Dentro de WikiLeaks (18 page)

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Authors: Daniel Domscheit-Berg

Antes de que nos diéramos cuenta habían pasado cuatro semanas. La IMMI seguía encallada y en el ambiente flotaba la pregunta de qué estábamos haciendo allí. Yo la formulé en voz alta y me gané las antipatías generales.

—¿Qué le está pasando a WikiLeaks? —pregunté. Llevábamos ya un mes sin trabajar y nuestra plataforma, Submission, estaba hasta los topes de nuevos documentos que había que ordenar y preparar para poderlos publicar—. ¿Cuándo nos pondremos manos a la obra? —quise saber.

Creía que nuestra misión consistía en poner en marcha la ley, pero que a partir de aquel momento esta debía valerse por sí misma. Al fin y al cabo, estaba ya en manos de los islandeses.

—¿A qué estamos esperando? —insistí.

Pero Julian veía la IMMI como su guerra y no podía ni quería dejar las cosas como estaban. Más tarde, sin embargo, perjudicó políticamente todo el proyecto con unas declaraciones muy poco diplomáticas.

La verdad es que no éramos en absoluto personas fáciles y cuando la presión aumentó, nuestras relaciones empezaron a resquebrajarse. Eso nos afectó sobre todo a Julian a mí; los demás eran meros comparsas que asistían impotentes a nuestras discusiones. Hacia el final Julian me echó en cara que hubiera perdido la perspectiva, que fuera incapaz de ver la situación en su conjunto y me obcecara en nimiedades. Soy incapaz de recordar ningún episodio decisivo y no sabría decir qué fue lo que desencadenó nuestros primeros enfrentamientos, seguramente banalidades como lo de la ventana abierta.

Había empezado a mostrarme crítico con la conducta de Julian. Así, por ejemplo, le había dicho que debía cuidar más su aspecto externo. Él se ofendió mucho, pero ¿cómo se le ocurría presentarse ante una ministra de Justicia vestido como un pordiosero?

Para colmo, estando aún en Islandia nos enzarzamos en una penosa discusión sobre quien era «
senior
» y quién era «
junior
». Julian diseñó un organigrama jerárquico que determinaba quién podía criticar a quién y quién no, con él en la cúspide de la pirámide. Justificó aquella disposición apelando a su inteligencia y a su experiencia, y como en aquel momento aún mantenía buenas relaciones con Birgitta, dejó claro que también ella estaba al margen de las críticas, pues criticar a Birgitta equivalía a criticarlo a él.

Julian me dijo también que quería que habláramos muy seriamente, pues Birgitta le había dicho que estaba cabreada conmigo. Más tarde se lo pregunté a Birgitta y esta se echó a reír. Julian se lo había inventado.

—Todos opinan que eres insoportable —dijo Julian.

—¿Quiénes son todos? —pregunté yo.

—Pues todos —insistió él—. Todos los que tratan contigo.

Al parecer le molestaba que intercambiásemos opiniones. Decía que si empezábamos a hablar entre nosotros, la verdad se volvería «asimétrica». En Islandia ya no podía controlar al grupo como lo hacía en el
chat
. De pronto surgió el peligro de que los demás fueran a tomar un café y se dedicaran a hablar sobre WikiLeaks.

El apartamento pronto pareció una pocilga. Al principio, las mujeres de la limpieza aún lograban abrirse paso por entre nuestros trastos con sus enormes aspiradoras negras, pero al cabo de unos días les era ya imposible entrar por la puerta. Los primeros días, aquellas islandesas tan amables hicieron cuanto estuvo en su mano para salvar el apartamento número 23, pero al cabo de no más de cinco días decidieron dar la batalla por perdida. Entonces acordamos un armisticio en virtud del cual intercambiábamos bolsas llenas de basura por toallas limpias y papel higiénico.

Ninguno de nosotros cocinaba y a lo sumo compraba cuatro cosas para comer. Entre nuestra ropa sucia había también bolsas de patatas medio vacías. Y una montaña apestosa de pescado ahumado que alguien había comprado, pero que nadie había osado comerse, y que ahora se estaba pudriendo poco a poco. El ambiente resultaba cada vez más desagradable y creo que podríamos haber patentado aquella mezcla de olores a calcetines sudados, restos de pizza, pescado ahumado y azufre como una variante de tortura.

Para poder sobrevivir yo necesito por lo menos algo de orden, una mínima organización. Soy incapaz de concentrarme si a mi alrededor reina el caos. Por mucho zumo de naranja que tomara, llegaba un momento en el que todo empezaba a darme vueltas. Y ni veinte visitas a la piscina podían remediarlo.

Una noche decidí librarme de una vez del cansancio que arrastraba y le pedí a Julian que me dejara dormir. Al poco lo oí hablar por teléfono con una conocida. Julian se rio; al parecer, su amiga le había propuesto reunirse en su casa. Yo suspiré en silencio cuando oí a Julian insistir en que ella acudiera a nuestro apartamento. El problema era que no solo compartíamos habitación, sino también una cama doble. Me volví hacia mi lado y me cubrí la cabeza con la almohada.

