Cuentos de la Taberna del Ciervo Blaco (15 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

—Francamente, no —contestó George—. Es impresionante.

—A mí me impresionó durante mucho tiempo —prosiguió el doctor—. Removemos la tierra en busca de metales y sustancias químicas, mientras que todos los elementos existentes pueden encontrarse en el agua del mar. El océano, en realidad, es una especie de mina universal inagotable. Podemos saquear la tierra, pero nunca vaciaremos el mar.

Los hombres ya han empezado a explotar las posibilidades mineras del mar. Las Industrias Químicas Dow llevan recogiendo bromuro desde hace años; cada milla cúbica contiene aproximadamente trescientas toneladas. Recientemente, hemos empezado a ocuparnos de los cinco millones de toneladas de magnesio por milla cúbica. Pero eso es sólo el principio.

El gran problema práctico consiste en que la mayoría de los elementos que contiene el agua marina se presentan en concentraciones muy bajas. Los primeros siete elementos constituyen alrededor del noventa y nueve por ciento del total, y el resto contiene todos los metales útiles, excepto el magnesio.

Toda la vida me había preguntado qué podríamos hacer al respecto, y la respuesta me llegó durante la guerra. No sé si ustedes estarán familiarizados con las técnicas utilizadas en el campo de la energía atómica para separar cantidades minúsculas de isótopos en disolución; algunos de estos métodos son todavía secretos.

—¿Se refiere a las resinas de intercambio iónico? —aventuró Harry.

—Bueno…, algo parecido. Mi empresa desarrolló algunas de estas técnicas para cuestiones relacionadas con la energía atómica, y en seguida comprendí que podían tener aplicaciones más importantes. Varios de mis hombres más brillantes se pusieron a trabajar sobre ello y construyeron lo que denominamos una «criba molecular». Es una expresión muy descriptiva; en cierto modo, se trata de una auténtica criba, y podemos colocarla de tal manera que seleccione lo que nos interesa. Su funcionamiento está basado en unas teorías de mecánica ondulatoria muy avanzadas, pero el producto final es ridículamente simple. Elegimos cualquier componente del agua marina y lo hacemos pasar por la criba. Con varias unidades trabajando en series, podemos recoger un elemento tras otro. El grado de rendimiento es muy alto, y el consumo de potencia, mínimo.

—Ya sé —exclamó George—. ¡Extraen oro del agua marina!

—¡Bah! —dijo el doctor Romano con un bufido de menosprecio tolerante—. Tengo mejores cosas en que emplear mi tiempo. Además, ya hay demasiado oro en el mundo. A mí me interesan los metales comercialmente útiles, los que nuestra civilización necesitará desesperadamente dentro de dos generaciones. Y además, incluso con mi criba no merecería la pena buscar oro. Sólo hay unas cincuenta libras en cada milla cúbica.

—¿Qué me dice del uranio? —preguntó Harry—. ¿O es aún más escaso?

—Preferiría que no hubiera formulado esa pregunta —replicó el doctor Romano con una alegría que lo contradecía—. Pero como puede encontrarlo en cualquier biblioteca, no me importa decirle que el uranio es doscientas veces más numeroso que el oro. Alrededor de siete toneladas por milla cúbica; una cifra bastante interesante. Así que, ¿para qué molestarse en buscar oro?

—Desde luego, ¿para qué? —repitió George.

—Además —prosiguió el doctor Romano—, incluso con la criba molecular, tenemos que enfrentarnos al problema de procesar enormes cantidades de agua marina. Hay varias maneras de solucionar esto; mediante la construcción de estaciones de bombeo gigantes, por ejemplo. Pero siempre me ha gustado matar dos pájaros de un tiro, y el otro día hice unos cálculos con un resultado sorprendente. Descubrí que cada vez que el
Queen Mary
cruza el Atlántico, las hélices trituran alrededor de un diez por ciento de milla cúbica de agua. En otras palabras, quince millones de toneladas de minerales. O, refiriéndonos a lo que usted tan indiscretamente acaba de mencionar, casi una tonelada de uranio en cada travesía del Atlántico. No está mal ¿verdad?

Me pareció que todo lo que necesitaríamos para crear una planta móvil de extracción sería poner la hélice de cualquier barco en el interior de un tubo, que impulsaría la corriente de la hélice hacia una criba. Por supuesto, se pierde un poco de potencia propulsora, pero la unidad experimental funciona muy bien. No conseguimos tanta velocidad como antes, pero mientras más lejos naveguemos, más dinero haremos con estas operaciones mineras. ¿No cree que las compañías navieras lo encontrarían muy atractivo? Pero eso es algo accesorio. Estoy deseando construir plantas extractoras flotantes que recorran el océano hasta llenar sus depósitos con todo lo imaginable. Cuando llegue ese día, podremos dejar de destrozar la tierra, y toda nuestra escasez de materiales habrá acabado. Todo vuelve al mar a la larga, y una vez que hayamos abierto el baúl del tesoro, estaremos listos para la eternidad.

