Dentro de WikiLeaks (10 page)

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Authors: Daniel Domscheit-Berg

En un inglés macarrónico, el italiano nos dijo que lo sentía mucho, pero que al parecer habíamos comprado los billetes equivocados; aunque acto seguido anunció que (¡tachán!) por un módico precio nos ofrecía la posibilidad de resolver el asunto allí mismo. Yo me habría resignado sin más, pero a Julian se le fundieron los plomos, se negó en redondo a pagar los diez o quince euros de suplemento y miró al revisor con aire desafiante.

El revisor era un tipo malhumorado y desatento de cincuenta y tantos años, que lo único que quería era volver lo antes posible a su compartimento para jugar a las cartas con sus colegas, o lo que fuera que hicieran allí. Nosotros, por nuestra parte, podríamos haber pasado una eternidad discutiendo con aquel italiano cómo era posible que nos volvieran a pedir dinero por algo que no era culpa nuestra y, de modo más general, comentando lo que opinábamos de su país y de sus estructuras mafiosas, pero lo cierto era que debíamos llegar a Roma cuanto antes para coger un vuelo económico para el que yo había comprado ya los billetes. Por eso, yo habría preferido pagar aquel ridículo recargo y poder relajarme de una vez. Pero Julian montó tal escándalo que, al llegar a la siguiente estación, el revisor llamó a los
carabinieri
. Yo pasé mucha vergüenza, sobre todo porque en el vagón viajaba una persona que también había asistido a la conferencia de Perugia. A Julian, en cambio, no le molestaba en absoluto tener público; al contrario, parecía disfrutar con ello.

El caso es que, de pronto, nos vimos rodeados por el revisor y dos jóvenes policías. «Documentación, por favor», dijo una policía de no más de veinte años y que tenía un aspecto tan hosco como su compañero.

Revolví mis bolsillos, pero Julian protestó airadamente: «No vamos a enseñarle la documentación a nadie».

Le tendí mi documento de identidad a la mujer; Julian, por su parte, se cruzó de brazos y resolló con actitud de menosprecio.

Los tres italianos se miraron, vacilantes. A los tres les habría encantado echar a Julian del tren, pero ninguno se atrevía a dar el primer paso. Habrían tenido que agarrar del brazo a aquel australiano, que seguía apoltronado en su asiento, y llevárselo de allí a rastras; ninguno de los tres quería tener que pasar por eso.

Julian se creía en la obligación de darle una lección a aquel revisor. De hecho, en su opinión había que cuestionar siempre a la autoridad uniformada. Además, era intolerable que alguien pudiera tratarlo sin respeto. Respeto, respeto, respeto: Julian hablaba de ello constantemente. Sin embargo, todo aquello era particularmente absurdo, pues lo más probable era que los tres italianos no comprendieran ni siquiera el vocabulario básico de la lección.

A mí aquella situación me resultaba muy desagradable, quería resolver el problema para no volver a pagar otros 700 euros por dos billetes de avión. Así pues, decidí aprovechar el
impasse
en el que de pronto nos encontrábamos para darle al revisor lo que nos pedía. Durante el resto del viaje tuve que soportar el mal humor y los discursitos de Julian. Sin embargo, a mí me preocupaba mucho más lograr que WikiLeaks se convirtiera en una parte esencial de mi vida que si me había rebajado más o menos.

En 2009 me hicieron una vídeoentrevista en el
Zeit Online
en la que también hablamos de las motivaciones personales que me habían empujado a comprometerme con WikiLeaks; Julian me acusó de exhibicionista. «Demasiada personalidad», me recriminó. Teníamos tanto trabajo que tampoco había habido tiempo para grandes entrevistas. Al ver su reacción intenté mantenerme en un segundo plano, pero no era tan sencillo.

Durante la conferencia periodística en Perugia concedí una entrevista a la revista de tecnología americana
Wired
, con la joven periodista
freelance
Annabel Symington, que había estudiado en la City Unversity de Londres. A través de ella, y aún en Perugia, conocimos al periodista americano Seymour Hersh que, entre otros, había destapado el suceso de My Lai en Vietnam. Salimos con los dos a comer una pizza y Hersh nos estuvo contando interesantes historias de sus años de reportero de guerra. Al contrario de lo que sucede con muchos de los llamados periodistas estrella, Hersh era un tipo nada vanidoso, además de un interlocutor muy divertido.

Durante mi entrevista con Annabel, sin embargo, Julian no paró de lanzarme malas miradas. Luego aseguró haber oído que me refería a mí mismo como «fundador» de WikiLeaks; para él era importantísimo dejar claro que el único fundador era él.

Nunca expresé la menor duda al respecto.

Con posterioridad, Julian me acusó de haber iniciado una disputa por el poder. Se equivocaba: yo no tengo ningún interés en el poder, ni tampoco ningún problema en cederlo si eso tiene que ser útil para la causa. Al contrario: ¿qué necesidad tengo de cargar con una responsabilidad enorme si el trabajo en equipo va a dar mejores resultados? Soy un jugador de equipo, no un lobo solitario como Julian. Y si alguien es capaz de hacer algo mejor que yo, sé reconocerlo; de hecho, existen muchísimas personas más capaces que yo, maldita sea.

