Dentro de WikiLeaks (15 page)

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Authors: Daniel Domscheit-Berg

Nos saludaban por la calle, nos abrazaban en el supermercado y nos invitaban a chupitos en los bares. Era una locura, nos habíamos convertido en estrellas y me gustaba tanto que casi sentía vergüenza. Ser héroe por un tiempo sentaba francamente bien y mentiría si dijera que no me sentí así. En un primer momento habíamos hecho todo lo posible para dar a conocer WikiLeaks. Los periodistas tardaban semanas en devolverme una llamada, dábamos conferencias a las que asistían tan solo un puñado de personas; a menudo nos tachaban de delatores, de locos o de criminales. De repente, y por primera vez, alguien reconocía nuestro trabajo y eso me gustaba. Sin embargo, no detecté ningún cambio de actitud en Julian. Al parecer, que de repente nos adularan era para él lo más natural del mundo y si acaso se preocupaba escrupulosamente de que los himnos de alabanza siempre le dedicaran un par de cánticos más a él.

Desde luego, los viajes con WikiLeaks no podían compararse con unas «vacaciones con un amigo». Nunca cocinábamos juntos, ni siquiera veíamos una película por la noche. Si alguna vez no nos saltábamos directamente el desayuno, nos sentábamos a la mesa con los ordenadores y nos comíamos unos panecillos sin ni siquiera abrir la boca. Si hubiera utilizado el
chat
para pedirle a Julian que me pasara la cafetera, no habría cambiado gran cosa. Eso sí, una noche salimos juntos por Reikiavik y terminamos en un club del centro de la ciudad. También allí nos invitaron a las consumiciones y todo el mundo quiso beber y bailar con nosotros.

En realidad, Julian y yo nunca fuimos demasiado aficionados a ir de bares. En todo el tiempo que estuvimos juntos, no salimos más de una docena de veces. Me acuerdo de una noche en Wiesbaden, en el Schlachthof. Los amigos con quienes salimos bautizaron a Julian como «el rey de la pista» por su peculiar estilo bailando, pues la verdad es que necesitaba muchos metros cuadrados. Su forma de bailar recordaba una danza ritual; Julian abría mucho los brazos y avanzaba por la sala dando largos pasos. No tenía un estilo particularmente rítmico, ni elegante, más bien daba la sensación de que obedecía a un sentido musical algo demencial, pero aun así daba el pego. A él le traía sin cuidado lo que los demás pensaran de él. En una ocasión me dijo que, para que el ego pudiera fluir, necesitaba espacio. Esa explicación encajaba perfectamente con su forma de bailar.

Pasábamos los días sentados en los sofás del Café Rot, un minirestaurante autogestionado agradabilísimo situado en un viejo y ruinoso edificio donde los domingos se bailaba swing y donde podías tomarte un café por un euro y pasar el día rellenando la taza y trabajando.

Tres días más tarde se celebró la conferencia en la que conocimos a Birgitta, que acudió en su condición de parlamentaria para informarse sobre nuestras ideas para el puerto seguro de datos. Birgitta era miembro del Movement, un nuevo partido que había accedido al parlamento a raíz de la crisis económica y las protestas sociales; era una activista del movimiento de derechos civiles, una fanática del Tíbet que había viajado por todo el mundo; por si eso fuera poco, escribía poesía y no era en absoluto una política al uso.

Después de la conferencia se nos acercó y fuimos juntos a comer. Por su condición de parlamentaria, despertó inmediatamente el interés de Julian, que cuando creía encontrarse ante una persona importante podía ser muy atento. Su saludo seguía siempre el mismo patrón: le daba la mano a la persona en cuestión, en el caso de Birgitta, por ejemplo, no entendió su nombre, entonces se acercaba un poco más, volvía a preguntárselo y, finalmente, intentaba pronunciar correctamente lo que había entendido. Para alguien como Julian, que solía tener problemas con los conceptos extranjeros, los nombres islandeses eran complicados. Así, por ejemplo, Birgitta se convirtió en Brigitta. Y así se quedó, aunque durante los meses siguientes nos acompañó a menudo y se estableció entre nosotros una estrecha relación de gran confianza.

En Islandia me hice también un tatuaje. Los tatuajes me encantan y siempre intento encontrar un motivo especial, personal. Me gusta llevarme tatuajes como recuerdos de lugares especiales, e Islandia era uno de esos lugares.

Le di bastantes vueltas al asunto. De repente se me ocurrió la idea de tatuarme el reloj de arena de WikiLeaks en la espalda; era algo que ya me había planteado anteriormente, pero siempre había terminado descartándolo. Recuerdo que se lo comenté a Julian y que le pareció una buena idea. Más tarde, sin embargo, se burló a menudo de mi tatuaje y dijo que le parecía patético.

La gente de Karamba, una cafetería en la que por las tardes me tomaba cafés americanos mientras trabajaba con mi portátil, me recomendaron la Icelandic Tatoo Corp, situada en el número 1 de Hjallabrekku.