Por un momento se hizo el silencio en el puente, salvo por el tintineo del hielo en los vasos, mientras los huéspedes del doctor Romano contemplaban aquella perspectiva tan brillante. De pronto, a Harry se le ocurrió algo.

—Este es uno de los inventos más importantes de que he tenido noticia —dijo—. Por eso me parece un poco raro que haya confiado en nosotros tan plenamente. Después de todo, somos unos perfectos desconocidos, y ¿quién le dice a usted que no seamos espías?

El viejo científico se río alegremente.

—No se preocupe por
eso
, hijo —aseguró a Harry—. Ya he llamado a Washington para que mis amigos comprobaran su identidad.

Harry parpadeó, y en seguida comprendió cómo lo había hecho. Recordó la breve desaparición del doctor Romano, y se imaginó lo que había ocurrido. Una llamada radiofónica a Washington, un senador que se habría comunicado con la Embajada, el representante del Ministerio de Aprovisionamientos que habría puesto su granito de arena, y en cinco minutos, el doctor tuvo el informe deseado. Sí, los americanos son muy eficientes, es decir, los que tienen dinero para serlo.

Fue entonces cuando Harry se dio cuenta de que ya no estaban solos. Un yate mucho mayor y más impresionante que el Valency navegaba en dirección a ellos, y al cabo de unos cuantos minutos, pudo leer el nombre:
Sea Spray
[6]
. Pensó que tal nombre evocaba velas ondeantes, más que motores ruidosos, pero no cabía duda de que el
Spray
era realmente bonito. Comprendía las miradas de envidia que tanto George como el doctor Romano le dirigían.

El mar estaba tan calmo que los dos yates se situaron costado contra costado, y tan pronto como entraron en contacto, un hombre de aspecto enérgico y bronceado por el sol, de unos cincuenta años, saltó sobre la cubierta del Valency. Avanzó hacia el doctor Romano a grandes zancadas, le estrechó la mano vigorosamente y dijo:

—Bueno, viejo sinvergüenza, ¿qué te propones? —y miró después con ojos inquisitivos al resto de los presentes. El doctor hizo las presentaciones; al parecer, se trataba del profesor Scott McKenzie, que navegaba en su yate desde Cayo Largo.

—¡Oh, no! —pensó Harry—. ¡Esto es demasiado! No puedo soportar más de un científico millonario al día.

Pero no había forma de escaparse. Es cierto que McKenzie no frecuentaba los claustros académicos, y sin embargo, era un auténtico profesor que ocupaba la cátedra de Geofísica en una universidad de Tejas. Pero el noventa por ciento de su tiempo lo dedicaba a las grandes compañías petroleras y a su propia compañía consultora.

Las balanzas de torsión y los sismógrafos debían de haberle reportado grandes beneficios. A pesar de ser mucho más joven que el doctor Romano, tenía más dinero que él, por estar en una industria de expansión mucho más rápida. Harry supuso que las peculiares leyes sobre impuestos del estado soberano de Tejas también desempeñaban un importante papel… Parecía muy improbable que aquellos dos magnates científicos se hubieran encontrado por pura casualidad, y Harry esperó a ver qué nueva trampa estarían tramando.

Durante algún tiempo sólo hablaron de generalidades, pero era evidente que el profesor McKenzie sentía gran curiosidad acerca de los otros invitados del doctor. Poco después de que se los presentara, volvió a su barco, excusándose, y Harry comenzó a lamentarse en su interior. Si la Embajada recibía la petición de dos informes sobre él en el espacio de media hora, se preguntarían qué es lo que se traía entre manos. Incluso el F.B.I. empezaría a sospechar algo, y entonces, ¿cómo iba a sacar del país los veinticuatro pares de medias de nylon que había prometido?

Harry encontró fascinante estudiar la relación entre los dos científicos. Parecían una pareja de gallos de pelea, luchando por la victoria. Romano trataba al hombre más joven con una rudeza que, según sospechó Harry, ocultaba admiración, muy a su pesar. El doctor Romano era un ecologista casi fanático, y desaprobaba abiertamente las actividades de McKenzie y sus jefes.

—Sois una pandilla de ladrones —dijo en una ocasión—; estáis agotando los recursos de este planeta, y no os importa lo más mínimo la próxima generación.

—¿Y qué ha hecho la próxima generación por nosotros ? —fue la poco original respuesta de McKenzie.

El combate duró casi una hora, en su mayor parte sin que Harry supiera de qué se trataba. Se preguntó por qué George y él permanecían allí sentados, hasta que, al cabo de un rato, empezó a comprender la táctica del doctor Romano. Era un oportunista genial; se sentía muy contento de que ambos estuvieran presentes, sólo para preocupar al profesor McKenzie y obligarle a que se preguntara qué nuevos negocios tenía Romano en mente.

