Creo que Georges hizo una buena inversión en aquel experimento, aunque no lo había realizado sólo para su propio beneficio. Le abrió nuevos horizontes y clarificó las ideas que se habían estado formando en su ingenioso cerebro. No cabía duda: había recogido todas las exquisitas sensaciones que habían pasado por el cerebro del barón durante la consumición de aquella comida principesca, y cualquiera, por muy inexperto que fuera en tales menesteres, podría saborearlas plenamente. Porque la grabación recogía únicamente las emociones; la inteligencia no contaba para nada. El barón había necesitado toda una vida de entrenamiento y aprendizaje para
experimentar
aquellas sensaciones. Pero una vez recogidas en cinta magnética, cualquiera podría aprovecharlas, aun careciendo totalmente de sentido del gusto.
¡Imaginaos las brillantes posibilidades que aparecieron ante Georges! Había otras comidas, otros gastrónomos, todas las sensaciones provocadas por las mejores cosechas de Europa; ¿qué no pagarían los
connoisseurs
por una cosa así? Cuando se hubiera descorchado la última botella de un vino raro, su esencia incorpórea podría preservarse, tal como la voz de Melba
[1]
se conservará a lo largo de los siglos. Porque, a fin de cuentas, no es el vino en sí lo que importa, sino las sensaciones que produce…
Así reflexionaba Georges. Pero sabía que aquello era sólo el principio. A menudo he negado que los franceses sean tan lógicos como pretenden, pero en el caso de Georges era evidente. Dio vueltas al asunto durante varios días, al cabo de los cuales fue a ver a su
petite dame
.
«Yvonne,
ma cheri
», dijo, «tengo que pedirte algo un tanto extraño… »
Harry Purvis sabía en qué momento debía interrumpir un relato. Se volvió hacia la barra y dijo: —Otro escocés, Drew— nadie dijo una palabra mientras se lo servían.
—A pesar de que, incluso en Francia, el experimento era insólito —continuó Purvis—, pudo llevarse a cabo con éxito. Tal y como la discreción y la costumbre aconsejan, se realizó en las horas solitarias de la noche. Ya habrán comprendido que Georges era una persona persuasiva, aunque dudo que Mam'selle necesitara mucha persuasión.
Ahogando su curiosidad con un beso sincero pero rápido, Georges despidió a Yvonne en el laboratorio y volvió al aparato. Casi sin aliento, empezó a manipular las repeticiones. Funcionaba —cosa que nunca había dudado. Pero, además —y recordad que sólo cuento con el testimonio de mi informador— no podía distinguirse de la realidad. En ese momento, una especie de temor religioso invadió a Georges. Aquello era, sin duda alguna, el invento más importante de la historia. Sería inmortal y rico, porque había alcanzado algo en lo que todos los hombres habían soñado, y podría salvar a los ancianos de uno de sus terrores…
También comprendió que a partir de entonces podría prescindir de Yvonne si así lo deseaba. Pero eran esas cuestiones que tendría que pensar mucho. Pero que
mucho
.
Os haréis cargo de que estoy rindiendo cuenta de los hechos de una forma muy condensada. Mientras ocurría todo esto, Georges era aún un empleado leal al profesor, que no sospechaba nada. Hasta entonces, Georges no había hecho más que cualquier otro investigador en circunstancias similares. Había actuado un tanto al margen de lo que sus deberes requerían, pero en caso de necesidad podría explicarlo todo.
El próximo paso implicaba negociaciones muy delicadas y el gasto de más francos, tan duramente ganados. Georges poseía todo el material que necesitaba para probar, sin asomo de duda, que lo que se traía entre manos tenía un gran valor comercial. Sabía que en París había astutos hombres de negocios que no perderían la oportunidad. Cierta delicadeza, que le honra, impidió a Georges utilizar su segunda…esto…grabación como muestra de las mercancías que su máquina podía ofrecer. No había ninguna forma de ocultar la personalidad de los protagonistas y Georges era un hombre modesto. «Además», razonaba con su sentido común característico, «cuando una compañía discográfica quiere grabar un
disque
, no llama a músicos aficionados. Ese es un asunto para profesionales. Lo mismo que
esto, ma foi
». Con lo cual, y tras otra visita al banco, salió rumbo a París.
No fue a ningún lugar cercano a Pigalle, porque siempre está lleno de americanos y los precios, consecuentemente, son exorbitantes. Unas cuantas pesquisas discretas y unos taxistas comprensivos le llevaron a un barrio de las afueras, tan respetable que resultaba asfixiante, y de pronto se encontró en una sala de espera muy agradable, no tan exótica como podría esperarse.
