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Authors: Daniel Domscheit-Berg

Dentro de WikiLeaks (14 page)

En el sótano había una presentación con un par de fotos y paneles nuestros. Reconfiguré en secreto los terminales de Internet, de forma que el navegador solo permitiera el acceso a la página de WikiLeaks. Pero nadie se dio cuenta.

Al día siguiente volé de vuelta a casa, antes de lo previsto, porque todo aquel espectáculo me crispaba los nervios. Julian se quedó hasta el lunes, ya que al haber recibido el segundo premio, se nos ofrecía la oportunidad de volver a presentar el proyecto y entrar en contacto con los demás.

Hacia mediodía tuvo lugar una conferencia de prensa, en la misma sala, aunque esta vez el número de participantes era mucho más reducido. Cada uno de los galardonados disponía de cinco minutos para su exposición. Los organizadores cometieron el fallo de dejar que Julian fuera el primero.

«¿Hay algún representante de la prensa en la sala?», preguntó.

Aproximadamente la mitad de los asistentes confirmaron que pertenecían a los medios.

«Qué suerte —dijo Julian—. Tenía miedo de que me hubieran vuelto a encerrar aquí únicamente con artistas papanatas.»

La mitad del público profirió una carcajada, casualmente los mismos que con anterioridad habían alzado la mano. Julian empezó a hablar y explicó a los regocijados periodistas y a los artistas ofendidos cómo funcionaba el mundo y WikiLeaks; acabó cuarenta y cinco minutos después.

La idea del puerto franco de los medios

En el verano de 2009 la crisis mundial de la banca se encontraba en su peor momento. Alguien nos había enviado material sobre el Banco Kaupthing, en aquel momento el más importante de Islandia. Publicamos la documentación el día 1 de agosto 2009.

El material demostraba que los socios comerciales y allegados de aquel banco habían recibido créditos en condiciones especialmente ventajosas, justo antes de que el banco se declarara insolvente. Los medios hablaban de «saqueo financiero por parte de los banqueros». Los beneficiarios apenas habían ofrecido garantías, en ocasiones ninguna, y sin embargo en algunos casos habían conseguido créditos que ascendían a muchos millones. Los islandeses se habían lanzado en masa a las calles para manifestarse. Asimismo, la indignación alcanzó importantes cotas en Inglaterra y en los Países Bajos, residencia de muchos de los deudores. Los islandeses comprendieron que la explotación de la que eran objeto seguía las directrices de un plan: deberían pagar la bancarrota de su Estado y del sistema de seguridad social durante generaciones, mientras que los banqueros se habían llenado los bolsillos.

Poco después un grupo de islandeses contactó con nosotros, entre los que se encontraba Herbert Snorasson, un estudiante. Tenía previsto organizar una conferencia sobre «libertades digitales» con su club universitario,
Félag um stafrænt frelsi á Íslandi
(FSFÍ), que defendía la libertad de Internet, y quería saber si estábamos interesados en participar. Inmediatamente acepté la invitación. Julian no lo tenía claro.

Como era habitual, decidió asistir en el último momento. Yo ya había confirmado mi intervención y organizado el viaje. Tal vez lo que le convenció esta vez fue mi comentario de que, según unas estadísticas que había leído en alguna parte, en Islandia se encuentran las mujeres más bellas del mundo.

Me alegré de viajar con él a Islandia para acudir a aquella conferencia. Cuando estábamos juntos nos divertíamos mucho. Lo único que empezaba a molestarme era su comportamiento; su actitud de jefe. Por ejemplo, siempre era él el primero en dar la mano a la gente con la que nos reuníamos.

«Soy Julian Assange y él es mi colega.»

A mí nunca se me hubiera ocurrido presentar a Julian como «mi colega».

En noviembre volamos a Islandia. Tomé el avión en Berlín, y Julian fue desde algún lugar que desconozco. Había buscado una pensión donde alojarnos, se llamaba Baldursbra, una casa de huéspedes acogedora pero no demasiado elegante, en el casco antiguo, regentada por una francesa. Julian y yo compartíamos una habitación en el segundo piso.

Nada más llegar fui al centro de la ciudad y busqué un restaurante. Allí me encontré con Herbert, que vino acompañado por su compañero de estudios Smari. No recuerdo el nombre del restaurante, solo me acuerdo de que me sirvieron una magnífica sopa de pescado. En Islandia hay además cerveza de malta de una calidad excelente. Enseguida me sentí a gusto en aquel país.