Dejó que se deslizara en la conversación el asunto de la criba molecular, poquito a poco, como si no fuera realmente importante y lo mencionara de pasada. Pero el profesor McKenzie lo captó en seguida, y mientras más evasivo se mostraba Romano, más insistía su adversario. Estaba jugueteando a propósito y, aunque el profesor McKenzie lo sabía perfectamente, no podía evitar seguir el juego del científico más viejo.

El doctor Romano hablaba del aparato de una forma un tanto indirecta, como si se tratara de un proyecto futuro en lugar de un hecho. Perfiló sus tremendas posibilidades, y explicó cómo todas las demás formas de explotación minera quedarían anticuadas, además de anular para siempre el peligro de la escasez de metales.

—Si es tan bueno —dijo McKenzie—, ¿por qué no lo has puesto en práctica?

—¿Qué crees que estoy haciendo en la Corriente del Golfo? —replicó el doctor—. Echa un vistazo a ésto.

Abrió un cajón situado bajo el equipo de sonar, sacó una barra pequeña de metal y se la pasó a McKenzie. Parecía plomo y, evidentemente, era muy pesado. El profesor lo levantó y dijo inmediatamente:

—Uranio. ¿Quieres decir que…?

—Sí. Y hay mucho más en el lugar del que procede —se volvió hacia el amigo de Harry y le dijo—: George, ¿qué le parecería llevar al profesor a su submarino para que observe cómo funciona el asunto? No podrá ver mucho, pero le demostrará que el negocio está en marcha.

McKenzie estaba aún tan pensativo, que ni siquiera le chocó la idea de un submarino privado. Volvió a la superficie al cabo de quince minutos, habiendo visto lo suficiente como para despertarle el apetito.

—Lo primero que quiero saber —le espetó a Romano— es por qué me enseñas esto a

. Es lo más importante que haya ocurrido jamás; ¿por qué no se hace responsable tu empresa?

Romano dio un pequeño resoplido de disgusto. —Ya sabes que me he peleado con el consejo de administración. Y además, esa pandilla de vejestorios no serían capaces de encargarse de algo tan importante. Me fastidia tener que admitirlo, pero vosotros, los piratas de Tejas, sois los tipos adecuados para este asunto.

—¿Se trata de un negocio exclusivamente tuyo?

—Sí; la empresa no sabe nada, y yo he invertido medio millón de mi bolsillo. Es una especie de pasatiempo. Pensé que alguien debería reparar los daños que se están produciendo, la violación de continentes enteros por personas como…

—De acuerdo. Ya conozco la historia, y sin embargo, ¿estás decidido a dárnoslo?

—¿Quién ha hablado de dar?

Se produjo un silencio tenso. Entonces McKenzie dijo cautelosamente:

—Por supuesto, no tengo que decirte que estaríamos interesados, muy interesados. Si nos proporcionas las cifras correspondientes a rendimiento, tantos por ciento de extracción, y demás datos relevantes —no tienes que darnos detalles técnicos, si no quieres—, podríamos iniciar las negociaciones. No puedo hablar por mis socios, pero estoy seguro de que podrían reunir suficiente dinero como para firmar un trato…

—Scott —le interrumpió Romano, con un deje de cansancio en la voz que por primera vez reflejaba su edad—. No me interesa hacer un negocio con tus socios. No tengo tiempo para discutir con los jefes y sus abogados y los abogados de sus abogados. He hecho eso durante cincuenta años y, créeme, estoy cansado. Este es
mi
negocio. Se ha llevado a cabo con
mi
dinero, y todo el equipo está en
mi
barco. Quiero hacer un trato personal, directamente contigo. A partir de entonces, tú te encargarás del asunto.

McKenzie parpadeó.

—No puedo encargarme de algo tan importante yo solo —protestó—. Por supuesto, te agradezco la oferta, pero si realmente es como tú lo describes, vale billones. Y yo no soy más que un pobre y honrado millonario.

—No me interesa el dinero. ¿Qué haría con él a mi edad? No, Scott, sólo hay una cosa que deseo, y la quiero ahora, en este mismo momento. Dame el
Sea Spray
y quédate con mi aparato.

—¡Estás loco! Incluso con la inflación podrías construir un
Spray
por menos de un millón. Y tu proceso debe valer al menos…

—No quiero discutir, Scott. Lo que dices es verdad, pero soy viejo y tengo prisa, y tardarían un año en construir un barco como el tuyo. He querido tenerlo desde que me lo enseñaste en Miami. Mi propuesta es que te traslades al
Valency
, con todo el equipo y todos los materiales. Sólo tardaríamos una hora en cambiar de lugar nuestros efectos personales; tenemos aquí a un abogado para legalizarlo. Después pondré rumbo al Caribe, bajaré por las islas y cruzaré el Pacífico.

—¿Estás completamente decidido? —preguntó McKenzie con preocupación.

—Sí. Lo tomas o lo dejas.

—No me había visto ante un negocio tan descabellado en mi vida —dijo McKenzie con cierta petulancia—. Por supuesto que lo tomo. Ya sé que eres más terco que una mula.

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