—El señor Ferguson —prosiguió— se propone explotar una de las fuerzas fundamentales de la Naturaleza. Es una fuerza de la que toda criatura viviente depende, una fuerza, señores, que les mantiene vivos a ustedes a pesar de que nunca hayan oído hablar de ella.
Se acercó a la mesa y se situó junto a las redomas y frascos.
—¿Se han parado alguna vez a pensar —dijo— cómo llega la savia hasta la hoja más elevada de un árbol alto? Se necesita mucha fuerza para bombear agua a una distancia de cien, a veces incluso trescientos, pies del suelo. ¿De dónde proviene esa fuerza? Se lo mostraré con un ejemplo práctico.
Aquí tenemos un recipiente muy resistente, dividido en dos partes por una membrana porosa. A un lado de la membrana hay agua pura; en el otro, una solución concentrada de azúcar y otros productos químicos, cuya naturaleza no considero necesario especificar. Bajo estas condiciones, se produce una presión, conocida como presión osmótica. El agua pura trata de pasar a través de la membrana, como si quisiera diluir la solución del otro lado. Ahora cerramos herméticamente el recipiente y aquí, a la derecha, pueden Vds. ver el indicador de presión; observen cómo sube la aguja. Para entendernos: esto es presión osmótica. Es la misma fuerza que actúa a través de las paredes celulares de nuestro cuerpo, provocando el movimiento del fluido, la que conduce la savia en los troncos de los árboles, desde las raíces hasta las ramas más altas. Es una fuerza universal y poderosa. El señor Ferguson tiene el mérito de ser el primero en intentar dominarla.
Harry hizo una pausa, tratando de impresionar al tribunal, al mismo tiempo que dirigía una mirada llena de firmeza.
—El señor Ferguson está intentando desarrollar la bomba osmótica.
Esta afirmación tardó un poco en hacer efecto. Luego, el Mayor Fotheringham se inclinó hacia adelante y dijo con voz susurrante:
—¿Hemos de suponer, pues, que ha tenido éxito en la fabricación de esta bomba, y que explotó en su laboratorio?
—Exactamente, señoría. Es un placer, incluso diría que un placer poco común, presentar pruebas ante un jurado tan perspicaz. El señor Ferguson ha tenido éxito, y se informarnos sobre su método cuando, debido a un desgraciado error, falló el mecanismo de seguridad de la bomba. Todos conocen los resultados. Creo que no necesitarán mayor evidencia sobre el poder de este arma, y comprenderán su importancia, dado que las soluciones que contiene están formadas por productos químicos muy comunes.
El mayor Fotheringham, un tanto confuso, se volvió hacia el fiscal.
—Señor Whiting —dijo—. ¿Quiere interrogar al testigo?
—Ciertamente, Señoría. Nunca había oído semejante ridiculez…
—Por favor, limítese a los hechos.
—Muy bien. Señoría. ¿Puedo preguntar al testigo cómo justifica la gran cantidad de vapor alcohólico que siguió a la explosión?
—Dudo mucho que la nariz del inspector fuera capaz de un análisis cuantitativo adecuado. Pero debo admitir que se produjo cierta cantidad de vapor alcohólico. La solución utilizada en la bomba contenía un veinticinco por ciento, aproximadamente. Con la utilización de alcohol diluido, se reduce la movilidad de los iones inorgánicos y se aumenta la presión osmótica; un efecto deseable, por supuesto.
Eso los mantendría callados durante un tiempo, pensó Harry. No se equivocó. Hubo un intervalo de dos minutos antes de la segunda pregunta. Entonces, el fiscal agitó en el aire uno de los trozos de tubería de cobre.
—¿Qué función cumplía esto? —preguntó en el tono más acerbo que pudo. Harry fingió no haber notado su intención sarcástica.
—Son tuberías manométricas para el indicador de presión —replicó rápidamente.
El tribunal, estaba claro, ya no entendía ni media palabra. A eso precisamente quería llegar Harry. Pero el fiscal aún podía jugar otra baza. El recaudador de impuestos y su asesor legal cuchichearon furtivamente durante unos momentos. Harry miró nerviosamente al tío Homer, que se encogió de hombros con un gesto que parecía indicar: «¡A mí no me preguntes!».
—Quisiera presentar ante el tribunal algunas pruebas adicionales —dijo el abogado de Aduanas enérgicamente, mientras depositaba un abultado paquete envuelto en papel marrón sobre la mesa.
—¿Es esto legal, Señoría? —protestó Harry—. Todas las evidencias contra mi… colega deberían haber sido presentadas ya.
—Retiro mi petición —intervino el abogado rápidamente—. Digamos que no es una evidencia para este caso, sino material para futuras actuaciones legales. Hizo una pausa amenazadora, a la espera del efecto deseado.
—De todas formas, si el señor Ferguson puede dar una respuesta satisfactoria a nuestras preguntas, este asunto se resolvería sin mayor dilación —evidentemente, lo último que el abogado esperaba, o deseaba, era una explicación satisfactoria.
Desenvolvió el paquete, y aparecieron tres botellas de una famosa marca de whisky.