Conocía a Herbert por su participación en el
chat
. Tras la publicación del caso Kaupthing se había puesto en contacto con nosotros, y enseguida aceptó la tarea de responder a las preguntas de los que empezaban a interesarse por WikiLeaks. Herbert es una persona muy atenta y agradable, con un refinado sentido del humor. Debe de tener unos veinticinco años, lleva una barba al estilo inglés, con unas patillas que presentan una tendencia al crecimiento desmesurado, y estudia historia y ruso en la Universidad de Reikiavik. Una de sus citas preferidas es «¡Propiedad es sinónimo de hurto!» de Pierre-Joseph Proudhon, un economista y anarquista francés del siglo XIX. Dice de sí mismo, utilizando una cita del anarcosindicalista alemán Rudolf Rocker: «Soy anarquista no porque crea que el anarquismo es el objetivo final, sino porque creo que no existe algo semejante a un objetivo final».

Conocía los clásicos anarquistas que formaban parte de mi lista extraoficial de autores preferidos de la literatura mundial. Me sentía entusiasmado al haber encontrado tan lejos de casa a una persona con el mismo modo de pensar.
Qué es la propiedad
, de Pierre-Joseph Proudhon, era para mí el libro más significativo de todos los tiempos. Entre mi equipaje se encontraba una nueva edición de las obras de Proudhon, en la que aparecían publicadas cartas hasta entonces inéditas. Desde Navidad se apilaban en mi casa pendientes de lectura además
Blackwater: el auge del ejército mercenario más poderoso del mundo
, de Jeremy Scahill,
Corporare Warriors
(Guerreros corporativos: El auge de la industria militar privatizada), de P. W. Singer, y
La revolución
, de Gustav Landauer. Tenía la intención de reducir un poco aquel montón durante mi estancia en Islandia. Con Herbert podía filosofar durante horas. Como historiador, sabía muchas cosas de las que los informáticos no teníamos la menor idea. Por su parte, se sintió entusiasmado con la nueva edición de la correspondencia de Proudhon.

Con Smari tuve contacto por primera vez en aquella ocasión. Estudiaba informática en la universidad y organizaba junto con Herbert la conferencia. Es un poco inconstante e informal, pero en compensación cuenta con una gran cultura y está involucrado en muchos proyectos sociales. Es medio irlandés, y además de su maraña de pelo rubio tiene un nombre especialmente sonoro: Smari McCarthy. Smari significa «hoja de trébol» en islandés (sus padres se permitieron hacerle una pequeña broma). Lo llevaba bien, como casi todo lo demás.

Hablamos hasta que los propietarios del restaurante se acercaron a nuestra mesa y nos dijeron que les gustaría cerrar. Julian llegó en el último vuelo y se reunió con nosotros en la pensión. Aquella noche se nos ocurrió la idea de convertir Islandia en un puerto franco para los medios de comunicación.

Estábamos en Islandia únicamente por la conferencia, pero en aquel país tan pequeño había corrido la voz de nuestra presencia. Tras haber publicado las maquinaciones del banco Kaupthing, éramos casi una especie de héroes nacionales. La cadena de televisión islandesa RUV tenía previsto incluirnos en el informativo de la noche el día 1 de agosto, pero cinco minutos antes de la emisión llegó un auto provisional que prohibía la retransmisión del reportaje. La redacción no permitió que les coaccionaran y emitió en sobreimpresión nuestra dirección de Internet. Muchos visitaron nuestra página web para acceder al documento original.

Al día siguiente nos llegó la invitación del presentador televisivo más popular de Islandia, Egill Helgason, que quería entrevistarnos en su programa nocturno de los domingos. Unos días antes, tuvimos una conversación previa con él en la ciudad. Le expusimos nuestra idea de convertir Islandia en el país con la legislación sobre medios de comunicación más avanzada del mundo, y de servirnos de su programa como lanzadera.

A decir verdad, ni la idea era nueva, ni se nos había ocurrido a nosotros, sino que la habíamos sacado de la literatura de ciencia ficción. Una de las fuentes de la idea, que habíamos estudiado a fondo, era el libro
Criptonomicón
, de Neal Stephenson. Esta novela de ciencia ficción con ambientación histórica del año 1999 trata, entre otras cosas, del desciframiento del sistema encriptado del ejército alemán, del oro nazi y de diversas operaciones militares secretas. En el libro tiene también un papel central la creación de un puerto franco de datos: la isla asiática ficticia de Kinakuta debe convertirse en un lugar en el que ninguna instancia del mundo pueda controlar las vías de comunicación.

Junto a los libros de Solzhenitsyn, esta era una de las lecturas clave de Julian. Incluso había tomado prestadas algunas formulaciones de esa obra, como por ejemplo el «bruñido», un concepto de ingeniería que denomina a un proceso mediante el cual una constatación pretendidamente objetiva se va modelando y refinando hasta lograr que se aproxime al resultado deseado. Si Julian quería mejorar una formulación, decía siempre que aún había que bruñirla un poco, como si se tratara de esmerilar un pedazo de metal.

