Hay algunas mujeres que son totalmente inconscientes de su garrulería, y se sorprenden cuando alguien las acusa de monopolizar la conversación. Ermintrude empezaba a hablar nada más levantarse, cambiaba la frecuencia para que su voz pudiera oírse por encima de las noticias de las ocho, y continuaba incansable hasta que Osbert, dando gracias al cielo, se dirigía a su trabajo. Al cabo de dos años, Osbert se encontraba al borde de la crisis nerviosa, pero una mañana, aprovechando que su mujer se encontraba en inferioridad de condiciones, debido a una fuerte laringitis, protestó airadamente contra el monopolio oral de Ermintrude.
Para su asombro, ella se negó en redondo a aceptar la acusación. Parecía como si el tiempo dejara de correr para Ermintrude cuando
ella
estaba hablando, pero se impacientaba cuando era otra persona el centro de atención. Tan pronto como recobró la voz, le dijo a Osbert que consideraba su acusación totalmente injusta, y se habría iniciado una terrible discusión, si no fuera porque con Ermintrude cualquier discusión era simplemente imposible.
Osbert llegó al colmo del enfado y la desesperación. Pero era un hombre ingenioso, y pensó que de algún modo podría poner en evidencia, de forma irrefutable, que Ermintrude pronunciaba cien palabras por cada sílaba que él conseguía emitir. Ya he mencionado que era ingeniero de sonido, y su habitación contaba con un equipo de alta fidelidad, una grabadora y todos los aparatos electrónicos propios de su profesión, parte de los cuales habían sido suministrados, involuntariamente, por la B.B.C.
No le llevó mucho tiempo construir un equipo, que podríamos llamar «contador selectivo de palabras». Si entendéis de ingeniería acústica, sabréis que se puede fabricar un aparato así con filtros apropiados y circuitos separados; y si no lo sabéis, tendréis que confiar en mi palabra. La función del aparato era muy simple: un micrófono recogía todas las palabras pronunciadas en el apartamento de los Inch, yendo los tonos más profundos de Osbert en una dirección, donde un contador marcado con las palabras «De él» los registraba, y las frecuencias más agudas de Ermintrude en dirección opuesta, recogidas en otro contador con el rótulo «De ella».
Después de una hora de funcionamiento, el resultado era el siguiente:
De él 23
De ella 2.350
A medida que los números saltaban en los dos contadores, Ermintrude empezó a tomar precauciones y a guardar silencio más a menudo. Osbert, borracho con el vino de la victoria y tomando ventaja de su posición, comenzó a hablar. A la hora en que salió para ir a trabajar, los contadores reflejaban el cambio de posición en la casa:
De él 1.043
De ella 3.397
Para demostrar quién mandaba ahora, Osbert dejó el aparato enchufado; siempre se había preguntado si Ermintrude hablaba sola, como producto de un reflejo puramente automático, incluso cuando no había nadie para escucharla. Pensando en todo, había tomado la precaución de poner una cerradura en el contador para que su mujer no pudiera desconectarlo mientras él se encontraba fuera.
Se sintió un tanto desilusionado cuando al volver a casa aquella noche comprobó que los números no habían cambiado prácticamente, pero, poco después, las cifras comenzaron a aumentar de nuevo. Se convirtió en una especie de juego, aunque terriblemente serio; ambos protagonistas vigilaban la máquina cada vez que decían una palabra. Ermintrude estaba claramente desconcertada; de vez en cuando, sin poder evitar su verbosidad, incrementaba el resultado en varios cientos de palabras, pero inmediatamente se callaba, con un esfuerzo supremo de autocontrol. Osbert, que aún llevaba ventaja suficiente como para permitirse el lujo de ser charlatán, se divertía haciendo comentarios sardónicos, a pesar de que con ello aumentaba sus puntos.
