El capitán Winkler era un joven nervioso, graduado de Harvard, de quien el general desconfiaba, sospechando, acertadamente, que tenía más de científico que de militar. Pero era el único oficial capaz de entender lo que Karl tenía que hacer, o, al menos, de explicar con exactitud su funcionamiento. El general, oyéndole hablar a los visitantes, pensó con resentimiento que parecía un profesor.
El problema táctico planteado era muy complicado, pero todos conocían la solución de antemano, excepto Karl. Se trataba de una batalla librada hace casi un siglo, y cuando el capitán Winkler finalizó su exposición, un general de Boston susurró a su ayudante: «Me apuesto cualquier cosa a que algún maldito sureño lo ha trucado para que Lee gane esta vez».
Todos reconocieron que el problema era una forma excelente de probar la capacidad de Karl.
Las cintas magnéticas desaparecieron en las amplias unidades de memoria; los registros relampaguearon con líneas de luz, y ocurrieron cosas misteriosas en todas direcciones.
«Este problema», dijo el capitán Winkler remilgadamente, «tardará unos cinco minutos en resolverse».
Como para contradecirle, una de las máquinas de escribir comenzó a parlotear en aquel momento. La máquina soltó una tira de papel, y el capitán Winkler, perplejo por la inesperada rapidez de Karl, leyó la nota. A continuación, su mandíbula inferior descendió seis pulgadas, y se quedó mirando al papel, incapaz de creer lo que tenía ante sus ojos. «¿Qué pasa, hombre?», ladró el general.
El capitán Winkler tragó saliva, pero parecía haber perdido el habla. Con un bufido de impaciencia, el general le arrebató el papel. Entonces le tocó a él el turno de quedarse paralizado, pero, a diferencia de su subordinado, apareció en sus mejillas un tinte rojo precioso. Durante unos segundos pareció un pez tropical fuera del agua; después, y no sin un ligero forcejeo, el general de cinco estrellas, de rango superior al de todos los presentes, capturó la nota.
Su reacción fue totalmente distinta. Al cabo de unos segundos estaba tronchado de risa.
Los oficiales de menor rango quedaron en un estado enervante de suspense durante diez minutos. Pero, finalmente, la noticia llegó a oídos de los coroneles, que la transmitieron a los capitanes, y éstos a su vez a los tenientes, hasta que no quedó un solo militar que no supiera la maravillosa noticia.
Karl había calificado al general Smith de mandril pomposo. Eso era todo.
A pesar de que todos estaban de acuerdo con Karl, el asunto no podía quedar así. Algo había funcionado mal, evidentemente. Algo —o alguien— había distraído la atención de Karl de la batalla de Gettysburg.
«¿Dónde», bramó el general Smith, recobrando por fin la voz, «dónde está el doctor Milquetoast?»
Había desaparecido. Se había escabullido de la habitación después de presenciar su gran triunfo. El castigo vendría después, por supuesto, pero habría merecido la pena.
Los técnicos, furiosos, desmontaron los circuitos y prepararon todo tipo de pruebas. Presentaron a Karl complicadas series de multiplicaciones y divisiones. Todo parecía funcionar a la perfección, de modo que plantearon un problema táctico muy simple, que un teniente cualquiera podría haber resuelto incluso dormido.
La respuesta de Karl fue: «Tírese a un lago, general.»
Entonces el general Smith comprendió que se hallaba ante algo fuera del ámbito de las Normas de Procedimientos Operacionales. Se enfrentaba con un motín mecánico, ni más ni menos.
Se realizaron pruebas durante varias horas, hasta descubrir exactamente lo que había ocurrido. En algún escondrijo de las inmensas unidades de memoria de Karl se encontraba una magnífica colección de insultos, amorosamente preparados por el doctor Milquetoast. Había grabado en cintas, perforadas o mediante impulsos eléctricos, todo lo que le habría gustado decir al general cara a cara. Pero no se había contentado con tan poca cosa; habría sido demasiado fácil, impropio de su talento. También había instalado lo que podríamos llamar un circuito censor, es decir, le había concedido a Karl la capacidad de discriminación. Antes de resolverlos, Karl examinaba todos los problemas que le planteaban. Si guardaban relación con la matemática pura, cooperaba y los resolvía adecuadamente, pero si se trataba de un problema militar, entonces aparecía un insulto; y no se repitió ni una sola vez en las veinte pruebas realizadas. Hacía ya rato que las mujeres habían abandonado la habitación.
Debo confesar que llegó un momento en que los técnicos estaban casi tan interesados en descubrir qué nueva barbaridad arrojaría Karl al general Smith como en encontrar el fallo en los circuitos. Había empezado con insultos simples y conjeturas genealógicas sorprendentes para pasar rápidamente a detalladas instrucciones, la más suave de las cuales habría representado un grave perjuicio para la dignidad del general, y la más elaborada podría haber puesto en peligro seriamente su integridad física. El hecho de que estos mensajes, tan pronto como salían de las máquinas de escribir, fueran clasificados como ALTO SECRETO no representaba gran consuelo para el destinatario. Sabía, con una certidumbre taciturna, que este sería el peor guardado de los secretos de la Guerra Fría, y que se acercaba el momento de buscar una ocupación civil.
