Read Cuentos de la Taberna del Ciervo Blaco Online

Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Cuentos de la Taberna del Ciervo Blaco (8 page)

Pero siempre a mi espalda presiento

el carro alado y cercano del tiempo…

Así es como a

me afecta, por muy animada que sea la compañía entre la que me encuentre. Sí, incluso en «El Ciervo Blanco».

Me ocurrió esto mismo un miércoles por la noche en el que había menos aglomeración de la habitual. Se hizo el silencio tan inesperadamente como siempre. Entonces, posiblemente en un deliberado intento de romper ese desagradable suspense, Charlie Willis empezó a silbar la última canción de moda; ni siquiera recuerdo su título. Sólo recuerdo que desencadenó uno de los relatos más inquietantes de Harry Purvis.

—Charlie —dijo con calma—, esa maldita cancioncilla me está volviendo loco. Durante la última semana he tenido que escucharla cada vez que enchufaba la radio.

John Cristopher emitió un sonoro sorbetón.

—Deberías conectar siempre con el tercer programa. Estarías a salvo.

—A algunos de nosotros —contestó secamente Harry— no nos satisface una dieta exclusiva a base de madrigales isabelinos. Pero no vamos a pelear por
eso
, por Dios. ¿Nunca se te ha ocurrido que hay algo extraño en esas canciones de éxito?

—¿Qué quieres decir?

—Pues que aparecen misteriosamente, y durante semanas todo el mundo las tararea, como Charlie hace un momento. Las que poseen cierta calidad se te graban de tal forma que no puedes alejarlas de la cabeza; dan vueltas y más vueltas durante dias. Y, de repente, desaparecen sin más explicación.

—Ahora te comprendo —dijo Art Vincent—. Algunas melodías pueden elegirse, pero otras se pegan como la melaza, tanto si lo deseas como si no.

—Exactamente. Durante una semana entera me obsesionó el tema principal del final de la segunda sinfonía de Sibelius; incluso me dormía con él rondándome la cabeza. Después le toco el turno a «El tercer hombre»: da di da di daa, dida, didaa… Recuerda lo que fue aquello.

Harry tuvo que callarse un momento hasta que la gente dejó de tararear. Cuando se desvanecieron los murmullos continuó:

—¡Exactamente! A todos os sucedió lo mismo. Entonces, ¿qué tienen esas tonadas para provocar tal efecto? Algunas son realmente buena música, otras, banalidades, pero evidentemente tienen
algo
en común.

—Continúa —dijo Charlie—. Estamos impacientes.

—Desconozco la respuesta —contestó Harry—. Y lo que es más, no quiero conocerla. Sé de un hombre que la encontró.

Automáticamente, alguien le acercó una cerveza, para que el tono del relato no decayera. A mucha gente le fastidiaba que en medio de los más interesante se parase para pedir otra bebida.

—No sé por qué a la mayoría de los científicos les interesa la música— pero es un hecho innegable. Conozco muchos laboratorios importantes que poseen orquestas sinfónicas de aficionados, algunas incluso muy buenas. Entre los matemáticos se podrían encontrar razones obvias para justificar esta afición; la música, especialmente la música clásica, es, formalmente, casi matemática. Además se apoya en la teoría: relaciones armónicas, análisis de ondas, distribución de la frecuencia, y cosas por el estilo. Constituye en sí misma un estudio apasionante que atrae fuertemente a mentes científicas, y que no excluye —aunque muchas personas crean lo contrario— una apreciación puramente estética.

Pero he de confesar que el interés musical de Gilbert Lister era completamente cerebral. Era, en primer lugar, un fisiólogo, especializado en el estudio del cerebro. Por eso la palabra cerebral debe tomarse literalmente.

No distinguía entre una canción vaquera y la Sinfonía Coral. No le interesaban los sonidos por sí mismos sino por los efectos que causaban en el cerebro.

Entre personas tan cultas como las presentes —dijo Harry, con tal énfasis que sonó a insulto—, no habrá nadie que ignore el hecho de que gran parte de la actividad cerebral se realiza por medio de la electricidad. Constantemente se producen pulsaciones de ritmo regular, que pueden detectarse y analizarse con la ayuda de modernos instrumentos. Este era el campo de Gilbert Lister. Adosaba electrodos en el cuello cabelludo de una persona, y un sistema de amplificadores registraba las ondas cerebrales en cinta magnética. Tras examinarlas, podía dar todo tipo de información sobre la persona en cuestión. En última instancia, afirmaba, es posible identificar a cualquiera a partir de un encefalograma —para utilizar el término correcto— con mayor precisión que a través de las huellas dactilares.

Mediante una intervención quirúrgica, puede cambiarse la piel de una persona, pero si llegásemos a un avance tecnológico tal que pudiera cambiarse el cerebro —bueno, esa persona ya no sería la misma, de modo que no podría acusarse al sistema de haber fallado.