Aunque en la casa de los Inch se había establecido una cierta igualdad, el contador de palabras había aumentado la discordia. Ermintrude, que poseía cierta inteligencia natural, que algunos llamarían astucia, apeló a los buenos sentimientos de su marido. Señaló que ninguno de los dos podía comportarse de forma natural mientras cada palabra que pronunciasen fuera controlada y contada. Osbert, injustamente, le había dejado a ella tomar la delantera, y ahora se mostraba taciturno, cosa que no habría ocurrido si no se hubiere fijado en los contadores, constantemente ante su vista. Aunque a Osbert le pareció descarada semejante acusación, tuvo que admitir que contenía un elemento de verdad; la prueba sería más justa y definitiva si ninguno de los dos pudiese ver los resultados parciales, si se olvidaban por completo de la presencia de la máquina y se comportaban naturalmente o, al menos, tan naturalmente como cabría esperar en tales circunstancias.
Tras una larga discusión llegaron a un acuerdo. Muy deportivamente, según su propia opinión, Osbert volvió las agujas a cero y selló los recuadros del contador para que ninguno de los dos pudiera ver los resultados. Convinieron que romperían los lacres —en los que antes habían impreso sus huellas dactilares— al final de la semana, y que se atendrían al resultado. Tras ocultar el micrófono bajo una mesa, Osbert trasladó todo el equipo del contador a su laboratorio, y de esta forma, en el cuarto de estar no quedó señal alguna del sabueso electrónico e implacable que controlaba el destino de los Inch.
A partir de entonces, volvió la normalidad poco a poco. Ermintrude, tan charlatana como siempre; pero ahora a Osbert no le importaba, porque sabía que cada una de sus palabras, pacientemente anotadas, serviría como prueba contra ella. Al final de la semana, su triunfo sería completo. Podía derrochar unas doscientas palabras al día, convencido de que Ermintrude marcaría el mismo número en cinco minutos.
Rompieron los lacres con toda ceremonia al final de un día particularmente locuaz, en el que Ermintrude había repetido palabra por palabra tres conversaciones telefónicas mortificantemente banales, en las que, al parecer, había empleado toda la tarde. Osbert se había limitado a sonreír y a contestar «Sí, querida» cada diez minutos, mientras trataba de imaginar qué excusa daría su mujer cuando se enfrentase a la cruda realidad.
Imaginaos cómo se sintió cuando quitaron los sellos y apareció el resultado total:
De él 143.567
De ella 32.590
Osbert miró pasmado las cifras.
Algo
andaba mal, ¿pero, qué? Decidió que el aparato había cometido algún error. Era fastidioso, muy fastidioso, porque sabía perfectamente que Ermintrude nunca le dejaría en paz, incluso si probaba de forma concluyente que el contador se había vuelto loco.
Aún estaba Ermintrude cantando victoria, cuando Osbert la echó de la habitación y empezó a desmantelar su errante equipo. En medio de la operación descubrió algo en la papelera que estaba seguro de no haber puesto allí. Era un trozo de cinta de grabar, en forma de lazo y de unos dos pies de largo, y no podía explicarse cómo había ido a parar a semejante sitio, puesto que no había utilizado la grabadora desde hacía varios días. La recogió e, inmediatamente, la sospecha se convirtió en certeza.
Miró la grabadora; estaba seguro de que las clavijas no permanecían en la misma posición en que él las había dejado. Ermintrude era astuta pero también descuidada. Osbert le había echado en cara a menudo el que nunca fuera capaz de hacer nada adecuadamente y he aquí la prueba definitiva.
Su estudio estaba repleto de cintas viejas con grabaciones que no había borrado; no habría sido problema para Ermintrude localizar una, cortar unas cuantas palabras, unir los extremos, conectar el «playback» y dejar la máquina en funcionamiento hora tras hora frente al micrófono.
Osbert se enfadó consigo mismo por no haber previsto un truco tan simple; si la cinta hubiera sido más resistente, habría estrangulado a Ermintrude.
No se sabe si intentó hacerlo. Todo lo que sabemos es que Ermintrude salió disparada por la ventana del apartamento; claro que pudo ser un accidente, pero no se lo podemos preguntar a ella, porque los Inch vivían en el cuarto piso.
Ya sé que la defenestración es, normalmente, deliberada, y el comisario hizo algunos comentarios agudos sobre el asunto. Pero nadie pudo probar que Osbert la empujase, y el asunto se olvidó pronto. Al cabo de un año, se casó con una jovencita encantadora, sordomuda, y forman una de las parejas más felices que conozco.