También discutíamos porque casi siempre que alguien se hacía esperar, era él. Qué duda cabe que no es nada fácil coordinar un grupo de personas (más aún si estas tienden a la anarquía), y que para ello hace falta una gran fuerza de voluntad. Pero si teníamos una cita o simplemente habíamos decidido salir a comer algo, muy a menudo estábamos todos a punto delante de la puerta mientras Julian seguía a lo suyo. Yo era el único que me ponía duro con él y que le echaba en cara que siguiera tecleando en el ordenador; los demás preferían esperar estoicamente a que reaccionara.

Me encontraba francamente mal. El estrés, las preocupaciones y las tensiones me habían pasado factura y era incapaz de relajarme. Islandia era un país muy bonito (más tarde regresé con mi familia de vacaciones), pero el apartamento, el ambiente general, el azufre del agua, la falta de sol, el caos y la actitud despótica de Julian me habían dejado abatido. El 5 de febrero, y antes de perder completamente los nervios, decidí comprarme un billete de avión y regresar a casa.

—Pasado mañana me marcho, no aguanto más —le dije a Julian.

En esta ocasión la despedida no fue precisamente cordial.

Sería la última vez que nos veríamos en persona. A partir de aquel momento, toda nuestra comunicación quedaría relegada de nuevo al
chat
.

De nuevo en Berlín

Al llegar al aeropuerto de Schönefeld cogí un metro directo a Mitte, donde me instalé en el sofá rojo para invitados del Chaos Computer Club. A menudo, cuando estaba de visita en Berlín, pasaba la noche allí.

Estaba alicaído. Seguramente, si en aquel momento hubiera sabido que faltaban unas pocas horas para conocer a la mujer con la que me casaría unos meses más tarde, no me habría sentido tan derrotado. En cualquier caso, la vida volvía a tratarme bien e iba a encadenar una alegría con una tristeza.

Pero de momento iba de aquí para allá, lánguidamente, por las salas del club. La verdad es que en Alemania no hacía mucho más sol que en Islandia y yo no me sentía con ánimo de responder a las ansiosas preguntas de los demás sobre las gestiones relativas a la IMMI. «Estoy cansado», me limitaba a decir y me dejaban en paz. Por fortuna, el peligro de que pudieran importunarme con preguntas indiscretas era muy limitado.

Me dirigí hacia Friedrichstrasse para comprar algo para comer. Aunque lo hago muy de vez en cuando, me lie un porro e intenté relajarme. Por casualidad terminé en el Dada Falafel, el moderno restaurante árabe de comida rápida de Oranienburger Tor. De forma aún más casual, allí me encontré con Sven, un conocido, al que acompañaba una mujer.

Sven nos presentó:

—Este es Daniel, Mr. WikiLeaks en Alemania —dijo señalándome a mí—. Y esta es Anke. Trabaja en Microsoft —explicó mirando a mi futura mujer—, pero a pesar de ello es muy simpática.

Le di un mordisco a mi falafel y miré a Anke por encima de su ensalada con humus. Era una mujer enrollada, elegante y con un estilo personal, segura de sí misma y con buen sentido del humor.

Nos pasamos la noche hablando, reparando cada vez menos en lo que nos rodeaba. La comida se fue enfriando hasta convertirse en una masa pegajosa. Cuando nos quisimos dar cuenta, se habían llevado nuestros cubiertos. Habrían podido cambiar toda la decoración del restaurante, encender una traca bajo nuestros pies o regalar billetes de cien dólares, que nosotros habríamos seguido sumidos en nuestra conversación.

Por aquel entonces Anke apenas había oído hablar sobre WikiLeaks y no sabía nada de Julian ni de mí. En Microsoft, se dedicaba a desarrollar estrategias de gobierno abierto, es decir, al fomento de transparencia aplicada desde arriba; nosotros, en cambio, trabajábamos desde abajo. En cualquier caso, creo que hacía una buena labor.

Anke contaba todo lo que le pasaba a través de Twitter. Esa misma noche publicó un
tweet
en el que decía haber «conocido a un fundador de WikiLeaks en Dada Falafel» y afirmaba haber mantenido una interesante conversación.

Hacia la una y media regresé al club. Tenía la cabeza llena de pensamientos; algunos giraban en torno al pasado, pero también pensaba en el futuro. Tardé mucho rato en dormirme. Cuando me metí dentro del saco de dormir, me dije que era muy agradable poder dormir solo de nuevo. Además, por primera vez desde hacía mucho tiempo volvía a pensar en una mujer. Me pregunté si yo también le gustaría a Anke. Era extraño, meneé la cabeza con incredulidad. ¿Dónde había ido a parar mi mal humor? Creo que aquella noche sonreí en sueños.

A partir de aquel día quedé con Anke casi a diario y pronto me olvidé del hacinamiento y la claustrofobia de Reikiavik.