—Vaya, vaya —dijo el tío Homer—. Me preguntaba…
—Señor Ferguson —atajó el presidente del tribunal—, no tiene por qué hacer ninguna declaración, a menos que lo desee.
Harry Purvis dirigió una mirada de agradecimiento al Mayor Fotheringham. Adivinaba lo que había ocurrido. El ministerio fiscal, merodeando por las ruinas del laboratorio del tío Homer, consiguió hacerse con unas botellas de licor casero. Su acción era probablemente ilegal, puesto que no tenían orden de registro, de ahí la poca disposición a presentar la prueba. Hasta entonces, el caso les había parecido lo suficientemente claro como para no recurrir a ella.
Y, en efecto, se perfilaba muy claramente ahora.
—Estas botellas —dijo el representante de la Corona— no contienen la marca que indica la etiqueta. El acusado, evidentemente, las ha utilizado como receptáculo para sus, digámoslo así, soluciones químicas. Lanzó a Harry Purvis una mirada de pocos amigos.
—Hemos analizado estas soluciones, con resultados muy interesantes. Aparte de una concentración alcohólica anormalmente alta, el contenido de estas botellas no se puede, en la práctica, distinguir de…
No tuvo tiempo de terminar su testimonio no solicitado, y ciertamente, no deseado, en favor de la habilidad del tío Homer. Porque, en aquel momento, Harry Purvis oyó un silbido amenazador. Al principio pensó que se trataba de una bomba, pero eso parecía poco probable, porque no había sonado la alarma para ataques aéreos. Luego se dio cuenta de que el silbido provenía de un lugar muy cercano: de la mesa de la sala…
—¡Pónganse a cubierto! —gritó.
El tribunal suspendió la sesión con una velocidad nunca igualada en toda la historia jurídica de la Gran Bretaña. Los tres jueces desaparecieron tras el estrado; los que se encontraban en el medio de la habitación, se precipitaron al suelo o se parapetaron bajo las mesas. Durante un momento, largo y angustioso, no ocurrió nada, y Harry empezó a preguntarse si habría dado una falsa alarma. Entonces se produjo una explosión sorda, extrañamente amortiguada, un tintineo de cristales, y un olor como de destilería bombardeada, y el tribunal emergió de su escondite. La bomba osmótica había probado su potencia. Y más importante aún, había destruido la evidencia del caso.
El tribunal no parecía muy dispuesto a absolver al acusado; sentía, con razón, menoscabada su dignidad. Además, todos los jueces tendrían que dar ciertas explicaciones al llegar a casa: el olor a alcohol lo había impregnado todo. A pesar de que el Secretario del tribunal se apresuró a abrir las ventanas que, por alguna extraña razón, no se habían roto, el humo no se disipaba. Harry Purvis, mientras se extraía del pelo trozos de cristal, se preguntaba si algún alumno resultaría intoxicado al día siguiente.
El Mayor Fotheringham, a pesar de todo, era una excelente persona, y mientras salían de la devastada sala, oyó que decía a su tío:
—Mire Ferguson, van a pasar siglos antes de que obtengamos los cócteles Molotov que el Departamento de Guerra nos ha prometido. ¿Por qué no hace algunas bombas para la guardia local? Si no destruyen tanques, al menos emborracharán a la tropa y los dejarán fuera de combate.
—Descuide, Mayor, lo pensaré —replicó el tío Homer, que aún estaba un poco aturdido por el giro de los acontecimientos.
Se recuperó un poco de vuelta a la rectoría, a través de caminos estrechos y sinuosos con sus altos muros de piedra sin mortero.
—Tío, espero que no intentes reconstruir esa destilería —comentó Harry cuando llegaron a un camino relativamente recto y le pareció que no había peligro de hablar con él, aunque fuera conduciendo—. Te estarán vigilando como halcones y no vas a poder salirte con la tuya otra vez.
—Muy bien —replicó el tío con cierta desgana—. ¡Malditos frenos! ¡Los arreglé nada más empezar la guerra!
—¡Eh! —gritó Harry—. ¡Cuidado!
Demasiado tarde. Habían llegado a una encrucijada en la que acababan de colocar una señal de STOP. El tío pisó los frenos a fondo, y no ocurrió nada durante unos segundos. Después, las ruedas del lado izquierdo se pararon, y las del derecho siguieron dando vueltas alegremente. El coche dio un viraje, por fortuna sin volcarse, y cayó en la cuneta, orientado en la dirección de la que provenía.
Harry dirigió a su tío una mirada llena de reproches. Estaba a punto de echarle una buena reprimenda, cuando una motocicleta salió de un camino lateral y se acercó a ellos.
No iba a resultar su día de suerte, estaba visto. El sargento de la policía local había estado al acecho, a la espera de sorprender conductores en falta ante la nueva señal. Aparcó su máquina al borde de la carretera y se asomó por la ventanilla del Austin.
—¿Se encuentra bien, señor Ferguson? —preguntó. Después arrugó la nariz, con aire de Júpiter a punto de enviar un rayo a la tierra.
—Esto parece serio —dijo—. Tendré que denunciarle. Conducir bajo los efectos del alcohol es un asunto muy serio.
