Cuentos de la Taberna del Ciervo Blaco (20 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

El compartimento de pasajeros llegó al centro del campo, permaneció allí durante una hora y después la viga retrocedió lentamente. Los conejos estaban vivos, con buena salud, y nadie se sorprendió de que volvieran seis en lugar de dos.

Naturalmente, el doctor Cavor insistió en ser el primer hombre que se aventurase en un campo de gravedad cero. Llenó el compartimento de balanzas de torsión, detectores de radiación y periscopios, con objeto de examinar el reactor. Dio la señal, la apisonadora comenzó su avance y así se inició el extraño viaje.

Había comunicación telefónica entre el compartimento de pasajeros y el mundo exterior. Las ondas de sonido ordinario no podían atravesar la barrera, por razones un tanto oscuras, pero tanto la radio como el teléfono funcionaban sin dificultad. Cavor iba informando de todo mientras avanzaba hacia el campo, describiendo sus reacciones y proporcionando la lectura de los instrumentos a sus colegas.

Lo primero que le ocurrió fue realmente perturbador, a pesar de que ya lo había previsto. Al recorrer las primera pulgadas, mientras traspasaba el borde del campo, la dirección de la vertical pareció oscilar. El término «arriba» ya no se refería al cielo, sino a la caseta del reactor. Cavor se sentía como si le estuvieran empujando por la pared de un acantilado vertical, con el reactor a veinte pies sobre su cabeza. Por primera vez, sus ojos y sus sentidos humanos le mostraban lo mismo que sus conocimientos científicos. Podía ver cómo el centro del campo se encontraba, en términos de gravedad, más alto que el lugar del que había partido. La imaginación no es capaz de representarse toda la energía que se necesitaba para escalar aquellos veinte pies de aspecto tan inocente, ni los cientos de galones de combustible que habían de quemarse para llevarle hasta allí

No encontró nada interesante que comunicar durante el resto del viaje, y al fin, veinte horas después de haber empezado, Cavor llegó a su destino.

La pared de la caseta del reactor apareció ante sus ojos, pero él tuvo la impresión de encontrarse, no frente a una pared, sino frente a un suelo sin soportes, que sobresalía en ángulo recto del acantilado que acababa de escalar. La entrada se encontraba justo sobre su cabeza, como una escotilla hasta la cual tendría que trepar. No suponía ningún problema, porque el doctor Cavor era joven y fuerte, y estaba muy impaciente por descubrir cómo había creado aquel milagro.

Quizá demasiado impaciente, porque cuando trataba de abrirse camino hacia la puerta, se escurrió y cayó de la plataforma que le había conducido hasta allí.

Esa fue la última vez que le vieron, pero no la última vez que le oyeron. ¡Ni mucho menos! Hizo un ruido terrible…

Entenderéis por qué al considerar la situación en que el infortunado científico se encontraba. Se habían utilizado cientos de kilowatios–hora para impulsarle, una cantidad suficiente como para hacerle llegar a la luna e incluso más lejos. Se había necesitado todo ese trabajo para llevarle al punto de potencial gravitatorio cero. En cuanto perdió los medios de soporte, esa energía empezó a reaparecer. Volviendo a la anterior analogía, tan pintoresca, el pobre doctor había resbalado desde el borde de la montaña de cuatro mil millas de altura a la que había ascendido.

Había desandado los veinte pies que había tardado casi un día completo en recorrer. ¡Qué caída, amigos! El equivalente exacto, en términos de energía, a una caída libre desde la más lejana estrella hasta la superficie de la tierra. Y todos sabéis la velocidad que un objeto adquiere en una caída semejante. Es la misma que se requiere para llegar hasta allí, la famosa velocidad de fuga. Siete millas por segundo, o veinticinco mil millas por hora.

Esa era la velocidad del doctor Cavor cuando volvió al punto de partida. O, para ser más preciso, ésa es la velocidad que trataba de alcanzar involuntariamente. En cuanto sobrepasó Mach 1 o 2, la resistencia del aire empezó a presentar problemas. La pira funeraria del doctor Cavor fue el mejor y, sin duda, el único alarde meteórico que haya tenido lugar enteramente al nivel del mar…

Siento que esta narración no tenga un final feliz. De hecho, no tiene final, porque esa esfera de potencial gravitatorio cero permanece aún en el desierto australiano, sin hacer otra cosa más que provocar frustración tras frustración en círculos científicos y oficiales. No sé cómo esperan las autoridades mantenerlo en secreto por más tiempo. A veces pienso en el hecho curioso de que la montaña más alta del mundo se encuentre en Australia, y que, a pesar de tener una altura de cuatro mil millas, los aviones la sobrevuelan sin siquiera saber que está allí.