Mientras estudiaba los ritmos alfa, beta y demás del cerebro, Gilbert empezó a interesarse por la música. Estaba seguro de que existía alguna conexión entre los ritmos musicales y los mentales. Se propuso tocar música ante sus pacientes, para analizar los efectos producidos en sus frecuencias cerebrales normales. Como era de esperar, los efectos fueron múltiples, y los descubrimientos de Gilbert le llevaron a adentrarse en campos más filosóficos.

Sólo en una ocasión hablé con él extensamente sobre sus teorías. No porque fuera reservado —nunca he conocido a un científico que lo fuera, pensándolo bien—, sino porque no le gustaba discutir sobre su trabajo hasta saber a dónde le iba a llevar. Pero lo que dijo fue suficiente para demostrar que había abierto un campo muy interesante, y en consecuencia, me propuse ayudarle. Mi empresa suministró parte del equipo y yo no me mostré reacio a obtener un pequeño beneficio marginal. Se me ocurrió que si las teorías de Gilbert funcionaban, iba a necesitar un representante en menos que canta un gallo…

Porque lo que Gilbert intentaba hacer era encontrar el fundamento científico para llegar a una teoría sobre las canciones de éxito. Por supuesto, no pensaba en el asunto en esos términos: él lo consideraba como un simple proyecto de investigación y su única ambición consistía en publicar su trabajo en las
Actas de la Asociación de Física
. Pero yo reconocí las implicaciones financieras enseguida. Eran asombrosas.

Gilbert estaba seguro de que una melodía o una canción de moda impresionaba la mente porque de algún modo se adapta a los ritmos eléctricos fundamentales del cerebro. Utilizaba una analogía para explicarlo: «Es como meter una llave en una cerradura. Las guardas de una tienen que acoplarse a las de la otra para que funcione».

Enfocó el problema desde dos ángulos. En primer lugar, recogió cientos de melodías populares y clásicas y analizó su estructura o, como él decía, su morfología.

Un analizador de armonías realizaba esta operación automáticamente, clasificando las frecuencias. Por supuesto, era mucho más complicado, pero estoy seguro de que habréis entendido la idea básica.

Al mismo tiempo, trataba de ver la adecuación entre las ondas resultantes y las vibraciones eléctricas naturales del cerebro. La teoría de Gilbert consistía —y aquí nos adentramos en aguas filosóficas más profundas— en que todas las melodías existentes son aproximaciones burdas a una melodía ideal. Los músicos de todos los tiempos han buscado a ciegas, porque ignoraban la relación entre música y mente. Una vez revelada esta relación, sería posible descubrir la Melodía Ideal.

—¡Eh! —exclamó John Christopher—. Eso es la refundición de la teoría Platónica de los Arquetipos. Ya se sabe: todos los objetos del mundo material son burdas copias de la silla o la mesa, o lo que sea, ideales. Así que tu amigo buscaba la melodía ideal ¿La encontró?

—Lo sabrás a su debido tiempo—prosiguió Harry sin inmutarse—. Gilbert tardó un año en completar el análisis, y a continuación comenzó con la síntesis. Para entendernos: fabricó una máquina capaz de construir modelos de sonidos, automáticamente, acordes con las leyes que había descubierto. Tenía montones de osciladores y mezcladores; en realidad lo que hizo fue modificar un órgano electrónico ordinario para esta parte del aparato, controlado por la máquina compositora. De esta forma tan infantil con que los científicos bautizan a sus bastardos, llamó al invento «Ludwig».

Se entendería mejor el funcionamiento de Ludwig si se le concibe como una especie de kaleidoscopio sonoro, en lugar de visual. Pero el kaleidoscopio obedecería a unas ciertas leyes, y esas leyes —al menos Gilbert así lo creía— estaban basadas en la estructura fundamental de la mente humana. Con los arreglos necesarios Lugwig llegaría, tarde o temprano, a encontrar la melodía a través de todos los modelos musicales posibles.

Tuve la oportunidad de escuchar a Ludwig, y fue una experiencia extraña. El equipo consistía en el lío electrónico indescriptible común a todos los laboratorios. Lo mismo podía haber sido la máquina de una nueva computadora que la mira de una pistola a radar, un sistema de control de tráfico o un aparato de radio construido por un aficionado. Era difícil aceptar que, si llegaba a funcionar, dejaría sin trabajo a todo los compositores del mundo. ¿O no? Quizá no: Ludwig podría proveer la materia prima, pero necesitaría orquestación.

El sonido comenzó a salir del altavoz. Al principio me pareció como si escuchara ejercicios para cinco dedos ejecutados por un alumno eficiente, pero poco inspirado. La mayoría de los temas eran banales; la máquina tocaba uno y a continuación lo sometía a una serie de cambios, un compás tras otro, hasta agotar todas las posibilidades, y pasaba al siguiente tema. De vez en cuando, producía un pasaje notable, pero en general, no me impresionó lo más mínimo.

Pero Gilbert se explicó que sólo era una prueba, porque los circuitos aún no estaban listos. Cuando lo estuvieran, Ludwig tendría mayor capacidad de selección: de momento, tocaba cualquier cosa —no poseía ningún sentido discriminatorio. Cuando lo adquiriese, las posibilidades serian ilimitadas.