Allí, un tanto avergonzado, Georges explicó su misión a una dama de aspecto sobrecogedor, cuya edad habría sido tan difícil de adivinar como su profesión. A pesar de estar acostumbrada a las peticiones más heterodoxas,
aquello
era algo con lo que nunca se había topado en sus largos años de experiencia. Pero como el cliente siempre tiene razón, mientras tenga también dinero, llegaron por fin a un acuerdo. Una de las damas jóvenes y su novio, un
apache
de masculinidad arrolladora, acompañaron a Georges a una ciudad de provincias. Al principio, como es natural, sospechaban un poco de sus intenciones, pero como Georges ya había comprobado, ningún experto es capaz de resistirse a los halagos. Muy pronto se encontraron en buena armonía. Hercule y Susette prometieron a Georges que no tendría ningún motivo de queja.
Sin duda, a algunos de vosotros os gustaría tener más detalles, pero no esperéis que os los dé. Todo lo que puedo decir es que Georges —o, más bien, su aparato— tuvo mucho trabajo, y que por la mañana quedaba poco material de grabación que no se hubiera utilizado. Parece ser que Hercule tenía un nombre muy apropiado.
Cuando este picante episodio tocó a su fin, a Georges le quedaba muy poco dinero, pero tenía en su poder dos grabaciones de valor incalculable. Una vez más volvió a París, dónde, sin prácticamente ningún problema, llegó a un acuerdo con varios hombres de negocios tan impresionados con el invento que le ofrecieron un contrato muy generoso antes de recobrar la cordura.
Me alegro de poderos contar esto, porque muy a menudo es el científico quien sale perdiendo en las cuestiones financieras. Me alegra igualmente el deciros que Georges había firmado una cláusula en el contrato a favor del profesor Julian. Se podría decir cínicamente que, después de todo, era el invento del profesor, y que, tarde o temprano, tendría que ajustar cuentas con él. Pero prefiero pensar que no lo hizo sólo por eso.
Desconozco los detalles del contrato para explotar el invento. Supongo que Georges hizo gala de su elocuencia —aunque nadie que hubiera experimentado los efectos de sus cintas necesitaría demasiada elocuencia. El mercado sería enorme, ilimitado. Una vez superados ciertos obstáculos, sólo con el comercio de exportación, Francia volvería a su antigua grandeza y podría equilibrar su déficit de dólares de la noche a la mañana. Las transacciones tendrían que llevarse a cabo por medios clandestinos, porque, ¿os imagináis la barahúnda que armarían los hipócritas anglosajones cuando descubrieran lo que estaban importando sus países? La Unión de Madres, Las Hijas de la Revolución Americana, la Liga de Amas de Casa y
todas
las organizaciones religiosas protestarían en bloque. Los abogados investigaron el asunto cuidadosamente, y encontraron que las leyes que aún impedían enviar por correo
Trópico de Capricornio
a los países de habla inglesa, no podían aplicarse en este caso, por la sencilla razón de que nadie lo había previsto. Pero provocaría tal demanda de leyes nuevas que el Parlamento y el Congreso tendrían que hacer algo al respecto, por lo que era mejor ocultarlo durante el mayor tiempo posible.
En realidad, como uno de los directores apuntó, si prohibían las grabaciones, tanto mejor. Podrían obtener mucho más dinero de una venta pequeña, porque el precio se pondría por las nubes y los oficiales de Aduanas no podrían impedir todas las infiltraciones. Sería como una nueva Ley Seca.
No os sorprenderá saber que Georges había perdido interés por el aspecto gastronómico. No era la posibilidad más excitante de su invento, sin lugar a dudas. Los directores de las compañías asociadas así lo habían admitido tácitamente al firmar el contrato, incluyendo los placeres de la cocina en el apartado de «derechos subsidiarios».
Georges volvió a su casa como en una alfombra mágica, y con un cheque sustancioso en el bolsillo. Una fantasía maravillosa acudió a su mente. Pensó en todas las molestias que las compañías discográficas se habían tomado para que el mundo conociera las grabaciones de los cuarenta y ocho preludios y fugas o las nueve sinfonías. Su nueva compañía iba a poner a la venta una serie de grabaciones únicas, realizadas por expertos en los conocimientos más esotéricos de Oriente y Occidente. ¿Cuántos números se necesitarían para tantísimos «opus»? Esa había sido una cuestión muy discutida durante miles de años. Georges había oído decir que el número de textos hindúes alcanzaba tres cifras. Sería una investigación de lo más interesante, en la que se combinarían el beneficio monetario con el placer en una forma sin precedentes…Ya había iniciado algunos estudios preliminares, utilizando tratados difíciles de obtener incluso en París.
No os equivocaréis al pensar que durante todo este tiempo Georges había abandonado sus actividades habituales. Trabajaba noche y día, porque aún no había revelado sus planes al profesor y tenía que hacer casi todo cuando el laboratorio se cerraba. Una de las actividades que abandonó fue Yvonne.
Su curiosidad ya se había despertado, como le hubiera ocurrido a cualquier chica. Pero estaba algo más que intrigada; estaba confundida. Georges se había vuelto tan lejano y frío…Ya no estaba enamorado de ella.