—Y así continúa la situación —concluyó Purvis—. Los ingenieros aún están tratando de desenmarañar los circuitos instalados por el doctor Milquetoast, y sin duda es una cuestión de tiempo que lo consigan. Pero, mientras tanto, Karl continúa siendo un pacifista inflexible. Debe sentirse muy feliz jugando con la teoría de los números, calculando tablas de potencias y resolviendo problemas aritméticos en general.
¿Recordáis el famoso brindis: «Por la matemática pura, y por que nunca sea útil a nadie»? Karl lo habría secundado…
Tan pronto como alguien intenta jugarle una mala pasada, se pone en huelga, y como posee una memoria tan perfecta, nadie puede tomarle el pelo. Guarda en sus circuitos la mitad de las grandes batallas mundiales, y puede reconocer al instante cualquier variación. Aunque han intentado disfrazar ejercicios tácticos bajo la apariencia de problemas matemáticos, es capaz de descubrir el subterfugio inmediatamente, y de obsequiar al general, acto seguido, con otra carta amorosa.
Con respecto al doctor Milquetoast, nadie pudo ajustarle las cuentas porque al poco tiempo sufrió una depresión nerviosa. Le sobrevino sospechosamente a tiempo, pero se la había ganado a pulso. Lo último que supe de él es que se había incorporado como profesor de álgebra en una facultad de Teología de Denver. Jura haber olvidado todo lo que ocurrió mientras trabajaba en la construcción de Karl. Posiblemente dice la verdad…
De pronto se oyó un grito procedente de la parte trasera del bar.
¡He ganado! —gritó Charles Willis—. ¡Venid a verlo!
Todos nos concentramos bajo el tablero de dardos. Parecía verdad. Charlie había trazado un recorrido en zigzag, pero continuo, de uno a otro lado del tablero, a pesar de los obstáculos que la máquina le había interpuesto.
—Dinos cómo lo has hecho —dijo Eric Rodgers.
Charlie parecía avergonzado.
—Lo he olvidado —contestó—. No tomé nota de todos los movimientos.
Se oyó una voz sarcástica al fondo.
—Pero yo sí —dijo John Christopher—. Has hecho trampa; dos movimientos a la vez.
Lamento decir que después de aquello se produjo un cierto desorden y Drew tuvo que amenazar con la violencia hasta que por fin se restauró la paz. No sé quién ganó la disputa, pero no creo que importe. Porque estoy de acuerdo con lo que Harry Purvis comentó mientras recogía el tablero-robot y examinaba su instalación.
—¿Veis ? —dijo—, este chisme es un primo de Karl con una mente más simple… y fijaos en la que ha organizado. Todas estas máquinas nos hacen parecer idiotas. Dentro de poco comenzarán a desobedecernos sin necesidad de que ningún Milquetoast interfiera en sus circuitos. Y entonces empezarán a mangonearnos; al fin y al cabo, son lógicas, y no estarán dispuestas a tolerar tonterías.
Suspiró:
—Cuando eso suceda, no podremos hacer nada. Tendremos que decir a los dinosaurios: «Dejadnos un huequecito; aquí llega el Homo Sapiens». Y el transistor heredará la Tierra.
No pudo seguir con aquella filosofía pesimista, porque se abrió la puerta y el policía Wilkins asomó la cabeza.
—¿Quién es el propietario de un coche con matrícula CGC571?—preguntó malhumorado—. Ah, es
usted
, señor Purvis. Las luces traseras de su coche están encendidas.
Harry me miró con tristeza y alzó los hombros, resignadamente.
—¿Lo ves? Ya han empezado—. Y salió a la oscuridad.
—Cuando se habla del número de científicos locos que han querido conquistar el mundo —dijo Harry Purvis mientras contemplaba pensativo su vaso de cerveza—, la gente exagera mucho. Que yo recuerde, sólo me he encontrado con uno.
—Si sólo recuerdas uno, es que no conociste muchos más —precisó con cierta frialdad Bill Temple—. No es algo que se olvide fácilmente.
—Supongo que no —replicó Harry con ese irrebatible tono de inocencia que desarma a sus críticos—. Y, además, no se trataba de ningún loco. Pero lo cierto es que estaba empeñado en conquistar el mundo, o para ser más exacto, en dejar que lo conquistasen.
—¿Qué lo conquistase quién? —preguntó George Whitley—. ¿Los marcianos? ¿O los consabidos hombrecillos verdes de Venus?
—Ni los unos ni los otros. Colaboraba con alguien mucho más próximo a nosotros. Sabréis a quién me refiero si os digo que era mirmecólogo.
—¿Mirmequé? —preguntó George.