El centro de tatuajes tenía un ventanal translúcido que daba a la calle principal y en cuanto abrí la puerta, sonó la campanilla y salió a recibirme un joven que incluso hablaba alemán. Sin embargo, cuando le pedí una cita para tatuarme, sacudió la cabeza y se rio como si acabara de preguntarle si creía en Papá Noel: imposible, no les quedaban horas disponibles, ni siquiera durante el mes siguiente. Iba a marcharme cuando un segundo empleado salió del cuarto trasero y me reconoció al instante.

—¡Oye, te he visto en la tele y me gusta lo que haces!

Se me acercó sonriendo, me tendió la mano y me dijo que se llamaba Fjölnir. Le enseñé el motivo que quería tatuarme y me dio cita al momento.

Por desgracia, el tatuaje quedó inacabado porque el tatuador y yo nos rendimos, agotados, al cabo de más de cuatro horas. Tuve que tomarme dos dosis de paracetamol con mucha agua. Una y otra vez, le preguntaba a Fjölnir en qué continente del logo estaba trabajando.

—Voy por Islandia.

Yo suspiré.

—Marruecos.

¡Oh, Dios mío!

Al llegar al Cabo de Buena Esperanza mis esperanzas se agotaron. Decidimos abandonar de mutuo acuerdo.

Por eso aún hoy voy por el mundo con medio logo de WikiLeaks en la espalda. Y así seguirá; me parece muy apropiado.

Durante nuestro último día en Reikiavik, estábamos otra vez en el Café Rot cuando cogí a Julian y me lo llevé a dar una vuelta. Quería hablar con él. Nos dirigimos hacia el puerto, mientras la nieve caía encima de nuestras gorras.

Quería saber qué nos estaba pasando y me había cansado ya de intentar descubrir qué le molestaba tanto de mí. Últimamente, por ejemplo, Julian se tomaba muchas molestias para llevarse por lo menos el 52 por ciento de la atención y de que yo recibiera tan solo el 48. A lo mejor me veía como alguien con quien tenía que compartir algo; a lo mejor creía que yo quería engalanarme con las plumas que le correspondían a él, que quería que me adularan por su gran proyecto y que me guardaba mis ideas sobre lo que más le convenía a WikiLeaks. Compartir los fracasos había sido sencillo; adjudicarnos la cuota justa de éxito, en cambio, resultó ser mucho más complicado. Intentaba comprender sus sentimientos negativos y disiparlos en la medida de lo posible. Para mí era evidente que el fundador de WikiLeaks era él y que nadie iba a disputarle la autoría de su obra. Eso sí, yo también había contribuido a nuestro éxito; había hecho un buen trabajo y no veía motivos para ocultarlo.

Regresé a la pensión con la sensación de que aquella conversación nos había venido bien. En la entrada, mientras me sacudía la nieve de la ropa, me dije que tal vez aquellas últimas semanas habíamos acusado un poco el estrés, pero que a partir de entonces todo volvería a ser como antes.

Parón forzoso

Aunque la representación externa de WikiLeaks recayera exclusivamente en Julian y en mí, nuestra leyenda sobre un potente equipo que trabajaba en la sombra no era del todo una invención. Además de los colaboradores ocasionales, contábamos también con dos aliados particularmente constantes, a los que Julian y yo bautizamos como el «Informático» y el «Arquitecto».

El hecho de que nunca habláramos públicamente de ellos obedecía básicamente a dos motivos. En primer lugar, a ninguno de los dos le entusiasmaba la idea de presentarse a la luz pública como miembro de WikiLeaks, pues ambos tenían un carácter bastante reservado. Y en segundo lugar, era casi más importante protegerlos a ellos que a Julian y a mí. Poco a poco, la responsabilidad en lo tocante a los asuntos técnicos del proyecto fue recayendo cada vez más en sus manos; si alguno de nuestros enemigos quería perjudicar a WikiLeaks de forma duradera, debería haberlos atacado a ellos dos, y no a nosotros.

Su característica más destacable era que no destacaban en absoluto. De hecho, no resultaría nada sencillo describirlos de modo que uno pudiera identificarlos sin lugar a dudas en un grupo de veinte personas.

Nuestro informático número uno acudió a nosotros ya durante el año 2008. Como fue el primero, lo bautizamos simplemente como «el Informático». Resulta difícil determinar en qué momento empezó a trabajar para WikiLeaks. Como siempre éramos sumamente precavidos con las personas que querían incorporarse a nuestro proyecto (Julian podía ser realmente paranoico), su entrada en el equipo se produjo paso a paso. Eso no tenía nada que ver con el hecho de que el informático fuera aún relativamente joven. Pronto constatamos que era un trabajador fiable, que aprendía deprisa y que si le asignábamos una tarea, la resolvía de forma metódica. Por otro lado, nunca tomaba cartas en los asuntos internos y le resultaba sumamente incómodo ser testigo de nuestras disputas.