Al terminar Harry, se produjo una larga pausa, aunque sería difícil determinar si por incredulidad o por respeto a la difunta señora Inch. De todos modos, nadie tuvo tiempo de iniciar un comentario, pues la puerta se abrió de par en par y entró una rubia impresionante que avanzó en dirección al bar privado de «El Ciervo Blanco».
Pocas veces se dan en la vida real desenlaces tan perfectos como éste. Harry Purvis palideció y trató en vano de esconderse entre la multitud. Inmediatamente se vio envuelto en un mar de insultos.
—¡Así que aquí —escuchamos interesados— es donde das tus clases de mecánica cuántica los miércoles por la noche! ¡Debería de haberlo comprobado en la Universidad hace años! Harry Purvis, eres un mentiroso, ¡y no me importa que todo el mundo lo sepa! Y con respecto a tus amigos —prosiguió dirigiéndome una mirada fulminante—, hace mucho tiempo que no veía un montón de borrachos tan asquerosos.
—¡Eh, un momento! —protestó Drew al otro lado del mostrador, pero ella le hizo callar con una mirada y se volvió al pobre Harry de nuevo.
—Venga —dijo—, ahora mismo te vienes a casa. Y no pienses en terminar tu cerveza. Estoy segura de que ya has bebido más que suficiente.
Obedientemente, Harry Purvis recogió su maletín. —Ya voy, Ermintrude —dijo dócilmente.
No les aburriré con la discusión larga, y aún no resuelta, sobre si la Sra. Purvis se llamaba Ermintrude o si Harry, en su azaramiento, la llamó así. Todos tenemos nuestras propias teorías sobre el caso, como sobre todo lo concerniente a Harry. Lo único que importa es el hecho, triste e indiscutible, de que no hemos vuelto a verle desde aquella noche.
Posiblemente no sabe dónde nos reunimos ahora, porque unos meses más tarde «El Ciervo Blanco» cambió de dueño, y todos seguimos a Drew a su nuevo establecimiento. Las reuniones semanales tienen lugar en «La Esfera», y durante mucho tiempo, todos levantábamos la cabeza cada vez que se abría la puerta, esperando que Harry se las hubiera arreglado para escapar y encontrarnos. Es una de las razones que me han impulsado a reunir estos cuentos, por si acaso Harry ve el libro y descubre nuestra nueva dirección.
Incluso los que no creían una palabra de lo que decías te echan de menos, Harry. Si tienes que defenestrar a Ermintrude para recuperar tu libertad, hazlo un miércoles por la noche, de seis a once, y habrá cuarenta personas en «La Esfera» que apoyarán tu coartada. Pero vuelve de la forma que sea. No es lo mismo desde que te fuiste.
[1]
Soprano famosa de la «Bélle époque». (N. de la T.)
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[2]
Político estadounidense y candidato a la presidencia (1948) por el partido progresista, que fundó apoyado en lo grupos de extrema izquierda. (N. de la T.)
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[3]
Milquetoast = Blandengue. (N. de la T.)
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[4]
Pompano es el nombre americano de la “palometa” o “pámpano”. (Nota del epubeditor)
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[5]
Valency = valencia. (N. de la T.)
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[6]
Sea Spray = Espuma del Mar. (N. de la T.)
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[7]
En castellano en el original. (N. de la T.)
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[8]
Escritor irlandés (1878-1957) de obras de teatro y cuentos en los que predomina lo fantástico (N. de la T.)
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[9]
Snoring
significa «ronquido» y «estar roncando» . (N. de la T.)
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ARTHUR C CLARKE, tras su graduación, fue auditor de la Junta de Educación. En la Segunda Guerra Mundial, entre otros destinos, fue especialista en radar en la RAF, y tras la guerra, estudió Matemáticas y Física en el King College de Londres. Fue presidente de la Sociedad Interplanetaria Británica y trabajó como asistente de edición para Sciencie Abstracts, para, desde 1951, dedicarse por completo a la escritura. Desde 1956 hasta su muerte, residió en Sri Lanka. Varias de sus novelas han sido llevadas al cine, alcanzando un especial éxito:
2001, una odisea del espacio
. Fue nombrado Caballero de la Orden del Imperio Británico, y obtuvo premios propios de su género como el Nébula, el Hugo en dos ocasiones y el Locus.