No les sorprenderá que Harry Purvis terminara su narración en este punto; ni él mismo podría alargarla, y nadie quería que lo hiciese. Todos, incluso los críticos más recalcitrantes, le mirábamos con admiración y respeto. Después he encontrado seis falacias de importancia capital en su descripción del destino frankensteiniano del doctor Cavor, pero entonces no se me ocurrieron. (Y no me propongo revelarlas ahora. Las dejaré, como en los libros de matemáticas, como un ejercicio para el lector.) Lo que ganó nuestra gratitud eterna es el hecho de que, aun a costa de un ligero sacrificio de la verdad, había conseguido evitar que los Platillos Volantes invadieran «El Ciervo Blanco».

Ya era casi hora de cerrar, demasiado tarde para que el intruso iniciara un contraataque.

Es por eso que la continuación de la historia me parece un tanto injusta. Un mes más tarde, alguien trajo una publicación muy extraña a una de nuestras reuniones. La impresión y confección eran realmente buenas, hechas con habilidad profesional; pero era triste ver a qué fines servían. Se llamaba «Revelaciones sobre Platillos Volantes», y en la primera página daban cuenta detallada y completa de la historia que Purvis nos había contado. La habían publicado tal cual, y lo que es peor, al menos desde el punto de vista del pobre Harry, se citaba su nombre.

Desde entonces ha recibido 4.375 cartas sobre el asunto, la mayoría procedentes de California. En veinticuatro le acusaban de mentiroso; en 4.205 le creían a pies juntillas. (No pudo descifrar el resto, y su contenido es aún objeto de especulación.)

Me temo que nunca llegó a recobrarse, y a veces pienso que va a emplear el resto de su vida en tratar de impedir que la gente se crea la única historia que nunca esperó que tomaran en serio.

Podría deducirse una moraleja de todo esto. Pero les juro que yo no soy capaz de encontrarla.

EL BELLO DURMIENTE

Se había iniciado una de esas discusiones poco entusiastas, tan corrientes en «El Ciervo Blanco» cuando a nadie se le ocurre nada mejor que hacer. Tratábamos de recordar los nombres más extraordinarios con los que nos habíamos topado, y yo acababa de mencionar «Obediah Polkinghorn» cuando —¡cómo no!— Harry Purvis apareció en escena.

—Es muy fácil buscar nombres extraños —dijo, regañándonos por nuestra frivolidad—, pero, ¿os habéis parado a considerar un punto mucho más importante: el efecto de semejantes nombres en sus propietarios? A veces, una cosa así puede cambiar la vida de un hombre, y eso es lo que le ocurrió al joven Sigmund Snoring
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.

—¡Oh, no! —gimió Charles Willis, uno de los más implacables críticos de Harry—. ¡No lo puedo creer!

—¿Piensas que sería capaz de inventar un nombre como ese? —contestó Harry indignado—. De hecho, el apellido de la familia de Sigmund era judío, procedente de Europa Central; empezaba con SCH y durante algún tiempo continuó utilizándolo. Snoring no era más que una adaptación al inglés. Pero, dejémonos de rodeos; me gustaría que no me hicierais perder tiempo en semejantes detalles.

Charlie, que es el escritor más prometedor que conozco (lleva siendo una promesa desde hace más de veinticinco años), comenzó a emitir vagos sonidos de protesta, pero alguien con espíritu colectivo le entretuvo con un vaso de cerveza.

—Sigmund —prosiguió Harry— llevó su carga con dignidad hasta la edad adulta. Sin embargo, no cabe duda de que su nombre le obsesionaba, y finalmente le produjo lo que podríamos llamar un efecto psicosomático. Si Sigmund hubiera tenido otros padres, estoy seguro de que no habría llegado a ser un roncador incesante y estruendoso en la vida cotidiana tanto como en el nombre.

Pero hay peores tragedias en la vida. La familia de Sigmund disponía de una respetable cantidad de dinero, por lo que no les resultó gravoso insonorizar un dormitorio para proteger a los criados contra las noches en vela. Como es corriente, Sigmund no era consciente de sus sinfonías nocturnas, y nunca llegó a entender el por qué de tanta protesta.

Sólo al casarse tomó su desgracia —si así se le puede llamar, puesto que sólo afectaba a otras personas— con toda la seriedad que el caso requería. No tiene nada de particular que una recién casada vuelva de su luna de miel un tanto aturdida, pero la pobre Rachel Snoring había pasado por una experiencia demoledora y única.

Tenía los ojos enrojecidos por falta de sueño, y todos sus esfuerzos por conseguir la comprensión de sus amigos acababan en carcajadas… No es sorprendente, por tanto, que diera a Sigmund un ultimátum: a no ser que pusiera algún remedio para evitar roncar, el matrimonio se desharía.

Este era un asunto muy serio para Sigmund y su familia. Eran bastante acomodados, pero no poseían una gran fortuna —a diferencia del tío-abuelo Reuben, que había muerto el año anterior dejando un testamento un tanto complicado. Le había tomado cariño a Sigmund, y le había dejado una suma de dinero considerable, que recibiría al cumplir los treinta años. Desgraciadamente, el tío–abuelo era muy anticuado y remilgado, y no confiaba en las generaciones modernas. Una de las condiciones del legado consistía en que Sigmund no podría divorciarse o separarse antes de la fecha señalada. Si las condiciones no se cumplían, el dinero se emplearía en la construcción de un orfanato en Tel-Aviv.

