Cuentos de la Taberna del Ciervo Blaco (11 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Me presenté primero y, tal como yo deseaba, se apresuró a hacer lo mismo. Era el profesor Takato, biólogo adscrito a una de las universidades más conocidas del Japón. No parecía muy japonés, excepto por el bigote que mencioné antes. Con aquel porte erguido y digno, me recordaba a un viejo coronel de Kentucky que conocí una vez.

Tras ofrecerme un vino extraño pero muy refrescante, nos sentamos y conversamos durante un par de horas. Como les ocurre a la mayoría de los hombres de ciencia, se sentía feliz al poder hablar con alguien que sabría valorar su trabajo. Es cierto que mi campo es la física y la química más que la biología, pero las investigaciones del profesor Takato me parecieron fascinantes.

Supongo que no sabréis gran cosa sobre las termitas, así que voy a recordaros sus características principales. Son uno de los insectos sociales más desarrollados, y viven en grandes colonias en toda la extensión de los trópicos. No soportan el frío, pero lo curioso es que tampoco aguantan la luz directa del sol. Cuando tienen que trasladarse de un lugar a otro, construyen pequeñas vías cubiertas. Al parecer, tienen un medio de comunicarse que desconocemos pero que es casi instantáneo, y aunque individualmente son bastante indefensas y torpes, reunidas en una colonia se comportan como un ser inteligente. Algunos escritores han establecido comparaciones entre un termitero y el cuerpo humano, compuesto también éste de células vivas individuales que forman una entidad muy superior a las unidades básicas. A las termitas a menudo se les llama «hormigas blancas», pero es una denominación incorrecta, porque no son hormigas en absoluto, sino otra especie muy distinta. ¿O debería haber dicho otro «género»? Nunca me aclaro con estas cosas…

Bueno, perdonad esta breve conferencia, pero es que después de oír a Takato durante un rato yo también empecé a entusiasmarme por las termitas. ¿Sabíais, por ejemplo, que además de cultivar huertas tienen también sus propias vacas —vacas–insecto, claro—, y que las ordeñan? La verdad es que son unos seres endiabladamente complejos, aunque actúan siempre por instinto.

Pero será mejor que os hable del profesor. Cuando yo le conocí, se hallaba solo, y llevaba ya varios años en la isla, pero contaba con algunos ayudantes que le traían materiales e instrumentos del Japón y le asistían en el trabajo. Su primer logro importante fue hacer con las termitas lo que von Frisch había hecho con las abejas: aprender su lenguaje. Era mucho más complejo que el sistema de comunicación empleado por las abejas, que como probablemente sabéis se basa en movimientos de danza. Supe que la red de cables que unía los termiteros con el laboratorio no sólo permitía al profesor Takato escuchar a las termitas cuando hablaban entre sí, sino que también le servía, para hablarlas a ellas. No es tan fantástico como parece si se utiliza la palabra «hablar» en su sentido más amplio. Hablamos con muchos animales, pero por supuesto no siempre utilizando la voz. Cuando lanzas un palo para que tu perro corra a cogerlo, estás empleando una forma de hablar: un lenguaje de signos. Por lo que pude entender, el profesor había elaborado una especie de código que las termitas comprendían, aunque yo ignoraba hasta qué punto servía para transmitir conceptos.

Volví todos los días, en cuanto tenía un rato libre, y al cabo de una semana ya éramos buenos amigos. Quizá os extrañe que lograra mantener en secreto estas visitas, pero la isla era bastante grande y todos mis colegas, como yo, salían con frecuencia a explorarla. Por alguna razón, pensaba que el profesor Takato era de mi exclusiva propiedad y no quería exponerle a la curiosidad de mis compañeros, unos tipos incultos, graduados de una universidad provinciana como Oxford o Cambridge.

Me alegra decir que fui útil al profesor; le arreglé la radio y le instalé parte de su equipo electrónico. Utilizaba mucho los rastreadores radiactivos para seguir individualmente a algunas de las termitas. De hecho, cuando le vi por primera vez iba siguiendo el rastro a una con el contador Geiger. Cuatro o cinco días después de habernos conocido, los contadores empezaron a oscilar como locos y el equipo que nosotros habíamos instalado comenzó a perturbar la recepción. Takato sospechó lo que había ocurrido; nunca me había preguntado el objeto exacto de nuestra presencia en la isla, pero creo que lo sabía. Cuando le saludé, puso en marcha los contadores y me dejó escuchar el rugido de la radiación. Acusaban la lluvia radiactiva; no era suficiente para causar daño, pero sí para elevar mucho el contenido del aire.

«Me parece», dijo con suavidad, «que ustedes los físicos se están divirtiendo de nuevo con sus juguetes. Y esta vez son juguetes muy grandes.»

«Me temo que tiene usted razón», contesté. No podíamos estar seguros hasta analizar las lecturas, pero todo parecía indicar que Teller y su equipo habían activado la reacción de hidrógeno. «Pronto habremos dejado tan atrás las primeras bombas atómicas, que parecerán petardos mojados.»