WikiLeaks y el dinero

Las filtraciones de más éxito, y con una mayor repercusión mediática, tenían un efecto directo en nuestras cuentas. Desde 2008 contábamos con tres cuentas PayPal a través de las cuales se nos podía hacer llegar donaciones. Tras el caso Julius Bär, el 1 de marzo de 2008 llegaron a la cuenta principal 1.900 euros, el 3 de marzo 3.700 euros; el 11 de marzo se habían acumulado en esa cuenta un total de 5.000 euros En junio de 2009 se bloqueó la única cuenta activa de PayPal: todavía era posible realizar ingresos, pero no podíamos retirar dinero.

Hacía meses que no nos habíamos interesado por la cuenta. Únicamente cuando nos llegó el mensaje de PayPal sobre el bloqueo, echamos un vistazo a los ingresos.

«Agárrate —escribió Julian en agosto de 2009—. Hay casi 35.000 dólares.»

Yo quería desbloquear el dinero a toda costa, pero para Julian no era una prioridad. No veía por qué debíamos mortificarnos.

PayPal nos pedía un documento oficial que demostrara el tipo de organización que éramos. Nos habíamos inscrito como una organización sin ánimo de lucro, pero nunca llegamos a solicitar esa denominación oficialmente, «501c3» en la jerga de las autoridades norteamericanas.

Busqué en Google y resultó que no éramos la única entidad sin fines lucrativos que había tenido que hacer frente a ese problema. PayPal había puesto dificultades de forma reiterada por el mismo motivo a varios clientes. Así que nos registramos como sociedad. Tuvimos que pagar por ello, pero nos ahorramos las engorrosas gestiones administrativas, puesto que cambiar una sola coma en el contrato con PayPal suponía una pérdida monumental de tiempo.

Puedo asegurar que llamé como mínimo treinta veces a la línea de atención al cliente, envié varios correos, y finalmente llegué a la conclusión de que PayPal era una empresa que no tenía operadores, sino que se trataba de una máquina. Con todo, si esperaba lo suficiente, al final conseguía hablar con una persona real. Pero el subcontratista hindú, o quien quiera que fuese el encargado de realizar aquella tarea para PayPal, en última instancia poca cosa podía decir, aparte de rogar al usuario que utilizara la ayuda
on-line
.

Creo que los trabajadores de PayPal, al igual que sus clientes, estaban a merced de su propio software. El arte de rellenar los campos correctos del sistema siguió siendo para mí una ciencia oculta inaccesible.

Una vez modificada la descripción de la cuenta, cuando dimos nuestra conformidad al pago de las tasas correspondientes, el sistema nos recompensó con un desbloqueo a corto plazo. El desbloqueo duró aproximadamente un día. Y después se repitió el mismo sinsentido desde el principio: volvía a faltar un dato, y de nuevo me resultaba imposible dilucidar en qué campo debía introducirlo, de forma que otra vez tuve que pelearme con la ayuda
on-line
.

Había una dificultad añadida en estas contingencias, ya que no éramos los únicos que lidiábamos con los campos a cumplimentar. En aquella época todas las cuentas a nuestro nombre eran gestionadas por voluntarios. La cuenta congelada de PayPal había sido abierta por un periodista estadounidense. Nuestro contacto era un hombre de casi sesenta años del Medio Oeste americano, bastante tradicional, empleado en un periódico local. Unos meses atrás nos había preguntado si podía hacer algo por nosotros, y puesto que no se había ofrecido para ocuparse de temas contables, le asignamos precisamente ese cometido. Nuestra decisión se basó en la lógica de que si alguien no se interesaba por el dinero, era el mejor indicado para administrarlo. Si a alguien no le interesaba ejercer su propia influencia en la opinión pública, podía gestionar el
chat
, y así con las demás tareas.

Aquel voluntario se sentía completamente desbordado y no tenía la menor idea de cuál era la raíz del problema.

En septiembre de 2009 Julian recurrió a la Nanny, figura que entraba en juego cada vez que había una tarea pendiente de la cual Julian no quería o no podía ocuparse personalmente. En ocasiones venía poco antes de que tuviera lugar una conferencia para escribir sus ponencias. También sería ella la que, más adelante, cuando algunos miembros del equipo abandonamos WikiLeaks, se desplazara por todo el mundo como mediadora entre Julian y nosotros para pedirnos que no perjudicáramos el proyecto con críticas públicas.

La Nanny es una vieja conocida de Julian, una persona muy dinámica y afable de unos cuarenta años, que para Julian ofrecía una gran ventaja: nunca hablaría de su relación con WikiLeaks en público.

