Pero ya habían pensado en eso; la solución era evidente. El agua del mar constituye un buen conductor. No pensaban ir a África ni por asomo, sino al Atlántico. Pero no nos habían mentido: iban de caza mayor, desde luego. La mayor caza posible.
Nunca nos habríamos enterado de lo que ocurrió de no ser por las charlas entre el radiotelegrafista del barco y un radioaficionado amigo suyo en los Estados Unidos. Seguimos el curso de los acontecimientos a través de sus comentarios. El barco de Jackson —un yate pequeño que había comprado a bajo precio y transformado para la expedición— navegaba no lejos del Ecuador, a la altura de la costa oeste de África y en la parte más profunda del Atlántico. Grinnell estaba pescando; habían bajado los electrodos al abismo, mientras Jackson esperaba, impaciente, con su cámara.
Pasó una semana antes de que capturaran la primera pieza. Para entonces, todos estaban a punto de perder la paciencia. En la tarde de un día tranquilo, los contadores de Grinnell empezaron a oscilar. Algo había quedado prendido en la esfera de influencia de los electrodos.
Izaron el cable lentamente. Hasta entonces, el resto de la tripulación debía pensar que estaban locos, pero todos se mostraron muy excitados cuando la pieza se elevó a través de tantos miles de pies de oscuridad y alcanzó la superficie.
No puede culparse al radiotelegrafista porque, desobedeciendo las órdenes de Jackson, sintiera la necesidad de contar todo a un amigo una vez en tierra firme.
No trataré de describir lo que vieron, porque un gran maestro ya lo hizo antes que yo. Poco después de conocer el informe, abrí un ejemplar de Moby Dick y releí el capítulo correspondiente. Aún puedo citarlo de memoria y creo que nunca lo olvidaré. Dice lo siguiente, poco más o menos:
«Sobre el agua flotaba una gran masa pulposa, de varios estadios de longitud y color crema oscuro, con innumerables brazos que, partiendo del centro, se enroscaban y retorcían cual nido de anacondas, como si quisieran atrapar cualquier desdichado objeto a su alcance.»
Sí; Grinnell y Jackson habían ido a la caza de la mayor criatura viviente, y la más misteriosa. ¿La mayor? Seguramente, ya que el
bathyteuthis
puede alcanzar los cien metros de largo. No es tan pesado como los cachalotes a los que sirve de merienda, pero puede competir con ellos en longitud.
En éstas estaban, con aquella bestia monstruosa que ningún ser humano había visto nunca en condiciones tan favorables. Parece que Grinnell estaba sometiéndole a algunas pruebas mientras Jackson, en éxtasis, rodaba cientos de yardas de película. No existía peligro alguno, a pesar de que el animal duplicaba en tamaño al barco. Para Grinnell, se trataba simplemente de otro molusco al que controlar como un muñeco con sus botones y conmutadores. Cuando terminara, le dejaría nadar libremente y volver a su medio habitual, aunque posiblemente le quedaría un poco de resaca.
¡Lo que daría por tener esa película! Aparte de su interés científico, valdría una fortuna en Hollywood. Hay que admitir que Jackson sabía lo que se hacía; conocía las limitaciones del aparato de Grinnell y lo utilizaba de la forma más efectiva. Lo que ocurrió después no fue culpa suya.
El profesor Hinckelberg suspiró y bebió un largo sorbo de cerveza, como si quisiera reunir fuerzas para terminar su relato.
—No; si a alguien puede culparse es al propio Grinnell. O, mejor dicho,
era
a Grinnell, el pobre. Quizá estaba tan excitado que olvidó tomar una precaución que, sin duda, habría tomado en el laboratorio. ¿Cómo explicar, si no, el hecho de que no tuviera otros fusibles a mano cuando se fundieron los del suministrador de energía?
Tampoco puede culparse al
bathyteuthis
. ¿A quién no le habría molestado que le zarandeasen de tal forma? Cuando las órdenes cesaron y volvió a sentirse dueño de sí mismo, tomó las medidas oportunas para que la situación continuara así. Me pregunto si Jackson estuvo filmando hasta el «último momento…»
No hay ningún tema que no se haya discutido, tarde o temprano, en «El Ciervo Blanco», y el hecho de que haya damas presentes, no supone ninguna diferencia. Al fin y al cabo, saben el riesgo que corren al venir aquí. Ahora que lo pienso, tres de ellas acabaron encontrando aquí marido, así que, quizá no sean ellas quienes corran peligro…
Menciono esto porque no quisiera que creyeran que todas nuestras conversaciones son terriblemente eruditas y científicas, y todas nuestras actividades puramente cerebrales. Aunque predomina el ajedrez, los dardos y los chinos también prosperan. Algunos clientes traen consigo el
Times Literary Supplement
, la
Saturday Review
, el
New Statesman
o el
Atlantic Monthly
, pero esas mismas personas son muy capaces de aparecer con el último número de
Narraciones Asombrosas de Pseudociencia
.