Cuando, al cabo de cuatro días, volví a ponerme en contacto con Julian estaba de bastante buen humor. Le hablé enseguida de aquel feliz descubrimiento llamado Anke. Su primera reacción fue: «Descubre toda la basura que puedas sobre ella». Así, si lo nuestro terminaba mal, por lo menos iba a sacar algo positivo de todo aquello y tendría algo que utilizar contra ella. Me quedé de piedra. En cambio, cuando le mostré el
chat
, Anke se rio.

«Oye, lamento que la convivencia conmigo estos últimos días fuera tan dura», le escribí. Nunca he tenido problemas a la hora de pedir perdón y en aquel momento me resultó particularmente sencillo. Desde mi llegada a Berlín, me había dado cuenta de que en Islandia había perdido un poco el norte.

Con la perspectiva que da la distancia, me acordaba de mí mismo en el pasillo del Hotel Floss, golpeando nervioso con el pie en el suelo y a punto de explotar porque Julian volvía a hacernos esperar cinco minutos. Tenía la sensación de que el Daniel de Islandia era algo así como una copia mala de mí mismo, un insoportable manojo de nervios. Darme cuenta de ello fue un descanso; habría sido mucho peor constatar que todos los reproches de Julian habían sido injustos.

Yo quería que las cosas entre nosotros se arreglaran. Por aquel entonces ni siquiera podía imaginarme que la opinión que Julian tenía de mí iba a ser definitiva. Puedo ser muy testarudo y cuando he querido a una persona, no me dejo desalentar con facilidad.

—Ahora no podemos arreglarlo —me dijo.

—¿Y más tarde?

—Puede ser.

La forma más sencilla de provocar la ira de Julian consistía en afirmar ni más ni menos lo que decían algunos artículos sobre WikiLeaks: que Daniel Schmitt era uno de sus fundadores. Julian tenía mucho miedo de que alguien pudiera discutirle ese título. Desde que WikiLeaks se había destapado como una fuente de dinero, fama y popularidad, a él, que había montado, planeado y sostenido el proyecto desde el principio, le parecía inconcebible tener que compartir esa atención con un pelagatos de Wiesbaden que había llegado después de él.

Yo conocía perfectamente lo que se siente cuando tus esfuerzos y tus ideas no se ven reconocidos e intenté comprender las preocupaciones de Julian. Pero cuanto más pensaba en ello, más difícil me resultaba.

Y lo cierto era que yo iba con pies de plomo y en todas las conversaciones con periodistas me presentaba como uno de los primeros miembros de WikiLeaks, pero no su fundador, aunque estos no me lo preguntaran y, en algunas ocasiones, antes incluso de que me invitaran a sentarme. Aun hoy, varios meses más tarde, les pregunto a los periodistas si alguna vez me han oído afirmar que soy uno de los fundadores de WikiLeaks. De hecho, siempre utilicé la misma fórmula: «Me incorporé al proyecto pronto y ahí me quedé».

Cuando le hablé a Julian de Anke, me preguntó enseguida si no sería la mujer que había conocido a un «fundador de WikiLeaks». La idea de que yo hubiera podido utilizar su WikiLeaks para pavonearme ante una mujer debió de quitarle el sueño. Seguramente me imaginaba en el restaurante, rodeado por diez supermodelos, vacilando con un sinfín de historias sobre WikiLeaks, hasta que las mujeres caían rendidas a mis pies.

En el fondo, creo que nadie le daba al concepto «fundador» tanta importancia como el fundador mismo. A la mayoría de periodistas eso les traía sin cuidado y, con tal de que les diera algo que escribir en su artículo, lo mismo les podría haber dicho que era el viceportavoz para cuestiones especiales en Alemania y Europa Central.

Julian me dijo que mis conocidos del club hablaban mal de mí. La cosa llegó tan lejos que no invité a algunos de ellos a mi boda. Según Julian, le habían recomendado que se deshiciera de mí, pues daba muy mala prensa a WikiLeaks en Alemania. E incluso aseguró que mucha gente evitaba comprometerse con WikiLeaks porque no se identificaban con mis opiniones anarquistas. Todas esas calumnias me afectaron bastante.

Julian me echó en cara que estaba obsesionado con que alguno de los miembros del club pudiera quitarme el trabajo. Pero eso no era cierto. Es cierto que me preocupaba que alguien pudiera estar intrigando a mis espaldas, pero no porque yo estuviera particularmente interesado en seguir siendo el portavoz de WikiLeaks y temiera la competencia, sino porque me habría costado mucho digerir que se rompiera el ambiente de solidaridad dentro del club. De pronto había empezado a preguntarme hasta qué punto conocía a los demás.

Hacía poco que era miembro del club y no pagaba ningún tipo de cuota, sino que intentaba mostrar mi agradecimiento de otras formas, consiguiendo
hardware
y ayudando a organizar eventos. Los miembros del club tenían una conciencia de pertenencia que no iba conmigo, y me sentía algo culpable por pasar tantas noches en aquel sofá. Les pregunté a los demás qué pensaban, pero me respondieron: «Hace ya mucho tiempo que formas parte del club». Para mí fue un gran honor que pensaran así, me sentí casi como si acabaran de investirme caballero.

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