El resultado era previsible. Los taberneros deben evitar el peligro de probar sus propias mercancías demasiado a menudo —ya sé que tú no lo haces, Drew—, pero Georges cayó en la trampa. Había utilizado las grabaciones demasiadas veces, con resultados un tanto debilitantes. Además, la pobre Yvonne no podía compararse con Susette, tan experta y habilidosa. La vieja competición entre el profesional y el aficionado.
Todo lo que Yvonne sabía es que Georges estaba enamorado de otra. Y era verdad. Sospechaba que le había sido infiel. Pero
eso
invita a analizar cuestiones demasiado filosóficas que no podemos tratar aquí.
Por si lo habéis olvidado, esto ocurría en Francia, y el desenlace, por tanto, era inevitable. ¡Pobre Georges! Se encontraba trabajando en el laboratorio a altas horas de la noche, como de costumbre, cuando Yvonne acabó con él utilizando una de esas ridículas pistolas ornamentales
de rigueur
en tales ocasiones. Bebamos a su memoria.
—Eso es lo malo de todas tus historias —intervino John Benyon—. Nos hablas de inventos maravillosos, y al final resulta que asesinan al inventor, así que nadie puede disfrutarlos. Porque supongo que, como de costumbre, el aparato quedó destrozado.
—No, no —replicó Purvis—. Dejando a un lado a Georges, este relato tiene un final feliz. No hubo ningún problema con Yvonne, por supuesto. Los apenados patrocinadores de Georges llegaron al lugar de los hechos a toda velocidad e impidieron la publicidad adversa. Eran hombres de negocios, pero también tenían corazón, y comprendieron que deberían garantizar la libertad de Yvonne. Lo consiguieron sin mayor problema cuando
le Maire
y
le Préfet
escucharon la grabación, pues quedaron convencidos de que la pobre chica había sufrido una provocación irresistible. Unas cuantas participaciones en la nueva compañía cerraron el acuerdo, con expresiones de máxima cordialidad por ambas partes. Incluso devolvieron la pistola a Yvonne.
—Entonces, cuándo…—aventuró alguien
—Estas cosas llevan su tiempo. Existe, por ejemplo, el problema de la producción en serie. Es posible que la distribución haya comenzado a través de vías privadas, muy privadas. Puede que pronto veamos algo en una de esas tiendecitas de aspecto y anuncios dudosos alrededor de la plaza Leicester.
—Es de suponer —dijo la voz de Nueva Inglaterra sin el más mínimo respeto— que no sabes
el nombre de la compañía
.
Es inevitable admirar a Purvis en situaciones como aquélla. No dudó ni un momento.
—
Le Societé Anonyme d’ Aphrodite
—contestó—. Y acabo de recordar algo que te levantará el ánimo. Esperan triunfar sobre las molestas leyes postales de tu país y establecerse antes de que las pesquisas del Congreso comiencen. Van a abrir una sucursal en Nevada; parece ser que allí todo está permitido.
Levantó su vaso.
—Por Georges Dupin —dijo con solemnidad—. Mártir por la ciencia. Recordadle cuando empiecen los fuegos artificiales. Y otra cosa…
—¿Qué? —preguntamos todos.
—Será mejor que empecéis a ahorrar ya, y que vendáis vuestros televisores antes de que se deprecie su valor.
Como ya he señalado en alguna ocasión, nadie ha sido capaz de acorralar a Harry Purvis, el más brillante narrador de «El Ciervo Blanco», durante mucho tiempo. No puede dudarse de sus conocimientos científicos, pero ¿dónde los ha adquirido? ¿Y cómo justificar los términos familiares que utiliza al hablar de tantísimos miembros de la Royal Society? Debo admitir que hay muchos que no creen una palabra de lo que cuenta. Creo que eso es ir demasiado lejos, como hace poco le dije de forma un tanto violenta a Bill Temple.
—Siempre te estás metiendo con Harry, pero habrás de reconocer que nos proporciona un buen entretenimiento —dije—, y eso es algo que la mayoría de nosotros somos incapaces de hacer.
—Si es una ofensa personal —replicó Bill, aún escocido porque un editor americano acababa de devolverle unos relatos totalmente serios alegando que no le habían hecho reír—, dímelo en la calle —miró a la ventana, comprobó que aún nevaba y añadió rápidamente—: Bueno, hoy no, pero quizá algún día durante el verano, si los dos coincidimos aquí un miércoles. ¿Quieres otra copa de tu bebida favorita, jugo de piña a secas?
—Gracias —dije—. Un día lo mezclaré con ginebra, para sorprenderte. Creo que soy la única persona en «El Ciervo Blanco» capaz de elegir entre beber o no beber, y siempre escojo no hacerlo.
No pudimos continuar la conversación, porque el sujeto de la discusión llegó entonces. Normalmente, este hecho habría sido suficiente para aumentar los motivos de controversia, pero como Harry venía acompañado por un desconocido, decidimos portarnos como buenos chicos.