«Mi familia», dijo el profesor Takato sin expresar la menor emoción, «se hallaba en Nagasaki».

Cualquier comentario habría estado fuera de lugar, y me sentí aliviado cuando añadió: «¿Se ha preguntado usted alguna vez quién ocupará nuestro lugar cuando hayamos desaparecido ?»

«¿Sus termitas?», pregunté medio en broma. Pareció vacilar durante unos instantes. Después dijo con tranquilidad: «Venga conmigo; no le he mostrado todo».

Nos dirigimos a un rincón del laboratorio donde se hallaban unos instrumentos ocultos bajo fundas protectoras, y el profesor descubrió un artefacto bastante curioso. A primera vista parecía uno de esos manipuladores utilizados para manejar a distancia materiales radiactivos peligrosos. El movimiento se transmitía accionando unas manivelas con varillas y palancas adosadas, pero todo parecía estar dispuesto en función de una caja pequeña situada a pocas pulgadas de distancia. «¿Qué es?», pregunté.

«Es un micromanipulador. Lo diseñaron los franceses para trabajos de biología. Hay pocos en el mundo.»

Entonces me acordé. Eran aparatos que mediante un mecanismo de reducción apropiado permitían realizar operaciones increíblemente delicadas. Tan sólo con mover el dedo una pulgada, el instrumento que uno manejaba se movía una milésima de pulgada. Los científicos franceses que desarrollaron esta técnica habían construido pequeñas fraguas sobre las que podían fabricar diminutos escalpelos y pinzas de vidrio fundido. Trabajando exclusivamente a través de microscopios, habían logrado disecar células individuales. Extirparle el apéndice a una termita (en el caso, altamente dudoso, de que este insecto poseyera uno) sería cosa de niños con un instrumento semejante.

«No soy muy hábil con el manipulador», confesó Takato. «Uno de mis ayudantes se encarga de trabajar con él. No he mostrado esto a nadie todavía, pero usted me ha sido de gran ayuda. Venga conmigo, por favor.»

Salimos y caminamos a lo largo de las avenidas formadas por los altos montículos, duros como el cemento. No todos tenían el mismo diseño arquitectónico, porque hay muchas clases distintas de termitas, en realidad algunas ni siquiera construyen protuberancias sobre el terreno. Me sentía algo así como un gigante que caminara por Manhattan, porque se trataba de verdaderos rascacielos, cada uno con sus propios y prolíficos habitantes.

Había un pequeño cobertizo de metal (¡nada de madera; las termitas pronto se habrían encargado de ella!) junto a uno de los montículos, y al entrar en él quedó fuera la deslumbrante luz del sol. El profesor pulsó un interruptor y un tenue resplandor rojo me permitió ver diversas clases de instrumentos ópticos.

«Aborrecen la luz», me dijo, «y por eso es bastante difícil observarlas. Pero hemos resuelto el problema utilizando luz infrarroja. Esto es un convertidor de imágenes del tipo que se utilizó durante la guerra para operaciones nocturnas. ¿Los conoce?»

«Sí, por supuesto», contesté. «Los francotiradores los acoplaban a sus rifles para dar en el blanco en la oscuridad. Son aparatos muy ingeniosos; me alegra ver que usted les ha encontrado una aplicación civilizada.»

El profesor Takato tardó bastante en encontrar lo que buscaba. Parecía manejar un complicado periscopio que le permitía sondear los pasadizos de la ciudad de las termitas. De pronto, dijo: «¡De prisa, antes de que desaparezcan!»

Me acerqué y ocupé su lugar. Tardé un segundo o dos en ajustar la visión correctamente, y aún más en apreciar la escala de la escena que estaba presenciando. Vi entonces seis termitas, muy ampliadas, que atravesaban con bastante rapidez el campo de visión. Marchaban en grupo, como los perros esquimales cuando van enganchados unos con otros. Y es una buena analogía, porque las termitas estaban arrastrando un trineo…

Me quedé tan estupefacto que ni siquiera me fijé en qué carga transportaban. Cuando desaparecieron de mi vista, me volví hacia el profesor Takato. Mis ojos ya se habían acostumbrado al tenue resplandor rojo, y podía verle perfectamente.

«¡De modo que ese es el aparato que ha construido con el micromanipulador!», exclamé. «Es asombroso; jamás lo hubiera creído». «Eso no es nada», contestó el profesor. «Las pulgas amaestradas son capaces de tirar de una carreta. No le he dicho lo más importante. Sólo construimos unos cuantos de esos trineos.
El que usted vio lo construyeron ellas mismas