El informático prefiere vestirse con anorak y calzado resistente que con ropa chillona a la moda. Es un tipo muy delgado, a menudo está algo pálido y habla siempre en voz baja. No sé demasiadas cosas sobre su vida privada. ¿Tiene novia? Ni idea. Durante el Hacking at Random su teléfono sonó sin parar, pero él no lo cogió nunca; simplemente miraba la pantalla y lo dejaba a un lado.

La conferencia de
hacker
s
de Vierhouten fue un gran acontecimiento para él, aunque necesitó entrar en calor antes de empezar a relacionarse con otras personas. Pasó dos días observando la situación desde su butaca, entonces empezó a conocer a la gente y pronto se lanzó a hacer trueques con una avalancha de películas de acción.

Por extraño que parezca, el Informático se alimenta exclusivamente de yogur. No come nada más. Durante el Hacking at Random asalté la sección de lácteos del supermercado para poder ofrecerle un buen surtido de productos, pero ni siquiera tocó mis yogures: unicamente comía de la marca Danone. Solo espero que la vida le depare un largo camino.

«El Arquitecto», tal como bautizamos a nuestro segundo informático, llegó a WikiLeaks en el año 2009 a través de un conocido mío. También él tuvo que perseguirnos durante un tiempo hasta que, finalmente, le encargamos la primera tarea concreta. Al cabo de unas horas nos escribió para sugerirnos una modificación necesaria y nos ofreció una solución perfecta y elegante. Yo no soy un programador particularmente dotado, pero sé reconocer cuándo alguien hace un buen trabajo. Y el arquitecto era un genio: era rapidísimo, inteligente, y no se daba por satisfecho hasta que encontraba la solución perfecta. Para mí, es uno de los mejores programadores del mundo, además de un gran diseñador.

Julian, sin embargo, dejó al arquitecto varias semanas esperando ante la puerta e ignoró su gran solución, una verdadera prueba para un programador tan bueno. Cualquier empresario le habría ofrecido al momento un puesto fijo con un sueldo máximo. Más allá de mis dotes de persuasión, el hecho de que el Arquitecto se quedara con nosotros fue un auténtico milagro. Julian se negaba por sistema a permitir que otra persona tuviera acceso a nuestro servidor. A nuestro otro informático, por ejemplo, llevaba varios meses negándole el acceso, lo que dificultaba innecesariamente su trabajo.

Cuando por fin pudo echar un vistazo a nuestro sistema, se llevó las manos a la cabeza. En comparación con todas las amenazas y los escándalos que más tarde azotarían WikiLeaks, para el Arquitecto no había mayor escándalo que el que tenía ante los ojos: una programación excesiva y una infraestructura débil y catastrófica. En pocas palabras, lo que veía era caos, unos recursos muy limitados y un sistema chapucero y vulnerable, sin procesos bien definidos y, mucho menos, un método de trabajo aceptable.

Se puso manos a la obra, y a lo largo de los siguientes meses introdujo una distribución clara de las tareas. Los informáticos se encargaron de estandarizar los formatos y de elaborar el material que luego nos pasaban a nosotros. En otras palabras, ellos se encargaban de la parte técnica, y Julian y yo de los contenidos. En cuanto todo estuvo dispuesto, enviamos servidores por correo tradicional a muchos puntos distintos del planeta. Colaboradores voluntarios se hicieron cargo de ellos y se ocuparon también del
hosting
; ese fue su donativo al proyecto. Por fin podíamos repartir nuestros recursos en distintas jurisdicciones. Finalmente, ocultamos la red que unía los distintos servidores repartidos por todo el mundo.

Para completar una reestructuración de ese calado, una empresa cualquiera habría necesitado a un equipo entero trabajando a tiempo completo durante por lo menos medio año. El afán de trabajo del Arquitecto nos superaba ampliamente.

Pero ¿por qué? ¿Cuál era su motivación? ¿Qué lo había atraído a WikiLeaks? Yo creo que se trataba de la tarea en sí: estábamos construyendo algo único en el mundo, también desde el punto de vista técnico. Se trataba de un verdadero trabajo de vanguardia que se adentraba en territorio desconocido y que le permitía convertirse en algo así como el Colón de las plataformas de filtraciones o, por lo menos, en el creador de la arquitectura del sistema de envíos

Se trataba de un proyecto exigente por muchos motivos, tanto por la arquitectura en sí como por las consideraciones estructurales que se escondían detrás de esta. Por otro lado estaban también las cuestiones de seguridad y el aspecto jurídico.

El arquitecto tenía tan pocas ganas de destacar personalmente como el joven informático. Sin embargo, y a diferencia de este, el arquitecto tenía una opinión clara sobre las cosas y la expresaba abiertamente. Quienes no lo conocían a menudo tardaban un poco en acostumbrarse a su forma de hablar. No daba ningún valor a las fórmulas de cortesía ni a la retórica amable. Sus frases eran siempre lacónicas, desprovistas de medias verdades y de afirmaciones bienintencionadas. Bastaba una frase como «confía en mí» para que se pusiera de mala leche. «Eso significa o bien que alguien no tiene ni idea, o que me la quiere jugar», replicaba. El Arquitecto no se basaba en la buena retórica, sino en los argumentos.

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