Era una situación difícil, y no puedo imaginarme cómo se habría resuelto si alguien no le hubiera sugerido a Sigmund que fuera a ver a tío Hymie. A Sigmund no le hacía ninguna gracia, pero los problemas desesperados necesitan soluciones igualmente desesperadas, y decidió ir.

Debo decir que el tío Hymie era un profesor muy conocido de fisiología, y miembro de la Royal Society, con todo un montón de documentos que lo acreditaban. En aquella temporada andaba mal de dinero, debido a una riña con los administradores de la universidad, que le habían obligado a suspender el trabajo de investigación en sus proyectos favoritos. Para aumentar su irritación, acababan de conceder medio millón de libras al Departamento de Física para un nuevo sincrotónomo, así que no estaba precisamente de buen humor cuando su infeliz sobrino fue a verle.

Tratando de ignorar el olor penetrante a desinfectante y a ganado, Sigmund siguió al ayudante del laboratorio a través de pilas de aparatos incomprensibles, y pasó junto a jaulas de ratones y cobayas, apartando los ojos de los diagramas de colores repugnantes que ocupaban gran parte de las paredes. Encontró a su tío sentado en un banco, bebiendo té de un termo y mordisqueando emparedados con aire ausente.

«Sírvete», le dijo sin amabilidad, «Hámster asado; delicioso. Uno del lote que utilizamos para las pruebas del cáncer. ¿Qué te ocurre?»

Pretextando falta de apetito, Sigmund contó a su distinguido tío su historia de infortunio. El profesor le escuchó sin demasiada compasión.

«No sé para qué te casaste», dijo al fin. «Total pérdida de tiempo.» Todos sabían que el tío Hymie mantenía un punto de vista muy particular sobre estas cuestiones. Había tenido cinco hijos, pero no se había casado.

«Sin embargo, es posible que podamos hacer algo al respecto. ¿Cuánto dinero tienes?»

«¿Por qué?», preguntó Sigmund un tanto desconcertado. El profesor movió los brazos en un gesto que abarcaba todo el laboratorio.

«Mantener esto cuesta mucho dinero», dijo.

«Pero yo creía que la universidad…»

«Sí, claro; pero los trabajos especiales tienen que hacerse bajo cuerda. No puedo utilizar fondos de la universidad.»

«Bueno, ¿cuánto necesitarías para empezar?»

El tío Hymie mencionó una suma mucho menor de lo que Sigmund temía, pero su satisfacción no duró mucho. En seguida descubrió que el científico estaba al corriente del testamento del tío–abuelo Reuben; Sigmund debería firmar un contrato comprometiéndose a hacerle partícipe de la herencia cuando, al cabo de cinco años, recibiera el dinero. El primer pago era simplemente un adelanto.

«Aun así, no puedo prometerte nada, pero veremos lo que se puede hacer», dijo el tío Hymie, al tiempo que examinaba cuidadosamente el cheque. «Ven a verme dentro de un mes.»

Eso fue todo lo que Sigmund pudo sacarle, porque en ese momento la atención del profesor se vio atraída por una estudiante de investigación muy decorativa, con un suéter tan apretado que parecía una segunda piel. Empezaron a discutir los asuntos domésticos de las ratas del laboratorio en tales términos que Sigmund, que se avergonzaba con facilidad, tuvo que iniciar una rápida retirada.

Personalmente, no creo que el tío Hymie hubiera aceptado el dinero de Sigmund a no ser que estuviera totalmente seguro de poder prestarle los servicios requeridos. Cuando la universidad le retiró los fondos, debía de estar a punto de finalizar su trabajo, porque es imposible que hubiera fabricado en sólo cuatro semanas un producto tan complicado como el que inyectó en el brazo de su esperanzado sobrino un mes después de recibir el dinero. A Sigmund no le sorprendió demasiado volver a ver a la estudiante en la casa de su tío.

«¿Qué efecto tendrá esto?», preguntó.

«Hará que dejes de roncar… espero», contestó el tío Hymie. «Mira, ahí tienes una butaca muy cómoda, y un montón de revistas. Irma y yo nos turnaremos para cuidarte en caso de que se produjera alguna reacción secundaria.»

«¿Reacción secundaria?», exclamó Sigmund con nerviosismo, mientras se frotaba el brazo.

«No te preocupes; quédate tranquilo. Dentro de un par de horas sabremos si funciona.»

Sigmund esperó a que le llegara el sueño, mientras los dos científicos trajinaban a su alrededor (por no hablar del trajín entre ellos dos), comprobando la presión de la sangre, el pulso, la temperatura. Sigmund se sentía como un inválido crónico. Al llegar la medianoche todavía no tenía sueño, pero el profesor y su ayudante se caían de cansancio. Sigmund se dio cuenta de que habían estado trabajando varias horas por él, y se sintió enternecido durante un segundo o dos.

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