—¡Pero si no he probado una gota en todo el día! —protestó el tío Homer, agitando una manga empapada en alcohol ante las narices del sargento.
—¿Espera que me crea
eso
? —bufó el airado policía, sacando su cuadernillo—. Mucho me temo que tendrá que acompañarme a la comisaría. ¿Está su amigo lo suficientemente sobrio como para conducir?
Harry Purvis no contestó. Estaba demasiado ocupado dándose cabezazos contra el salpicadero.
—Bueno, ¿qué le hicieron a tu tío? —preguntamos a Harry.
—Le pusieron una multa de cinco libras y le retiraron el carnet por conducir en estado de embriaguez. Por desgracia para él, el Mayor Fotheringham no ocupó la presidencia en aquel juicio, pero los otros dos jueces aún formaban parte del tribunal. Pensarían que, aunque esa vez fuera inocente, todo tiene un límite.
—¿Conseguiste algún dinero de tu tío?
—¡Por supuesto que no! Se mostró muy agradecido y me dijo que figuraba en su testamento. Pero la última vez que le vi, ¿qué creéis que estaba haciendo? Tratando de descubrir el elixir de la vida.
Harry suspiró ante la aplastante injusticia del mundo.
—A veces —prosiguió con pesimismo— temo que lo haya encontrado. Los médicos dicen que es el setentón más saludable que han visto jamás. Así que todo lo que saqué en limpio de esta historia son recuerdos interesantes y una buena resaca.
—¿Resaca? —preguntó Charles Willis.
—Sí —replicó Harry, con una mirada de lejanía en sus ojos—. Los recaudadores no habían encontrado
todas
las pruebas. Tuvimos que… ¡ejem!… destruir el resto. Nos llevó casi toda una semana. Inventamos cantidad de cosas en ese tiempo pero nunca descubrimos qué eran.
Las aventuras de Harry Purvis contienen una especie de lógica disparatada que las hacen convincentes, precisamente porque resultan inverosímiles. A medida que sus relatos, complicados pero perfectamente hilados, van desarrollándose, uno se siente perdido en un mundo de maravillas. Todos pensamos que nadie tendría el valor de inventar cosas así; tales locuras sólo ocurren en la vida real, no en las novelas. Y, con este razonamiento, sus críticos quedan desarmados, o al menos, desconcertados, hasta el momento en que Drew grita: «La hora, señores, ¡por favoor!», y nos arroja al frío y duro mundo exterior.
Consideremos, por ejemplo, la extraña cadena de acontecimientos en los que Harry se vio envuelto en la siguiente aventura. Desde el punto de vista artístico, no había necesidad de comenzarla en Boston para concertar una cita cerca de la costa de Florida…
Parece ser que Harry ha pasado mucho tiempo en Estados Unidos, y que tiene tantos amigos allí como en Inglaterra. A veces los trae a «El Ciervo Blanco», y también a veces son capaces de salir por su propio pie. Pero a menudo sucumben a la creencia de que la cerveza tibia es inofensiva. (Soy injusto con Drew; su cerveza no está tibia. Además, si uno insiste, recibe gratis un trozo de hielo del tamaño de un sello de correos.)
Esta epopeya personal de Harry empezó, como ya he dicho, en Boston, Massachussets. Era huésped de un famoso abogado de Nueva Inglaterra, y un día su anfitrión le dijo, con esa naturalidad de los americanos:
—Vayamos a mi casa de Florida. Quiero tomar el sol un poco.
—Muy bien —contestó Harry, que nunca había estado en Florida. Para su sorpresa, treinta minutos después estaba a bordo de un Jaguar rojo, viajando rumbo al sur a una velocidad increíble.
El viaje en sí fue una heroicidad digna de un relato completo. De Boston a Miami hay la friolera de 1.568 millas, un número que, según Harry, ha quedado grabado en su corazón.
Cubrieron la distancia en treinta horas, acompañados a menudo por el sonido lejano de sirenas de coches–patrulla frustrados. De vez en cuando no les quedaba más remedio que hacer maniobras evasivas por cuestiones de táctica, y desviarse por carreteras secundarias. La radio del Jaguar conectaba con todas las emisoras de la policía, por lo que siempre estaban sobre aviso en caso de que planearan interceptarles el paso. Una o dos veces llegaron justo a tiempo de cruzar la línea divisoria de un Estado, y Harry se preguntaba qué pensarían los clientes de su anfitrión si supieran de la necesidad psicológica que le obligaba a alejarse de ellos. También se preguntaba si llegaría a ver Florida, o si continuarían a esta velocidad por la autopista número 1 hasta precipitarse en el océano en Cayo Oeste.
Por fin se pararon a sesenta millas al sur de Miami, en los Cayos, esa línea larga y delgada de islas en el extremo inferior de Florida. El Jaguar se salió repentinamente de la carretera y serpenteó por un camino desigual abierto entre los mangles. El camino terminaba en una amplia explanada al borde del mar, con un muelle, un yate de treinta y cinco pies, una piscina y una moderna casa de estilo ranchero. Era un bonito escondite, y Harry estimó su precio en no menos de cien mil dólares.