—En una ocasión fui testigo pericial de un caso bastante interesante.
—¿Sólo
testigo
? —preguntó Drew mientras escanciaba diestramente bebida en dos vasos a la vez.
—Sí, pero se trata de un caso que apenas trascendió. Ocurrió durante los comienzos de la guerra, mientras esperábamos la invasión. Por eso no lo conocisteis en su momento.
—¿Qué te hace pensar que no lo conocemos? —replicó Charles Willis en tono de sospecha.
Es una de las pocas ocasiones en que he sorprendido a Harry tratando de retroceder sobres sus pasos.
«Qui s’excuse s’accuse», pensé y esperé a ver cómo se evadía.
—Se trataba de un caso tan extraño —replicó orgullosamente— que estoy seguro de que me lo habríais recordado si hubieseis leído las crónicas. Mi nombre desempeñó un papel importante. Ocurrió en un lugar apartado de Cornualles, y se desarrolló en torno al ejemplar más singular que he conocido de esa especie rara, el auténtico científico loco.
Quizá no fuera una descripción justa, corrigió Purvis rápidamente. Homer Ferguson era un excéntrico con pequeñas manías, tales como tener una boa para cazar ratones, y no llevar zapatos en casa. Pero era tan rico que nadie daba mayor importancia a esas cosas.
Homer era también un científico competente. Era licenciado por la Universidad de Edimburgo hacía muchos años, pero como tenía mucho dinero no había dado golpe en su vida. Pasaba el tiempo construyendo chismes en la vieja vicaría que había comprado no lejos de Newquay. Durante los últimos cuarenta años había inventado la televisión, los bolígrafos, la propulsión a chorro y otras cuantas bagatelas. Sin embargo, nunca se había molestado en patentarlas, por lo que otros se habían llevado los honores. Pero no le preocupaba en absoluto, porque era de una disposición singularmente generosa, excepto en lo que respecta al dinero.
Parece ser que por una consanguinidad un tanto complicada, Purvis era uno de sus pocos parientes vivos. En consecuencia, el día en que Harry recibió un telegrama reclamando su presencia inmediata, no pudo negarse a ir. Nadie sabía con exactitud cuánto dinero tenía Homer, o qué pretendía hacer con él. Harry pensó que tenía las mismas posibilidades que cualquier otro y no quería perder la ocasión. Se trasladó a Cornualles, no sin ciertas molestias, y llegó a la vicaría.
Al entrar en el jardín comprendió de inmediato lo que ocurría. El tío Homer (no era realmente tío, pero le había llamado siempre así) tenía un cobertizo junto al edificio principal que utilizaba para sus experimentos. Del cobertizo no quedaban más que el tejado y las ventanas, y un olor repugnante que lo invadía por completo. Evidentemente, se había producido una explosión, y Harry se preguntó, de una forma totalmente desinteresada, si el tío habría resultado herido y querría consejo para redactar un testamento nuevo.
Dejó de fantasear cuando el viejo, vivo retrato de la salud (aparte de un pequeño vendaje en la cara), le abrió la puerta.
—Me alegro de que vinieras tan rápidamente —tronó. Parecía muy complacido de ver a Harry, pero su cara se oscureció de inmediato—. El caso es que estoy en un pequeño lío y necesito tu ayuda. Mañana tengo que acudir al tribunal local.
Fue un golpe inesperado. Homer era un ciudadano tan honrado como cabía esperarse en una época de racionamiento de gasolina. Y si se trataba de algún asunto relacionado con el mercado negro, Harry no sabía cómo podría ayudarle.
—Lo siento, tío. ¿Qué ocurre?
—Es una larga historia. Ven a la biblioteca y charlaremos.
La biblioteca de Homer Ferguson ocupaba por completo el ala oeste del edificio, un tanto decrépito. Harry estaba convencido de que había nidos de murciélagos en las vigas, pero nunca pudo comprobarlo. Tras despejar una mesa por el simple método de tirar todos los libros al suelo, Homer silbó tres veces; el sonido llegó a un transmisor situado en algún lugar invisible y una lóbrega voz emergió de un altavoz oculto.
—¿Dígame, señor Ferguson?
—Maida, envíenos una botella del whisky nuevo.
No hubo más respuesta que un sonoro bufido, pero, momentos más tarde, se oyó un sonido metálico, y un par de pies cuadrados de estantes se separaron de la librería, dejando al descubierto una cinta transportadora.
—Maida nunca viene a la biblioteca —se quejó Homer mientras levantaba una bandeja llena hasta los topes—. Tiene miedo de Boanerges, a pesar de que es completamente inofensivo.
Harry no pudo evitar el sentir cierta simpatía por la invisible Maida. Boanerges, con todos sus seis pies de largo, reposaba sobre el cajón que contenía la Enciclopedia Británica, y un abultamiento central indicaba que había cenado recientemente.
—¿Qué te parece el whisky? —preguntó Homer después que Harry lo hubo probado y luchaba por recobrar la respiración.