También se llevan a cabo muchos negocios en los rincones más oscuros del bar. Libros y revistas antiguas cambian a menudo de dueño, a precios astronómicos, y casi todos los miércoles puede verse a tres vendedores muy conocidos apoyados sobre la barra, fumando grandes puros e intercambiando chistes con Drew. De vez en cuando, una sonora risotada anuncia el desenlace de una anécdota, lo que provoca una afluencia de preguntas ansiosas por parte de algunos clientes, temerosos de haberse perdido algo bueno. Por delicadeza, no repetiré ninguna de ellas. A diferencia de la mayoría de las cosas en esta isla, no son para exportar.
Afortunadamente, ninguna de estas restricciones son aplicables a los relatos del señor Harry Purvis, Licenciado en Ciencias (por lo menos). Doctor en Filosofía (probablemente), Miembro de la Royal Society, (personalmente no lo creo, aunque existen rumores sobre el particular). Ninguna de sus historias haría ruborizarse a las damas solteras más respetables, si es que queda alguna en los tiempos que corren.
Debería disculparme, porque es una afirmación demasiado rotunda. Recuerdo un relato que en ciertos ambientes sí se consideraría un tanto atrevido. Sin embargo, no dudo en contarlo, porque confío en que usted, querido lector, sea lo suficientemente liberal como para no ofenderse.
Empezó de la siguiente manera: un famoso crítico de la calle Fleet había sido acorralado contra una esquina por un editor muy persuasivo que estaba a punto de publicar un libro en el que había puesto grandes esperanzas. Se trataba de una de las producciones más logradas del viejo y decadente Sur, un ejemplo excelente del estilo literario del «y-entonces-la-casa-volvió-a- tambalearse-porque-las-termitas-habían-acabado-con-el-ala-oeste». En Irlanda ya lo habían censurado, pero es ese un honor al que pocos libros escapan hoy en día, por lo que, en realidad, no podía considerarse como una distinción. Pero si lograban que algún periódico británico importante abogara seriamente por su supresión, se convertiría en un éxito editorial de la noche a la mañana…
Tal era el razonamiento del editor, que estaba utilizando sus mejores argumentos para conseguir la cooperación de su amigo. Oí que le decía, como para acallar los escrúpulos del crítico: «¡Por supuesto que no! Si los lectores son capaces de entenderlo, entonces es que ya están más que pervertidos.» En ese momento, Harry Purvis, que posee una extraña habilidad para seguir media docena de conversaciones a la vez, de tal forma que puede intervenir en la que más le apetezca en el momento propicio, dijo, con su voz penetrante e ininterrumpible:
—La censura provoca problemas muy difíciles, ¿verdad? Siempre he pensado que existe una relación inversa entre el grado de civilización de un país y las restricciones de su prensa.
Una voz de Nueva Inglaterra intervino desde el fondo de la estancia:
—En ese sentido. París es un lugar mucho más civilizado que Boston.
—Exactamente —replicó Purvis. Por una vez, esperó a que le contestaran.
—De acuerdo —dijo suavemente la voz de Nueva Inglaterra—. No quiero discutir. Simplemente quería comprobarlo.
—Acabo de recordar —continuó Purvis sin perder más tiempo— un suceso que aún no ha tenido que vérselas con el censor, pero que no tardará en hacerlo. Empezó en Francia, y hasta ahora no ha transcendido más allá. Cuando salga a la luz, puede tener mayor impacto en nuestra civilización que la bomba atómica.
Al igual que la bomba atómica, procede de una investigación académica.
Nunca
se debe subestimar a la ciencia, amigos. Dudo que exista un solo campo de estudio tan teórico, tan lejano de lo que ridículamente se llama vida cotidiana, que no pueda producir un día algo que haga temblar al mundo.
Os daréis cuenta de que el relato que os estoy contando es, por una vez, de segunda mano. Me lo contó un colega de la Sorbona cuando estuve allí para asistir a una conferencia científica. Por eso todos los nombres son ficticios. Me dijeron los nombres reales entonces, pero no los recuerdo.
El profesor…Julian trabajaba como fisiólogo en una de las universidades francesas más pequeñas, pero más solventes. Algunos de vosotros recordaréis aquella historia tan inverosímil que nos contó Hinckelberg la semana pasada, sobre un colega suyo que había conseguido controlar el comportamiento de los animales mediante la aplicación de corrientes adecuadas en sus sistemas nerviosos. Pues bien, si aquella historia contenía algo de verdad —y yo, sinceramente, lo dudo—, el proyecto estaba probablemente inspirado en los trabajos de Julian publicados en
Comptes Rendus
.
El profesor Julian nunca llegó a publicar sus hallazgos más notables. Cuando se tropieza por casualidad con algo realmente importante, a nadie se le ocurre publicarlo inmediatamente. Se espera hasta tener una evidencia aplastante, a menos que exista el temor de que alguien más esté en el secreto. Después puede publicarse un informe un tanto ambiguo que garantizará la primicia en una fecha posterior, pero sin dar demasiados detalles, como el famoso criptograma que confeccionó Huygens cuando descubrió los anillos de Saturno.