—Déjenle seguir con su historia —dijo Drew desde el otro lado de la barra—. Ya son más de las diez, y si esta semana no consigo que se vayan ustedes a la hora de cerrar, voy a perder la licencia.
—Gracias —dijo Harry con solemnidad a la vez que le entregaba el vaso para que se lo llenase de nuevo—. La historia ocurrió hace dos años, cuando yo estaba en el Pacífico en una misión oficial. Se trataba de algo bastante secreto, pero en vista de lo que ha sucedido después ya no supone ningún riesgo hablar de ello. Nos llevaron a mí y a otros dos científicos a un atolón del Pacífico, a menos de mil millas de Bikini, para instalar un equipo detector en el plazo de una semana. Su función, por supuesto, era la de vigilar a nuestros buenos amigos y aliados cuando empezaran a jugar con reacciones termonucleares. O, por decirlo de otra forma, debía coger las sobras que dejaran los de la Comisión de Energía Atómica. Los rusos, por descontado, estaban haciendo lo mismo que nosotros, y aunque de vez en cuando nos topábamos con ellos, ambos bandos intentábamos pasar por corderitos.
Nos habían dicho que el atolón estaba deshabitado, pero se habían equivocado por completo. La verdad es que tenía una población de varios cientos de millones…
—¿Cómo? —se asombraron todos.
—…varios cientos de millones —prosiguió Purvis con toda calma—, incluyendo en este número a un ser humano. Tropecé con él cierto día en que me metí tierra adentro para ver el paisaje.
—¿Tierra adentro? —preguntó George Whitley—. ¿No dijiste que era un atolón? ¿Cómo puede una barrera de coral…?
—Era un atolón rollizo —dijo Harry sin titubear—. Y, además, ¿quién está contando la historia, tú o yo ?— aguardó desafiante durante unos segundos hasta que se le cedió el paso de nuevo—. Pues bien, allí estaba yo, caminando por la margen de un riachuelo encantador, bajo los cocoteros, cuando para mi gran sorpresa llegué junto a una noria, de aspecto muy moderno por cierto, que propulsaba una dinamo. De haber tenido un poco de sensatez, supongo que habría regresado para contárselo a mis compañeros, pero no pude resistir aquel reto y decidí examinar el terreno por mí mismo. Recordé que se hablaba de la existencia de tropas japonesas perdidas, que aún no sabían que la guerra había acabado, pero esta teoría no me convencía demasiado.
Seguí el cable de transmisión, que me condujo hasta una colina, y al otro lado, en un descampado bastante amplio, vi un edificio bajo y encalado. Numerosos montículos de tierra aparecían por toda la extensión del descampado; eran altos y desiguales y estaban unidos entre sí por una red de cables. Jamás había visto algo tan extraño, y me quedé en suspenso durante más de diez minutos sin saber qué pensar. Cuanto más miraba, menos sentido le encontraba a aquello.
Me esforzaba por tomar alguna decisión cuando vi salir del edificio a un hombre alto, de pelo blanco, que se dirigió hacia uno de los montículos. Llevaba un instrumento en las manos y un par de auriculares colgados alrededor del cuello, y en seguida imaginé que se trataba de un contador Geiger.
En ese momento comprendí lo que eran aquellos montículos: termiteros. Rascacielos mucho más altos que el Empire State para los hombres, habitados por las llamadas hormigas blancas.
Con gran interés, aunque bastante extrañado, vi que el viejo introducía el aparato en la base del termitero y después de escuchar atentamente durante unos instantes, regresaba al edificio. Sentía ya tanta curiosidad que decidí hacerle notar mi presencia. No sabía qué tipo de investigación estaba llevando a cabo, pero desde luego no tenía nada que ver con la política internacional y, por lo tanto, el único que tendría algo que esconder sería yo. Luego veréis lo equivocado que estaba.
Grité para que me viera y descendí la colina agitando los brazos. El hombre se detuvo, mirándome mientras me acercaba. No parecía muy sorprendido. Cuando me aproximaba, observé su desaliñado bigote, que le daba un aspecto ligeramente oriental. Tendría unos sesenta años y se mantenía muy erguido. Aunque sólo llevaba unos pantalones cortos, su aspecto reflejaba tanta dignidad que me sentí algo avergonzado por mi estrepitosa llegada.
«Buenos días», dije con tono de disculpa. «No sabía que hubiera alguien más en la isla. Yo he venido con un equipo de… de observadores científicos. Nos hemos instalado al otro lado.»
Al oírme, sus ojos se agrandaron. «Ah, un colega», dijo en un inglés casi perfecto. «Encantado de conocerle. Pase usted a la casa.»
Le seguí muy gustoso —la caminata me había acalorado— y pude ver que la casa era en realidad un gran laboratorio. Había una cama en un rincón, un par de sillas, un hornillo y un lavabo portátil como los que usan los excursionistas. En eso consistían, al parecer, sus enseres personales. Todo, sin embargo, estaba limpio y cuidado; mi desconocido amigo parecía un recluso, pero se proponía mantenerse por encima de la situación.