—Es… bueno, no sé qué decir. Es… ¡ejem!… bastante fuerte. Nunca creí que…
—No hagas caso de la etiqueta de la botella. Esta marca no se fabrica en Escocia. Y ése es el problema. Lo hice aquí mismo.
—¡Tío!
—Sí, ya sé que va contra la ley y todas esas tonterías. Pero es imposible conseguir buen whisky en estos tiempos; todo se exporta. Me pareció un acto de patriotismo fabricarlo yo mismo, porque así le quedaría al gobierno mayor cantidad para el mercado del dólar. Pero los recaudadores de impuestos no opinan lo mismo.
—Creo que lo mejor es que me cuentes todo —dijo Harry. Pensó con tristeza que no podía hacer nada para sacar a su tío de aquel embrollo. A Homer siempre le había gustado empinar el codo, y las restricciones de la guerra le habían afectado duramente. Asimismo, como ya he indicado, no se sentía especialmente inclinado a gastar dinero, y durante mucho tiempo había pagado con resentimiento un impuesto de varios cientos por ciento por cada botella de whisky. Cuando se le acabaron las fuentes de suministro, decidió pasar a la acción.
Esta decisión guardaba, probablemente, una estrecha relación con el distrito en que vivía. Durante siglos, la Aduana y la Hacienda habían librado una batalla interminable contra los pescadores de Cornualles. Se rumoreaba que el último ocupante de la vieja rectoría había tenido la mejor bodega del distrito, casi tan buena como la del mismo Obispo, sin pagar un solo penique de impuestos. Por ello, el tío Homer creía mantener una antigua y noble tradición.
No cabe duda de que el espíritu de investigación científica también le inspiró en esta empresa. Pensaba que todo ese asunto sobre el envejecimiento en cubas de madera durante siete años era una tontería, y estaba seguro de obtener mejores resultados con la aplicación de rayos ultravioleta y ultrasónicos.
El experimento marchó bien durante unas cuantas semanas. Pero una noche, ya tarde, se produjo uno de esos desgraciados accidentes que pueden ocurrir incluso en los laboratorios mejor organizados, y antes de que el tío Homer supiera qué había pasado, se encontró colgado de una viga, y con los jardines de la rectoría plagados de trozos de tubería de cobre.
Pero no habría tenido mayor importancia si la guardia local no hubiera estado de prácticas en las cercanías. En cuanto oyeron la explosión, se prepararon para la acción, con las ametralladoras dispuestas. ¿Había empezado la invasión? En ese caso, pronto la detendrían. Se desilusionaron un poco al comprobar que sólo se trataba del tío Homer, y acostumbrados a sus experimentos, no se sorprendieron lo más mínimo por lo que había ocurrido. Desgraciadamente para el tío, el teniente del escuadrón resultó ser también el recaudador de impuestos, y ante la evidencia que su nariz y sus ojos le mostraban, reconstruyó la historia en seguida.
—Así que mañana —dijo el tío Homer, con la expresión de un niño sorprendido mientras roba caramelos— tengo que presentarme ante el jurado, bajo la acusación de poseer un destilería ilegal.
—Creo que éste es un asunto para el Tribunal Supremo y no para los magistrados locales —replicó Harry.
—Aquí hacemos las cosas a nuestra manera —contestó Homer con cierto orgullo, y Harry pronto tendría ocasión de comprobarlo.
Durmieron poco aquella noche, porque Homer preparó su defensa, se impuso a las objeciones de Harry, y montó el aparato que quería presentar ante los magistrados.
—Un jurado como éste —explicó— se dejará impresionar fácilmente por los expertos. Si nos atreviéramos, me gustaría decir que trabajas en el Departamento de Guerra, pero podrían comprobarlo. Así que sólo les diremos la verdad, es decir, les hablaremos de tu experiencia.
—Gracias —dijo Harry—. Imagínate que la facultad se entera de lo que estoy haciendo.
—Bueno, tú vas a comparecer sólo a título personal. Se trata de un asunto privado.
—Y tan privado —contestó Harry.
A la mañana siguiente cargaron todos los bártulos en el viejo Austin de Homer, y se dirigieron al pueblo. El tribunal ocupaba una de las aulas de la escuela local, y Harry se sintió como si el tiempo hubiese retrocedido varios años y estuviese a punto de mantener una entrevista poco agradable con su antiguo maestro.
—Estamos de suerte —susurró Homer mientras les conducían a sus incómodos asientos—. El Mayor Fotheringham ocupa la presidencia, y es buen amigo mío.
Esto representaría una gran ayuda, convino Harry. Pero había otros dos jueces, y un sólo amigo en el tribunal no sería suficiente. La elocuencia y no las influencias habrían de salvar la situación.
