticas al que habían sacado de la universidad para llevarlo a las colinas de Kentucky y al mundo de la Seguridad y Prioridades antes de que se diera cuenta de lo que ocurría. No se llamaba Milquetoast
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, pero le cuadra el nombre y así le llamaré.
Para completar el cuadro de personajes, será mejor que presente a Karl. Por entonces, Karl estaba a medio construir, como todas las grandes computadoras, estaba compuesto en su mayor parte por múltiples unidades memorizadoras, capaces de recibir y archivar información hasta que se necesitare. La parte creativa del cerebro de Karl —los analizadores e Integradores— recogían esta información y la transformaban, dando las respuestas adecuadas a las preguntas. Con todos los datos pertinentes en sus manos, Karl podía dar las respuestas adecuadas. El problema residía en proveer a Karl con todos los datos —no se podía esperar obtener los resultados deseados a partir de información incorrecta o inadecuada.
La responsabilidad de diseñar el cerebro de Karl recayó sobre el doctor Milquetoast. Ya sé que es una forma descaradamente antropomórfico de enfocarlo, pero nadie puede negar que estos computadores tienen cierta personalidad. Sería difícil explicarlo con claridad sin utilizar terminología técnica, así que sólo diré que el pequeño Milquetoast tuvo que crear los circuitos extremadamente complejos que permitirían a Karl pensar en la forma deseada.
Ya tenemos a nuestros tres protagonistas: el general Smith, añorando los días de Custer, el doctor Milquetoast, perdido en las complejidades fascinantes de su trabajo científico y Karl, cincuenta toneladas de material electrónico aun sin las corrientes vivificadoras que pronto le recorrerían.
Pronto, pero no lo suficiente para el general Smith. No seamos demasiados duros con el general; probablemente alguien le estaba presionando, y ante la evidencia de que el Proyecto no seguía el ritmo previsto, llamó al doctor Milquetoast a su despacho.
La entrevista duró más de treinta minutos, y el doctor dijo menos de treinta palabras. El general hizo varios comentarios agudos sobre tiempos de producción, vencimiento de plazos y embotellamientos. Creía que la construcción de Karl no presentaba diferencias esenciales con el montaje de un modelo ordinario de la casa Ford: todo consistía en unir las piezas. El doctor Milquetoast no era el tipo de persona capaz de explicar el error, incluso si el general le hubiera dado la oportunidad de hacerlo. Abandonó el despacho resentido por la injusticia.
Una semana después, se puso en evidencia que la construcción de Karl se retrasaría aún más. Milquetoast trabajaba al tope de sus posibilidades, más que los otros. Tuvieron que resolver problemas muy por encima de la limitada capacidad del general. Los resolvieron, pero tardaron algún tiempo, del que andaban muy escasos.
En su primera entrevista el general había tratado de parecer amable, pero lo único que consiguió fue mostrarse grosero. En la segunda, trató de ser grosero, y ya os podéis imaginar los resultados. Prácticamente sugirió que Milquetoast y sus colegas, por el hecho de sobrepasar la fecha señalada, podían ser acusados de inactividad antiamericana.
A partir de entonces ocurrieron dos cosas: las relaciones entre el ejército y los científicos se deterioraron y por primera vez el doctor Milquetoast empezó a pensar seriamente en las implicaciones de su trabajo. Siempre había estado demasiado ocupado, demasiado absorto en los problemas inmediatos de su tarea como para considerar sus responsabilidades sociales. Aún seguía ocupado, pero no tanto como para que le impidiese pararse a reflexionar. «Aquí estoy», se dijo a sí mismo, «uno de los mejores matemáticos del mundo, y, ¿qué estoy haciendo? ¿Qué fue de mi tesis sobre las ecuaciones diofánticas? ¿Cuándo voy a darle un repasito al teorema de los números primos, es decir, cuándo voy a ponerme a trabajar en serio otra vez?»
Podría haber dimitido, pero ni siquiera se le ocurrió. Bajo aquella apariencia dulce y tímida se ocultaba una naturaleza testaruda. El doctor Milquetoast prosiguió su trabajo, incluso con más brío que antes. La construcción de Karl se llevaba a cabo lenta pero ininterrumpidamente; se soldaron las últimas conexiones de su cerebro multicelular, se revisaron los miles de circuitos y, finalmente, los mecánicos inspeccionaron y pusieron a prueba el aparato.
El doctor Milquetoast comprobó uno de los circuitos, indistinguible en la maraña de múltiples otros, que conectaba con un conjunto de células de memoria, idénticas en apariencia al resto; nadie más que él sabía de su existencia.
Y por fin llegó el gran día. Personalidades muy importantes se trasladaron a Kentucky siguiendo diversas rutas. Una auténtica constelación de generales estrellados vinieron del Pentágono. Incluso la Flota Naval estuvo presente.
Orgullosamente, el general Smith acompañó a los visitantes de cueva en cueva, a través de los depósitos de memoria, de las estaciones seleccionadoras, de los analizadores matrices y, finalmente, a las filas de máquinas de escribir eléctricas, en las que Karl habría de imprimir los resultados de sus deliberaciones. El general desempeñó su papel con soltura; al menos, recordó el nombre de cada aparato. Incluso dio la impresión, a los que no estaban en el secreto, de que compartía la responsabilidad de la fabricación de Karl.
«Bueno», dijo el general animadamente. «Vamos a hacerle trabajar un poco. ¿Quiere alguien plantearle una suma?»
Al sonido de la palabra «suma», los matemáticos retrocedieron, pero el general no se percató de su faux pas. Los jefazos pensaron durante un rato; después alguien se atrevió a decir: «¿Cuánto es nueve multiplicado por sí mismo veinte veces ?» Uno de los técnicos, esbozando una mueca desdeñosa, golpeó unas cuantas teclas. Una máquina de escribir eléctrica produjo un ruido como de ametralladora y antes de que a nadie le diera tiempo a pestañear, apareció la respuesta con sus veinte dígitos.
(Posteriormente comprobé por mi cuenta que era la respuesta correcta; por si le interesa a alguien, es:
12157665459056928801
Pero volvamos con Harry y su relato.)
Durante quince minutos, bombardearon a Karl con trivialidades similares. Los visitantes quedaron impresionados, aunque no hay razón alguna para pensar que, si hubieran sido erróneas todas las respuestas, se habrían dado cuenta.
El general tosió modestamente. Sus conocimientos no llegaban más allá de la aritmética elemental, y Karl apenas había empezado a calentarse. «Y ahora, les dejaré con el capitán Winkler», dijo.