Os preguntaréis de qué trataba el descubrimiento de Julian; no mantendré el misterio por más tiempo. Era simplemente el resultado natural de algo que el hombre ha estado haciendo durante los últimos siglos. Primero, la cámara nos concedió el privilegio de captar imágenes. Después Edison inventó el fonógrafo, y con él se pudo dominar el sonido. Hoy en día, con el cine sonoro poseemos una especie de memoria mecánica que habría sido totalmente inconcebible para nuestros antepasados. Pero el avance no puede quedarse ahí. Finalmente la ciencia será capaz de recoger y almacenar pensamientos y sensaciones, y devolverlos a la mente de tal manera que se pueda repetir a voluntad cualquier experiencia de la vida con todos sus detalles.
—¡Eso es ya muy viejo! —espetó alguien—. Acordaos del «sensorama» en
Un mundo feliz
.
—Todas las buenas ideas han sido pensadas antes de llevarlas a la práctica —dijo Purvis severamente—. La cuestión es que Huxley y otros hablaban de estas cosas, pero Julian las llevó a la práctica. ¡Dios mío, qué juego de palabras! Aldous, Julian…¡vamos a dejarlo!
Utilizó la electrónica, por supuesto. Todos sabréis que un encefalograma puede recoger los impulsos eléctricos más pequeños de un cerebro vivo, conocidos como «ondas cerebrales» según la terminología de la prensa popular. El aparato de Julian era mucho más elaborado y sutil que este instrumento tan conocido. Una vez recogidos los impulsos cerebrales, podía reproducirlos. Parece simple, ¿verdad? Lo mismo ocurre con el fonógrafo, pero se necesitó el genio de un Edison para concebirlo.
Y ahora, aparece en escena el villano. Bueno, quizá sea una palabra demasiado fuerte, porque Georges, el ayudante del profesor Julian —Georges Dupin—, era un personaje verdaderamente simpático. Pero, tratándose de un francés con un sentido práctico mayor que el del profesor, vio inmediatamente que aquel juguete de laboratorio podría producir varios millones de francos.
Lo primero era sacarlo del laboratorio. Los franceses poseen una indudable aptitud para la ingeniería sofisticada, y tras varias semanas de trabajo —con la colaboración del profesor—, Georges se las ingenió para meter el
playback
del aparato en una cabina no mayor que un aparato de televisión, y casi con el mismo número de piezas.
Entonces Georges estuvo listo para realizar su primer experimento. Suponía un gasto considerable, pero, como alguien dijo, no puede hacerse una tortilla sin romper huevos. Y creo que la analogía es excelente.
Porque Georges fue a ver al gastrónomo más famoso de Francia, y le hizo una interesante proposición. Tanto, que el gran hombre no pudo negarse, por tratarse de un tributo único a su reputación. Georges le explicó pacientemente que había inventado un aparato para registrar (no dijo nada de almacenar) sensaciones. Por la causa de la ciencia y el honor de la cocina francesa, ¿podría concederle el privilegio de analizar las emociones, los sutiles matices, la elección gustativa, que tenía lugar en la mente de Monsieur le Barón cuando utilizaba su incomparable talento? Monsieur podía elegir el restorán, el chef y el menú; todo según sus deseos. Claro que, si estaba demasiado ocupado, sin duda el conocido gastrónomo Le Compte de…
El barón, que en algunos aspectos era un hombre sorprendentemente grosero, pronunció una palabra difícil de encontrar en la mayoría de los diccionarios franceses. «¡Ese cretino!» explotó. «¡Se contentaría con la cocina inglesa! No, yo lo haré». Y, sin mayor dilación, se sentó a confeccionar el menú, mientras Georges estimaba con preocupación el coste de las viandas y se preguntaba si su situación financiera podría resistir el golpe…
Sería interesante saber qué opinaban el chef y los camareros sobre el asunto. Allí estaba el barón, sentado en su mesa favorita, haciendo honor a sus platos preferidos, sin que pareciera molestarle en lo más mínimo la maraña de cables que, conectados a una máquina de aspecto diabólico situada en una esquina, llegaban hasta su cabeza. En el restorán no había ningún otro cliente, porque lo último que quería Georges era publicidad prematura. Esto aumentó considerablemente el precio, ya de por sí alarmante, del experimento. Esperaba que los resultados merecieran la pena.
Y así ocurrió. La única forma de probarlo, por supuesto, sería repitiendo la «grabación» de Georges. Tendremos que confiar en su testimonio, aunque ya se sabe que las palabras son inútiles en estos casos. El barón era un auténtico connoisseur, no uno de esos que creen tener buen gusto. ¿Recordáis la frase de Thurber: «No es más que un simple Borgoña casero, pero creo que apreciarán su presunción» ? (El barón habría sabido sólo con olerlo si se trataba de un producto casero o no, y si hubiera sido pretencioso lo habría rechazado.)