Fue la última vez que vi a Gilbert Lister. Había quedado en ir a su laboratorio una semana después, tiempo en el que esperaba haber conseguido grandes progresos. Llegué una hora más tarde de la cita, por suerte para mí…

A mi llegada acababan de llevarse a Gilbert. Encontré a su ayudante, un hombre de edad que había trabajado con él desde hacía años, muy nervioso y desolado, sentado entre una maraña de cables de Ludwig. Tardé mucho en descubrir lo que había ocurrido, y aún más en entender los motivos.

No cabía duda de que Ludwig, por fin, había funcionado. El ayudante había salido a almorzar mientras Gilbert terminaba los últimos preparativos, y cuando volvió al cabo de una hora, el laboratorio vibraba con frase melódica larga y compleja. O la máquina se había parado en ese punto, o Gilbert había pulsado el botón de REPETICION. Sea como fuere, estuvo escuchando, durante varios cientos de veces, al menos, la misma melodía. Cuando su ayudante le encontró parecía hallarse en trance. Los ojos abiertos sin ver, los miembros rígidos. Incluso cuando desconectaron a Ludwig, continuó igual. Gilbert no tenía remedio.

¿Qué había ocurrido? Supongo que deberíamos haberlo tenido en cuenta, pero, ¡es tan fácil decirlo cuando ya ha pasado todo! Recordemos lo que dije al principio. Si un compositor que sabe música de oído puede inventar una melodía capaz de dominar la mente de una persona durante días, ¿qué efecto tendría la Melodía Ideal que Gilbert buscaba? En el supuesto de que existiera —y no lo doy como un hecho seguro—, formaría un anillo infinito en los circuitos de la memoria. Daría vueltas y más vueltas, eliminando los demás pensamientos. Todas las melodías empalagosas del pasado se convertirían en simple bagatelas comparadas con ella. Una vez introducida en el cerebro, transformaría las formas en ondas circulares que constituyen la manifestación física de la conciencia —y éste sería el final. Ni más ni menos le ocurrió a Gilbert.

Le sometieron a terapia de choque; lo intentaron todo. Pero no sirvió de nada el patrón se había establecido y no podía romperse. Gilbert había perdido toda conciencia del mundo exterior, y tienen que alimentarlo por vía intravenosa. No se mueve jamás ni reacciona a estímulos externos, pero, según me han dicho, de vez en cuando se contrae de forma extraña como marcando el ritmo.

Me temo que no tiene curación. Y, sin embargo, no estoy seguro de si su destino es horrible o, por el contrario, digno de envidia. Quizá haya encontrado la realidad esencial que siempre a preocupado a los filósofos como Platón. No lo se, realmente. A veces me sorprendo preguntándome a mí mismo cómo sería la maldita melodía, casi deseando haber tenido la oportunidad de escucharla, al menos una vez. Debe existir alguna forma de hacerlo sin peligro: ¿recordáis que Ulises escuchó el canto de las sirenas y no murió por ello…? Pero ya no habrá otra oportunidad, por supuesto.

—Me lo temía —dijo Charles Willis maliciosamente—. Supongo que el aparato explotó, o algo así, y como de costumbre no podemos comprobar la veracidad de su relato.

Harry le dirigió una mirada más de tristeza que de enfado.

—El aparato apenas sufrió desperfectos —contestó con serenidad—. Lo que ocurrió a continuación fue una de esas cosas enloquecedoras por las que nunca dejaré de culparme. Me tomé tal interés en el experimento de Gilbert que no presté la debida atención a los intereses de mi empresa.

Mucho me temo que Gilbert había amontonado deudas, y cuando el Departamento de Contabilidad se enteró de lo que había ocurrido, actuó inmediatamente. Tuve que salir de la ciudad durante un par de días en viaje de negocios, y cuando volví ¿sabéis lo que había pasado? Mediante una acción judicial, habían confiscado todos sus bienes, lo que significaba el desmantelamiento de Ludwig; cuando lo vi al día siguiente, se había convertido en un montón de chatarra. ¡Y todo por unas cuantas libras! Me hizo llorar.

—Estoy seguro —dijo Eric Maine—. Pero has olvidado atar el Cabo Suelto Número Dos:
El ayudante de Gilbert
. Entró en el laboratorio mientras el artilugio funcionaba a pleno rendimiento. ¿Por qué no le afectó a él también? Has metido la pata en esto, Harry.

El señor don Harry Purvis hizo una pausa para apurar la últimas gotas de un vaso y lo acercó a Drew.

—¡Vaya! —exclamó—. ¿Es un interrogatorio? No he mencionado ese punto porque no tiene mucha importancia. Pero explica por qué nunca tuve el menor indicio de la naturaleza de aquella melodía. Mira, el ayudante de Gilbert era un técnico de laboratorio muy cualificado, pero no pudo prestarle mucha ayuda en la fabricación de Ludwig. Era una de esas personas que carecen completamente de oído. Para él, la Melodía Ideal no significaba más que el maullido de un gato.

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