En todo caso, la Nanny acabó por completo con los nervios de nuestro ayudante americano, sobre todo porque la diferencia horaria les hacía incompatibles a la hora de comunicarse, puesto que uno de los dos siempre tenía que mantener la conversación durante la fase profunda del sueño. Eso sin contar que aquel pobre hombre no estaba dispuesto a volver a explicar toda la problemática desde el principio.

Al final nos ayudó una periodista y conocida mía del New York Times. En la última semana de septiembre preguntó a través de la vía oficial más directa de PayPal cómo era posible que hubieran congelado uno de los proyectos respaldados por el New York Times. ¡Alakazam! Poco después la cuenta estaba desbloqueada.

En ese momento empezaron las verdaderas disputas. De repente contábamos con un montón de dinero, pero Julian y yo teníamos visiones muy distintas de cuál debía ser su destino.

En mi opinión, lo principal era la adquisición de nuevo
hardware
, no solo porque esa era mi especialidad, sino porque nuestra infraestructura lo estaba pidiendo a gritos. Estábamos corriendo muchos riesgos de seguridad y de posibles averías, y se lo estábamos poniendo demasiado fácil a nuestros adversarios. Mientras todo pasara por un solo servidor, cualquiera podía entrar fácilmente en WikiLeaks. Pero lo peor era que en ese mismo servidor se almacenaban todos los documentos.

Sin embargo Julian tenía otros planes. Hablaba de fundar empresas, expresamente con el fin de proteger mejor las donaciones contra posibles ataques externos. Decía que solo por registrarnos en los Estados Unidos los gastos jurídicos ascenderían a 15.000 dólares.

Julian también tenía contacto con algunas entidades que deseaban participar en el proyecto como mecenas. Crearíamos organizaciones sin ánimo de lucro a las que los patrocinadores norteamericanos podrían hacer donaciones para ahorrarse impuestos. No sé quiénes eran los interlocutores de Julian, ni qué películas veía, aunque lo más probable era que la idea hubiera surgido de leer algunos de los documentos que llegaban a nuestra página web. En todo caso, solo hablaba de sociedades pantalla, ley internacional y actividades financieras en paraísos fiscales extraterritoriales. Me lo imaginaba utilizando un criptófono a prueba de escuchas, las manos apoyadas con aire de autosuficiencia en las caderas, el entonces largo flequillo blanco peinado hacia atrás con gomina y diciendo:

«Hola, ¿Tokio, Nueva York, Honolulu? Sí, transfieran por favor tres millones a las Islas Vírgenes. Sí, gracias, muy amable. Y por favor, no olviden destruir los contratos una vez realizada la transacción. Incinérenlos, por favor. Después pueden barrer las cenizas y proceder a tragárselas, ¿de acuerdo? Ya saben que no soporto que queden restos...».

Las fantasías en las que Julian pudiera estar inmerso se correspondían con su sueño de contar con una organización infranqueable, con una red internacional de empresas y con la aureola de los intocables, y ser capaz de hacer malabares en todo el mundo con finanzas y sociedades sin que nadie pudiera ponerle freno. Pero en mi opinión, y aunque no sonara tan grandilocuente, para ello primero necesitábamos unos cuantos elementos prácticos y muy simples.

La que era mi novia entonces nos proporcionó criptófonos y nos dejó mucho dinero de golpe. Todavía hoy me remuerde la conciencia cuando pienso en la poca atención que dediqué a nuestra relación.

Algunos meses después, en Islandia, me enteré por casualidad de que Julian había intentado vender a uno de nuestros conocidos uno de aquellos teléfonos tan caros, por unos 1.200 euros. En primer lugar, los teléfonos no le pertenecían; pero además, trató de vendérselo a alguien que no tenía dinero por un precio desorbitado. Posteriormente, Julian regaló ese mismo teléfono a un adolescente de diecisiete años, como gancho para involucrarlo más en WikiLeaks. Julian podía ser la persona más generosa del mundo y al día siguiente demostrar el aspecto más mezquino de su carácter.

En abril de 2008 habíamos abierto una cuenta en Moneybookers, a través de la cual los donantes, sobre todo de los Estados Unidos, podían realizar sus donaciones
on-line
. Nadie supo nunca la cuantía de los ingresos que llegaron a Moneybookers ni cuál era su destino. Julian impidió el acceso a toda la gente de WikiLeaks.

Más tarde abrió otra cuenta en Moneybookers, esta vez a su nombre. En nuestra página de donaciones había un
link
que conducía directamente a dicha cuenta. Nunca me dijo para qué era aquel dinero. La cuenta fue bloqueada en otoño de 2010. Y al tiempo, Julian se quejó de que alguien había retirado los fondos de WikiLeaks. El periódico
The Guardian
citó un correo electrónico de Moneybrookers a WikiLeaks, con fecha 13 de agosto de 2010, en el que se anuncia cómo, tras una inspección realizada por el departamento de seguridad de Moneybookers la cuenta quedaba inoperativa de forma provisional «para someterla a investigaciones adicionales de las autoridades gubernamentales». La cuenta fue definitivamente bloqueada, pero alguien había retirado los fondos con anterioridad.

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