Me dio tiempo para asimilar aquello, y tardé un buen rato en hacerlo. Luego siguió hablando suavemente, pero con una especie de entusiasmo reprimido: «Recuerde que las termitas, individualmente, apenas si tienen inteligencia. Sin embargo, la colonia en su conjunto es un organismo de muy alto nivel, y además, inmortal, a no ser que ocurra algún accidente. Su desarrollo se paralizó en su estructura instintiva actual millones de años antes de que apareciera el hombre, y por sí sola no podrá escapar jamás de la estéril perfección que ha alcanzado. Se encuentra en un callejón sin salida por carecer de herramientas, por no tener un medio efectivo para dominar a la naturaleza. Les di la palanca, para aumentar su potencia, y ahora el trineo, para mejorar su eficacia. Pensé en proporcionarles la rueda, pero es mejor esperar hasta una etapa posterior; no les sería muy útil ahora. Los resultados han sobrepasado todas mis suposiciones. Comencé con este termitero únicamente, pero hoy todos los demás tienen las mismas herramientas. Se han enseñado unas a otras, lo que prueba que son capaces de cooperar entre sí. Es cierto que entablan guerras, pero eso no ocurre cuando hay comida suficiente para todas, como sucede aquí. Sin embargo, no se puede juzgar un termitero con criterios humanos. Lo que pretendo es animar su cultura rígida y petrificada, sacarla del surco en que ha estado estancada durante tantos millones de años. Les voy a dar más herramientas, otras técnicas nuevas, y antes de morirme espero ver que empiezan a inventar cosas por ellas mismas».

«¿Por qué lo hace?», pregunté; sabía que no se trataba sólo de simple curiosidad científica.

«Porque no creo que el hombre logre sobrevivir, y quisiera que se salvasen algunas de las cosas que ha descubierto. Si está en un callejón sin salida, creo que se le debe prestar ayuda a otra raza. ¿Sabe usted por qué elegí esta isla? Pues fue para que mi experimento quedase totalmente aislado. Mi supertermita, si es que llega a desarrollarse, deberá permanecer aquí hasta que sus realizaciones hayan alcanzado un nivel muy alto. De hecho, hasta que logre cruzar el Pacífico…

Pero hay otra posibilidad. El hombre no tiene rival en este planeta. Creo que le vendría bien tener uno. Podría ser su salvación.»

No se me ocurrió nada que decirle; esta fugaz visión de los sueños del profesor era abrumadora… y, sin embargo, teniendo en cuenta lo que acababa de ver, resultaba convincente. Porque sabía que el profesor Takato no estaba loco. Era un visionario, y conservaba una objetividad sublime respecto a sus previsiones, pero éstas se basaban en resultados científicos sólidamente cimentados.

Y no es que sintiera enemistad hacia los seres humanos; sentía lástima. Creía que la humanidad había llegado a un punto muerto y deseaba salvar algo del naufragio. Me resultaba imposible censurarle.

Debimos permanecer mucho tiempo en aquel cobertizo, explorando posibles futuros. Recuerdo haberle sugerido que quizá podría llegarse a algún tipo de entendimiento mutuo, ya que dos culturas tan dispares como la del hombre y la de la termita no tenían por qué entrar en conflicto. Pero me resultaba difícil creer mis propias palabras, y si efectivamente llega a producirse un enfrentamiento no estoy muy seguro de quién ganaría. ¿Pues de qué le servirían al hombre sus armas, contra un enemigo inteligente que podría arrasar todos los campos de trigo y todas las cosechas de arroz del mundo?

Casi había oscurecido cuando salimos. Fue entonces cuando el profesor me hizo su última confesión.

«Dentro de unas semanas», dijo, «voy a dar el paso más importante de todos.»

«¿Cuál?», pregunté.

«¿No lo adivina? Les voy a dar el fuego.»

Aquellas palabras me produjeron una extraña sensación en la espina dorsal. Sentí un escalofrío que nada tenía que ver con la proximidad de la noche. La espléndida puesta de sol que en aquel momento tenía lugar tras las palmeras parecía un símbolo, y de repente comprendí que su simbolismo era aún más profundo de lo que yo había pensado.

Era una de las más bellas puestas de sol que jamás había visto, y en parte era creación del hombre. Arriba en la estratosfera, el polvo de una isla muerta aquel día rodeaba la tierra. La raza a la que pertenezco había avanzado un paso gigantesco, ¿pero tenía ahora alguna importancia?

«
Les voy a dar el fuego
.» Nunca dudé que el profesor lo lograría. Y una vez logrado, al ser humano no le salvarían estas fuerzas que acababa de desencadenar…

El hidroplano vino a recogernos al día siguiente, y no volví a ver a Takato. Aún sigue allí; en mi opinión, es el hombre más importante de la Tierra. Mientras nuestros políticos se enzarzan en discusiones, él nos está convirtiendo en seres pretéritos.

¿Creéis que alguien debería detenerle? Quizá todavía estemos a tiempo. Lo he pensado a menudo, pero nunca encuentro una razón verdaderamente convincente para intervenir. En una o dos ocasiones casi me decidí a hacerlo, pero cogía el periódico y leía los titulares. Creo que debemos darles una oportunidad. Me parece imposible que ellas hicieran las cosas peor que nosotros.

ESPÍRITU INQUIETO

Estábamos discutiendo sobre un proceso sensacional en el Old Bailey, cuando Harry Purvis, cuya habilidad para encaminar la conversación hacia sus propios fines es realmente increíble, comentó como por casualidad:

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