Además, cambió su viejo nombre de
hacker
, Mendax, por Proff, tal vez una leve alteración del «Prof» del libro. El Prof del
Criptonomicón
está basado en un personaje real: el matemático británico Alan Turing. En determinados ámbitos informáticos, Turing está considerado uno de los grandes pensadores del siglo XX. Fue él quien escribió el código de una de las primeras máquinas de cálculo y también quien descifró el código en clave de los nazis.

Nuestra idea de crear un puerto franco para los medios, análogo a las islas que se convierten en paraísos fiscales por su legislación particularmente favorable para el negocio bancario, se basaba en convertir Islandia en un paraíso informativo, con leyes favorables para empresas de comunicación y proveedores de información. En muchos países del mundo no existe realmente la libertad de prensa e incluso en los países democráticos, las redacciones reciben presiones, se ven sometidas a persecución legal o se ven obligadas a publicar sus fuentes. La idea era que medios y proveedores pudieran trasladar las sedes de sus empresas a Islandia (en caso necesario de forma tan solo virtual) y allí acogerse a una legislación informativa particularmente avanzada.

Islandia tenía ya previsto desarrollar sus centros de cálculo a lo grande y hacer llegar su sistema de datos a todo el mundo mediante el cable submarino. También disponían de energía verde procedente de numerosas centrales térmicas. Como últimamente habíamos conseguido hacer realidad tantas cosas que hasta entonces parecían poco más que argumentos de novela, pensamos: ¿por qué no vamos a poder llevar a la práctica también nuestro proyecto de desarrollar un puerto franco para los medios de comunicación?

Por su parte, cuando Julian le presentó la idea, Egill Helgason detuvo su taza de café a medio camino de la boca y yo detecté un brillo en su mirada. Nos quedó claro que íbamos a lanzar nuestra propuesta durante la entrevista que nos iba a hacer el domingo.

De vuelta a nuestra pequeña habitación con vistas, cortinas de flores, un cubo de basura beige y el aseo en el pasillo, intercambiamos aún unas palabras sobre la primicia. Rebosábamos confianza en nuestras posibilidades: a continuación nos íbamos a inmiscuir un poco en la política islandesa. Y si no lográbamos sacar esa simpática isla de la crisis, por lo menos nos reiríamos un rato. Nuestra siguiente aventura podía empezar, el equipo estaba a punto.

Aquel domingo, un chófer nos recogió en la pensión y nos acompañó hasta el estudio de televisión. Nos dirigimos lentamente a la colina de las afueras de la ciudad donde este estaba situado. Eché un vistazo por la ventana; el paisaje estaba cubierto de nieve y soplaba un fuerte viento. Mirando a través de los copos blancos que caían sobre el parabrisas, daba la sensación de que no nos movíamos de sitio. Reikiavik era un lugar peculiar, fabuloso e inhóspito al mismo tiempo. Habría podido quedarme eternamente dentro de aquel coche. Es probable que no hiciera más frío que en Alemania, pero el mundo que veía a través de la ventana del coche parecía la Antártida. El sol asomaba apenas en el horizonte, brillaba miserablemente durante unas pocas horas y volvía a desaparecer, exhausto, del campo de visión. Yo me sentía extrañamente fatigado, el cansancio se apoderaba de mí nada más levantarme y no lograba desperezarme en todo el día. A pesar del flechazo instantáneo que había experimentado con Islandia, habría podido darme cuenta de buen principio de que aquel país no solo iba a aportarme cosas buenas. Tal vez incluso podría haber anticipado que surgirían problemas con Julian si teníamos que pasar mucho más tiempo allí.

Ya me había percatado de que nuestra relación había experimentado un cambio y pensaba a menudo en ello. Julian reaccionaba con una irritación exagerada casi cada vez que yo abría la boca. A veces ni siquiera contestaba a mis preguntas y me trataba como si ni siquiera estuviera allí, o corregía mis frases con una pedantería pedagógica que me sacaba de quicio y que, por mí, se podría haber ahorrado. El inglés era su lengua materna, ¡naturalmente que se expresaba mejor que yo! Y yo tenía que hablar e incluso conceder entrevistas en una lengua extranjera. Pero en realidad el problema tampoco era ese: discutíamos sobre estupideces para no tener que mencionar el verdadero conflicto.

También mis ojos me daban problemas: los párpados me pesaban una barbaridad e intentaba detectar en las miradas de los demás si había algo raro en mi aspecto. Así, casi cada día atravesaba la nevasca para ir al supermercado a comprar zumo de naranja natural, con el que pretendía suplir la falta de sol. En la botella de zumo había una radiante esfera anaranjada, vagamente parecida al sol que tanto añoraba. Si no podía verlo, por lo menos iba a beberlo.

A pesar de todo, la entrevista fue un éxito rotundo. Helgason nos preguntó todo lo que tenía que preguntarnos y al final, al hablar sobre WikiLeaks y el Kaupthing Bank, lanzamos nuestra propuesta sobre el puerto franco para los medios. Tras esa aparición pública nos conocía toda la isla.

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