La sala se encontraba llena hasta los topes, y a Harry le sorprendió que tanta gente hubiera podido abandonar el trabajo y disponer de tiempo suficiente para presenciar el proceso, pero luego comprendió porqué había despertado tanta expectación: el contrabando era una de las actividades principales de aquellos contornos, al menos en épocas de normalidad. Pero no estaba muy seguro de que esto implicara una actitud comprensiva por parte del público. Los nativos podrían considerar la empresa privada de Homer como una forma poco limpia de competir. Por otra parte, posiblemente aprobarían, en principio, cualquier cosa que pudiera sacar de quicio a los recaudadores de impuestos.
El Secretario del Tribunal leyó la acusación, y presentó la maldita evidencia. Los jueces inspeccionaron con solemnidad los trozos de tubería, y cada uno de ellos miró severamente al tío Homer. Harry empezó a ver su hipotética herencia cada vez más dudosa.
Cuando el fiscal terminó, el mayor Fotheringham se volvió hacia Homer.
—Esto parece un asunto serio, señor Ferguson. Espero que pueda aportar una explicación satisfactoria.
—Sí puedo. Señoría —replicó el acusado en un tono como de inocencia injuriada. Fue divertido ver la expresión de alivio de Su Señoría, así como el momentáneo fruncimiento de cejas, inmediatamente sustituido por una confianza tranquila, en la cara del representante de Hacienda y Aduanas.
—¿Desea un defensor legal? Veo que no le acompaña ninguno.
—No es necesario. El caso se ha cimentado sobre un malentendido tan trivial, que puede aclararse sin complicaciones como ésa. No quiero gravar al Ministerio fiscal con gastos innecesarios.
Este ataque frontal provocó murmullos en el tribunal y un rubor en las mejillas del representante de aduanas. Por primera vez pareció un poco menos seguro de sí mismo. Si Ferguson creía que la Corona pagaría los gastos, debía tener unas pruebas realmente concluyentes. Claro que podía ser simplemente un farol…
Homer esperó a que se desvaneciera el efecto de este golpe suave antes de propinar el fuerte.
—He mandado llamar a un experto para que explique lo que ocurrió en la rectoría —dijo—. Y debido a la naturaleza de la evidencia, debo pedir, por razones de seguridad, que el resto del proceso se desarrolle
in camera
.
—¿Quiere que despeje la sala? —preguntó el presidente con incredulidad.
—Me temo que sí, señor. Mi colega, el doctor Purvis, piensa que mientras menos personas se inmiscuyan en este asunto, mejor. Cuando oiga el testimonio, estará de acuerdo con él. Es una lástima que se le haya dado ya tanta publicidad. Me temo que ciertos… asuntos confidenciales podrían llegar a oídos de personas sin escrúpulos.
Homer miró al oficial de Aduanas, que se revolvió inquieto en su asiento.
—Muy bien —dijo el Mayor Fotheringham—. Es un tanto irregular, pero vivimos en tiempos irregulares. Señor Secretario, despeje la sala.
Entre ruidos y confusión, y tras una protesta del fiscal, que fue denegada, la orden se llevó a cabo. Entonces, y bajo la mirada interesada de la docena de personas que quedaron en la sala, Harry Purvis descubrió el aparato que había sacado del Austin. Después de presentar sus credenciales al jurado, ocupó el asiento de los testigos.
—Señoría, desearía explicar —comenzó— que he trabajado en la investigación de explosivos y por ese motivo, estoy familiarizado con el trabajo del acusado.
La primera parte de esta declaración era absolutamente cierta, la última cosa cierta que dijo aquel día.
—Se refiere a… ¿bombas y demás?
—Exactamente, pero sólo a un nivel experimental. Como podrá suponer, siempre estamos buscando tipos nuevos y mejores de explosivos. Además, tanto en la investigación financiada por el gobierno, como en el mundo académico, se buscan buenas ideas provenientes del exterior. Y recientemente, el ti…, el señor Ferguson nos escribió con una sugerencia interesantísima, sobre un tipo nuevo de explosivo. Su interés radicaba en la utilización de materiales
no explosivos
, tales como azúcar, glucosa…
—¿Cómo? —preguntó el presidente—. ¿Un explosivo no explosivo? Eso es imposible.
Harry sonrió con dulzura.
—Claro, señor; esa es la reacción inmediata. Pero como la mayoría de las grandes ideas, ésta tiene la simplicidad propia del genio. Me temo, sin embargo, que tendré que adentrarme en ciertas explicaciones para hacerme entender.
El tribunal parecía muy interesado, y también, un poco alarmado. Harry supuso que conocían de sobra a los testigos periciales por experiencias anteriores. Se aproximó a una mesa colocada en medio de la sala, llena de matraces, tubos y frascos con líquidos.
—Doctor Purvis —dijo nerviosamente el presidente—, espero que no vaya a hacer nada peligroso.
—Por supuesto que no, señor. Sólo quiero demostrar unos cuantos principios científicos básicos. Quisiera hacer hincapié, una vez más, sobre la importancia de que nada de cuanto aquí se diga salga de estas cuatro paredes— calló solemnemente y todos parecieron quedar terriblemente impresionados.